Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 25 de julio de 1925. 

 

 

MAUPASSANT FUNCIONARIO

 

En un libro que publicó hace unos diez años: Aux Confins de la Politique[1], el de Monzie ha trazado un curioso y vivo retrato de «Maupassant funcionario». A los veinte años, en 1872, el futuro autor de Une Vie, ya apasionadamente prendado de la literatura, ingresó en el ministerio de la marina. Allí debía permanecer hasta enero de 1879 donde, gracias a Flaubert, el Sr. Bardoux, entonces ministro de la instrucción público, lo tomó en su gabinete. Maupassant había por fin conseguido evadirse de su «infierno».

 

Habiendo así recibido en los brazos de Henry Roujon la bienvenida adminisrativa, Guy de Maupassant pronto se hizo colaborador y secretario del Sr. Xavier Charmes. El jefe apenas era mayor que el secretario; él se esforzaba además para no minar su autoridad. Jules Ferry había sustituido al Sr. Bardoux y Xavier Charmes, de jefe de despacho, había pasado a ser jefe de división: en poco tiempo iba a ascender a director. Su servicio era bastante claro; se trataba de una especie de secretariado general, del que emanaban la contabilidad, las misiones científicas y los trabajos históricos. En las tareas normales del despacho o de la división había materia suficiente para hacer uso del talento. Especialmente en lo referente a las relaciones con las grandes compañías literarias y las sociedades de sabios que motivaban un volumen de correspondencia a la que Xavier Charmes se complacía en dar un giro elegante, una forma de cortesía académica y un tanto en desuso. Ese gran burócrata tenía, como los importantes funcionarios del antiguo régimen, el gusto por las redacciones impecables; él mismo corregía a destajo, ampliamente, amorosamente, las minutas de las cartas que preparaban sus empleados. Hay todavía hoy, educados por él, en la vieja mansión de la calle de Grenelle, unos «chupatintas» desconocidos, en los que la coquetería de la pluma se protege del tono irrespetuoso de nuestra bonita lengua de compromiso.

Xavier Charmes encargó a Maupassant algunos informes difíciles sobre amplios temas. Pero, cada vez, Maupassant se sustraía a ello, oponiendo un rechazo igualmente motivado, pretendiéndose incapaz de escribir otras cosa que no fuesen las fórmulas planas en el ejercicio de sus funciones. «Es culpa de la marina, decía; desde que en un trabajo hay una sospecha de trabajo oficial, el estilo oficial me invade y no puedo sustraerme a él». Rogaba entonces que se le ocupase con el mantenimiento de los registros y la expedición de asuntos banales. No hubiese declinado la suerte del poeta Léon Dierz, quien, hasta el último día, quiso ser simple escribiente en ese mismo servicio, príncipe de los poetas y decano de los escribientes.

Esas modestas tareas de espíritu que él podía cumplir casi sin participación del espíritu, tenían la ventaja de dejar a Maupassant todas sus energías disponibles para su producción de escritor. No tenía más que acodarse a la ventana que daba al jardín, como lo ha descrito Pol Neveux, para seguir los vuelos de los familiares cuervos hacia las copas de los grandes plátanos[2]. Escribía de noche y de día, componiendo y acabando su primera obra maestra – Boule de Suif – en la húmeda planta baja donde tenía su domicilio administrativo. A menudo se ausentaba, tres días por  semana de media; su mala salud, que no era un pretexto falso, excusaba sus frecuentes ausencias. Pero además, a medida que la notoriedad comenzaba a buscarlo, tenía obligaciones mundanas cada vez más numerosas. El salón de la princesa Mathilde se había abierta a l’Histoire du vieux temps. Las demandas de la gloria iban a comenzar con la publicación de Les Soirées de Médan.

