Le Figaro. Suplemento literario del domingo  23 de noviembre de 1907.

 

GUY DE MAUPASSANT

 

El Sr. Pol Neveux ha escrito, para la nueva edición de las obras de Maupassant que prepara el editor L. Conard, un estudio original y sustancial del cual nos congratula ofrecer este importante extracto a nuestros lectores.

 

Quién viese a Maupassant por primera vez en la época de los Contes de la Bécasse y de Bel Ami quedaba un poco desconcertado. Era un sólido mozo, de estatura un poco baja pero bien parado, con una frente amplia bajo unos cabellos castaños, una nariz recta sobre un bigote militar, un mentón largo, una complexión poderosa. El aspecto era decidido y fuerte, un poco rudo y sin esos matices que determinan la calidad de espíritu y la condición social. Sin embargo, las manos eran finas y delicadas y los ojos estaban cercados por bellas sombras.

Acogía al visitante con los ligeros modales de un amable jefe de negociado que, conociendo su deber, escucha las solicitudes y se resigna a prolijos requerimientos. Mucha educación, pero ninguna expansión. Con una sonrisa discreta, dejaba hablar y su calma derrotaba. La mirada parecía poco preocupada de observar o de escrutar, y sin embargo uno se sentía vigilado.

Aquí y allá, dejaba caer una frase sencilla, como elegida entre las menos significativas y las más vagas. Y, fuese cual fuese su esfuerzo por disimularlo, su placida indiferencia era manifiesta con toda evidencia, tanto hacia lo que se le había dicho o lo que se le había respondido. Permanecía alerta y eso le bastaba. Jamás atacaba; decidido a romper, no presentaba el hierro, mantenía la punta baja, pero sin duda hubiese dado en caso de necesidad, algún estoque preciso.

¡Qué frío era ese primer contacto para los jóvenes entusiastas que habían escuchado a Zola planteando en fórmulas líricas audaces sistemas, o que se habían embriagado con la acariciadora palabra de Daudet, sembrando con prodigalidad las vibrantes imágenes, los rasgos pintorescos y los recursos luminosos. Las palabras de Maupassant, tanto cara a cara como en una conversación general, eran de ordinario banalidades corrientes, y de unos temas comunes muy trillados. Convencido de lo superfluo de las palabras, las confundía todas en un mismo vacío, tomando el pensamiento noblemente expresado del mismo modo que la boutade grosera. Se podía creerlo al verlo oponer un semejante desapego a los chismorreos de las más auténticas mediocridades como a los discursos de los más orgullosos espíritus de entonces.  Ni una confesión, ni una confidencia que aclarase su vida o su tarea; parsimonioso de lo que observaba, jamás contaba una anécdota típica o no concedía una observación avispada. El elogio lo dejaba frío, y si de casualidad se animaba, era para contar bromas pesadas, chistes de carretero, como si se hubiese abandonado al placer falaz de sorprender y mistificar.

 

***

 

¿Por qué Maupassant conquista de entrada el favor universal? Porque tiene el genio directo, la clara visión de un «primitivo». Su bagaje era precisamente el de un bachiller que, recién salido del colegio, había satisfecho algunas curiosidades. Empuñando el instrumento ingenioso e inocente, pero valiente y sólido que se ha forjado él mismo, se  introduce en el bosque romántico; en lugar de someterse al encanto seductor de su misterio, lo atraviesa, sin detenerse, con paso alegre. Durante algún tiempo caminó por él, y regresando sin llegar a los luminosos claros de los siglos clásicos, siguió las orillas íntimas del río donde se vivificaron nuestros viejos contadores. Y allí reconoció el curso que tan esquivo resulta, y encontró, por casualidad, la fuente abundante y abandonada…

Fue un juglar. Sobrino de una raza y no heredero de una fórmula, contó a sus contemporáneos, aturdidos por las deformaciones líricas del romanticismo, historias humanas, sencillas, lógicas, como aquellas que antaño habían encantado a nuestros padres.

El lector francés, que quiere divertirse, se encontró de inmediato en él y al mismo nivel. Se deleitó con los Contes de la Bécasse, como los incultos del siglo doce se habían divertido con los Perdrix, el Vilain Mire y los Trois Bossus ménestrels. En Maupassant sobrevivía el alma de esos clérigos errantes que, reveladores del espíritu naciente del Tiers, cantaban en las ferias, en las fiestas y en las vísperas sus irrespetuosas fábulas. De entrada, el joven normando se situó más cerca de ellos que Brantöme y Desperíers, Voltaire y Grécourt. Más espontaneo incluso que los primeros trovadores, desterró de su obra los tipos abstractos y generales, «noveló» la propia vida y no los mitos, ni las eternas leyendas, errando por las rutas del mundo.

Estudiad de cerca esos juglares en los recientes trabajos, leed el gran libro del Sr. Joseph Bédier y veréis como renacen en la prosa de Maupassant unos antepasados que sin duda él nunca conoció.

Es una concepción realista y una observación directa de la gente modesta, lo que se opone en sus relatos al espíritu idealistas de los lances de amor, de las novelas de la Mesa Redonda, donde pululan caballeros y damas. Los autores de las fábulas son del pueblo, ellos se burlan con ironía y guiñan un ojo al paso del noble y del sacerdote. Se esconden detrás de su tema y no tienen siquiera idea que el contador pueda revelar su propia individualidad. Entre ellos, la risa es franca y hostil, el gusto sin cesar afilado por la caricatura; describen sus personajes grotescos o viles, tales como los ven.

No se trata de que el juglar experimente cólera o simpatía; él no ha de epilogar o moralizar. Por añadidura, ignora la verdadera sátira, pues la edad media satisfecha no concibe la posibilidad de un mundo diferente. Breve, raído, desdeñoso de las intenciones y los sistemas, no tiene otro objetivo que recrear a su auditoría. Divertido y sardónico, no persigue más que la «risa y la burla»

Además, tanto en el juglar como en nuestro contador, los temas son más o menos idénticos. Se encuentran las mismas pasiones, los mismos vicios inmortales Ante la más célebre de las fabulas, la historia de la cortesana Richeut, presentamos l’Armoire, Un divorce, del mismo modo que Bel Ami está en concordancia con el libertino Sansonnet, cínico y buen charlatán, tan dispuesto a explotar comerciantes y aventureros. Por todas partes brota la sensualidad y la brutalidad, el odio a las mujeres, criaturas inferiores, mentirosas y temibles. Por todas partes el rencor contra quien ejerce la opresión y detenta la autoridad, por todas partes la derrota final del más débil y del más pobre.

Pero los cuentos de Maupassant difieren singularmente por el carácter. En el siglo diecinueve, el espíritu gaulois hace tiempo que ha caído en la bajeza y la crápula. En lo más profundo de nuestras provincias, la antigua bonhomía desfallece; se charla aún sobre cualquier cosa, pero sin malicia, ni buen humor. Maupassant desconoce la bonhomía, pues no la ha encontrado en la vida.

La herencia de los juglares está destinada a un corazón apenado y escéptico. No más que ellos, Maupassant no tiene segundas intenciones y no se preocupa de instruir o de moralizar; como ellos, es refractario a la sátira, pues su misantropía es tan rebelde como su optimismo a imaginar una humanidad mejor.

Y su ambición no es ya hacer reír; narra por el placer de rastrear con indiferencia una verdad que encuentra siniestra y mediocre. Incapaces de generalizar, los «trovadores» se contentaban con burlarse de sus personajes. En su pesimismo, Maupassant desprecia la raza, la sociedad, la civilización y el mundo.

Sin duda, el juglar del siglo diecinueve escribirá Ce Cochon de Morin y La Bête à Mait. Belhomme, La Rouille y La Confidence, Le Pain maudit y Le Cas de Madame Luneau, nombre de fabulas aún, sin otro objetivo que reír; pero ¿cuántas lúgubres historias creará obligado a compensar esas escapadas alegres hacia la sensualidad robusta, hacia lo cómico enrome y la risa guasona? Sin embargo el reconocimiento de los hombres de letras fue tal por la materia encontrada en los viejos cuentos, que aceptaron ese «ensombrecimiento». Y luego, hay que decirlo, si entre los lectores, algunos todavía eran de ese vieja tronco plácido y gallardo que adoraba «los cuentos, los pequeños cuentos corteses y también las historias reales tomadas del entorno», los demás, la mayoría, angustiados y crispados bajo la abyección de su tiempo, armonizaban con su sensibilidad sufriente. Gracias a lo que su espíritu tenía de altamente tradicional, Maupassant los unió a todos en una admiración común.

Es que la línea de sus relatos, precisa y clara de contornos, lleva en ella una fuerza singular, bien hecha para conquistar los cerebros latinos. Nada viene a interrumpir la claridad de su visión; nada de intermediarios entre el contador y la naturaleza. La observación ha trazado el camino; jamás la imaginación desviará al escritor, jamás lo arrastrará a los senderos vacilantes de la fantasía. Confiando en su instinto, no interroga a guías: renuncia a la experiencia de sus antepasados y se evade a su control.