Pero es llegado aquí cuando la prudencia innata de Maupassant se afirma de nuevo. No abandona su empleo cuando ya está en condiciones de hacerlo, desde que ha conquistado la independencia material. Por el contrario, teme perderlo. Cuando la fiscalía de Etampes, en febrero de 1880, abre un expediente contra él, «por ultraje a las costumbres y a la moral pública»[3], no llega a advertir el provecho que le supone de excepcional publicidad que ese proceso le reserva, solamente le preocupa la posibilidad de perder «su plaza»[4], si la pudibundez ministerial se despierta. Acuerda con Flaubert que «hace falta usar todas las influencias posibles para apagar el asunto»[5]. En efecto, hace intervenir ante la Fiscalía general a varios personajes relevantes: un Wilson, entre otros, se dedica a abogar por Maupassant. ¡Pueda que esta oportuna intervención sea puesta en la cuenta de los «políticos» por la remisión de sus pecados!

Gracias a Wilson o gracias a Raoul Duval, a menos que no fuese por el sentido común de los magistrados, Guy de Maupassant obtuvo la absolución deseada y que le permitió mantener, según sus deseos, su plaza de funcionario sin más aventuras. Pues tal era su ambición administrativa, una ambición muy francesa, pero que sorprende en ese rudo muchacho, profundo de modales y lenguaje, vanidoso cuando contaba sus proezas físicas, rayando en lo ordinario cuando hacía alguna broma pesada. Al igual que Henry Roujon, todos sus antiguos colegas de la instrucción pública, y entre ellos un sucesor de la confianza de Xavier Charmes, mi buen amigo Mallet, han conservado la imagen de un Maupassant correcto, deferente y discreto, tan discreto y tan timorato que no se atreve a presentar su dimisión cuando se decide a tomar toda su libertad. Pide a Charmes que le mantenga en los cuadros del ministerio el mayor tiempo posible. «Mi salud, decía, es débil, el oficio literario es aleatorio. Si alguna enfermedad o alguna mala fortuna me obligase a ello, estaría feliz de poder recuperar mis funciones y mi tratamiento.» Maupassant fue entonces inscrito dentro de la sección de disponibilidad; hubiese muerto como redactor en el ministerio de instrucción pública, si algún día un ministro quisquilloso advirtiese que la tolerancia había sido bastante o durado demasiado. Xavier Charmes advirtió a Maupassant de que era una excepción, pero aún a su pesar firmó su dimisión.

Durante diez años, mientras buscaba su forma y su vía, poeta incierto, dramaturgo vacilante, contador y novelista aún no muy seguro de su dominio, Maupassant encontró entre las obligaciones de la burocracia un abrigo que le permitió escapar a las tentaciones y sugerencias de la «bohemia» literaria. No se vio obligado a realizar escrituras apresuradas que envilecen a tantos preciosos talentos. Estuvo protegidos contra sí mismo, contra las detestables impaciencias que precipitan en la batalla de las letras a tantos escritores prematuros.

Hay que alabarle esta larga prudencia que fue la condición de su gloria. Pero también hay que estarle agradecido al Estado, al monstruoso Estado que los poetas tienen hoy por costumbre insultar, como insultaban antaño a la impasible naturaleza – haber sabido dar a Maupassant como a tantos otros entre los mejores, unas prebendas para sus meditaciones.

Habrá mucho que perdonar a los ministros del nepotismo que padece la administración, si entre su clientela han admitido a algún Maupassant.

El terrible Léon Bloy escribió en su Journal d’un Mendiant ingrat esta anotación cuya soberbia es sin igual: «El príncipe Ourousof me ha enviado algún dinero. Carta para felicitarle[6].» ¿Por qué no felicitar al Estado, de haber dado algún dinero, es decir alguna paz y alguna libertad a ese buen genio francés que fue nuestro Guy de Maupassant?

 

De Monzie.

 

 Suplemento Literario de Le Figaro  25 de julio de 1925.
Traducción de José M. Ramos González. Enero 2017.


[1] Bernard Grasset, editor.

[2] Discurso de Pol Neveux, delegado del ministro de instrucción pública en la inauguración del monumento a Guy de Maupassant en Rouen, Df. Journal Officiel, nº de 30 de mayo de 1900, p. 3410 y sig.

[3] En relación a este proceso, ver Maynial, La Vie et l’Oeuvre de Guy de Maupassant, Paris, 1906, p. 92 y sig.

[4] Correspondencia Flaubert, t. IV., p. 417.

[5] Id. t. iv

[6] Léon Bloy. Le Mendiant ingrat, p. 236. Societé du Mercure de France.