Flaubert, antes de escribir una línea, sabe todo, o al menos, se ha esforzado en aprenderlo todo. Si Maupassant debe algo a alguien es a Schopenhauer y Herbert Spencer, de los que habla a menudo, sin que se sepa muy bien sin embargo si los ha penetrado muy profundamente…

Por supuesto que no fue libresco. Es un dibujante, y uno de los más prodigiosos, de la literatura.

Sus héroes, gente modesta, artesanos o campesinos, burócratas o tenderos, putas o merodeadores, los instala en unos decorados débilmente coloreados, pero rigurosamente plantados. Y de inmediato el paisaje simplificado da el tono del relato.

La acción es rápida, donde actuarán unas almas elementales, se contentará con fijar sus planes, establecer sólidamente su terreno, indicar un efecto sumario en amplios toques.

Sin embargo, a veces, cuando unas almas un poco más complejas vacilan o se retrasan, él también se detendrá para mirar un rincón de naturaleza en el detalle meticuloso de una mata o de un ramo de flores, de una cuneta o de un arroyo. El horizonte se amplificará si, en la aventura, los personajes están inclinados a la ensoñación; el paisaje se volverá melancólico si hay que poner de relieve alguna silueta pensativa y de modo que el decorado reaparezca a cada giro, en función del grado de las pasiones que desate.

En sus descripciones, Maupassant resiste a la tentación de afirmar la sutilidad de su visión personal. Rechaza el permiso de mostrar de sus paisajes más que sus protagonistas, no percibiendo más que a ellos. También tiene cuidado en desterrar las anotaciones y las palabras refinadas, de no introducir ningún elemento superior a la indigente sensibilidad de sus actores.

Jamás hace intervenir directamente en las tribulaciones humanas a la naturaleza insensible: ella se burla de nuestros goces y nuestros duelos. Los árboles no son ni consejeros ni amigos, no sabrían representar en escena, donde nosotros actuamos, el rol del coro antiguo. Una vez, una única vez en la obra del maestro, ellos unirán su queja al lamento universal: las grandes hayas tristes lloraron en el otoño por el alma de la pequeña Roque.

Sin embargo Maupassant adora esta naturaleza que es lo único que lo enternece, y se siente en sus evocaciones un lirismo contenido. Pero a pesar de esta pasión exclusiva, se contiene: el artista es consciente del prejuicio que causaría a su relato si tolerase los transportes del amante.

Aparece un desconocido… Lo vemos atravesar un sendero, golpear a una puerta y de pronto no sabemos de donde viene y lo que quiere. Una palabra caída de sus labios, el modo con el que arrastra la pierna, un tic, el lugar de un botón de la chaqueta, han bastado para calarlo en nuestro espíritu. Adivinamos sus instintos, su carácter, sus costumbres. Pocas palabras, muy sencillas, agrupadas naturalmente, como al azar, han realizado ese prodigio. Con un olfato innato, Maupassant cae de primer golpe en el detalle fundamental, la particularidad esencial que define un ser y lo resume. También detenta en la presentación de sus personajes una autoridad que ningún escritor, ni siquiera el gran Balzac, iguala jamás.

Sin un esfuerzo reflexivo penetra a sus héroes y los explica. Los mira, sencillamente. Toma y anota todos esos gestos de los que adivina el origen, el encadenamiento y el alcance, y que, para él, son más explícitos y reveladores que cualquier confidencia o confesión. De un solo golpe ha escrutado las fisonomías, sospecha las tristezas y sonrisas, sorprende las palabras de las manos. Nada escapa a su mirada despiadada. Ese ojo velado, sin embargo tan enfermo, es un instrumento de precisión riguroso y sensible que le exime de interpretaciones lógicas, suple a todas las deducciones, y le hace leer a su vez

 

Todas esos impulsos secretos que un corazón puede encerrar.

 

Maupassant ha heredado del doctor Larivière de Madame Bovary esa mirada «más afilada que los bisturís, que penetraba derecha en el alma y desarticulaba toda mentira a través de las alegaciones y los pudores». Se lee en los Cahiers de Sainte-Beuve esta nota penetrante: «Homero dice noeó, veo, concibo. Ver y concebir, es lo mismo, no es más que la sensación, es el pensamiento, la percepción». Para Maupassant también, ver y concebir es la misma cosa…

 

Pol Neveux.

 

Le Figaro. Suplemento literario del domingo  23 de noviembre de 1907.

Traducción de José M. Ramos González.