Le Figaro, 26 de febrero de 1912

 

El teatro acaba de proporcionar una brillante actualidad a Bel Ami, una de las novelas más poderosas y significativas de Maupassant. Este rudo libro nos presenta algunos rasgos característicos del tipo del ambicioso contemporáneo. La ambición, si se le concede un sentido elevado, tiene tres grandes objetivos: el poder, la gloria y el dinero. Según los tiempos y las costumbres, cada uno de estos objetivos parece más o menos deseable a la juventud inteligente y cultivada de un país, a su élite. Tan pronto esta élite se exalta sobre la dominación y el poder, es tentada mediante la política

Los personajes de Balzac, un Rastignac, un Rubempré, un Maxime de Traille llegan a Paris para ser embajadores o ministros, para manejar a los hombres. Un testimonio tan seguro como el de Balzac de ese espíritu ambicioso de los franceses al día siguiente de la Epopeya nos es aportado por Mérimée en un célebre estudio sobre Victor Jacquemont:

«En nuestra extrema juventud, nos hubiésemos sorprendido de la falsa sensibilidad de Rousseau y sus imitadores. Habíamos tenido una reacción exagerada, como es lo ordinario. No queríamos ser fuertes y nos burlábamos de la sensibilidad.»

Mas tarde debíamos volver a encontrar esos acentos en algunas obras de Nietzsche.

Así pues, en ese momento en los debuts de un Mérimée y un Balzac, es el culto a la Fuerza lo que suscita ambiciones en todos los jóvenes ambiciosos y les lleva por su camino.

Luego, el romanticismo sueña la gloria y el estallido de la vida, estallido a menudo ficticio y gloria tantas veces engañosa. Se desprende de ello un desencanto y una melancolía que puede hacer creer por un instante que nuestra raza había perdido el gusto de la acción.

Hoy, un hombre joven, enérgico y bien dotado tiene las ideas más claras. Primero, con una lucidez singular, percibe las dificultades de ser un dominador en nuestra época.  Pretender dirigir a la multitud a partir de ahora es un caso de locura. La multitud ha tomado demasiada conciencia de su fuerza para abdicarla en manos de sea quien sea. No queda más que la ilusión del poder, que no sabría satisfacer a un alma ardiente ni a un espíritu lúcido.

¿Qué es necesario para ser diputado? Desde la aplicación en las gestiones a la sumisión ante los electores. ¿Para ser ministro? Maniobras de corredor, sentimiento del equilibrio y el arte de prometer las mismas cosas a personas diferentes. Además, desde que se posee el poder, ya no se tiene más que una aterradora obsesión, la de perderlo sirviéndose de él.

La gloria no está sujeta a riegos menos graves. Su definición es cada vez más oscura y cuestionable. Varía de ano en año, de estación en estación, según la moda y el tono de la publicidad.

En medio de todos estos deshechos, sólo el dinero conserva su valor, su posición inexpugnable, Y es naturalmente la conquista del dinero lo que se ha convertido para el ambicioso en la excitación dominante.

 

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Maupassant, en Bel Ami, ha comenzado a percibir ese fenómeno. Siguiendo el método del realismo, tomó a un individuo medio, más bien un poco del montón, y lo hizo evolucionar en los medios parisinos donde los acontecimientos se confabulan a su favor. Guiado por su instinto de novelista, el autor de Bel Ami ha hecho representar a las mujeres un rol decisivo y quizá exagerado. Se puede concebir perfectamente a su héroe logrando la fortuna sin tantas aventuras amorosas. De ese modo la observación hubiese sido aún más justa y precisa. Pero tal cual es, es preciosa. Ella marca vigorosamente una época, en todo caso un momento (desde 1880 a 1885) donde nacieron las agitaciones de la vida actual.

En un muy interesante artículo sobre la adaptación de Bel Ami para el teatro, el Sr. Abel Hermant subraya con sutileza que no sabríamos imaginar los personajes de Maupassant «... en la lejanía y en la inmovilidad definitiva de la historia». Y añade: «Nosotros no hemos padecido desde entonces ninguna de esas revoluciones de las que sin embargo estamos acostumbrados y que son una solución de continuidad bien clara entre dos épocas. Jamás, al contrario, la figura de la vida no se ha modificando más en menos tiempo».

Se pueden hacer ciertas reservas sobre la falta de revolución que el Sr. Abel Hermant se complace en constatar en nuestra historia desde 1880, y creo que con el paso del tiempo se acabará por descubrir que nosotros hemos tenido nuestra parte, pero no es de menos rigurosa exactitud que las modificaciones de nuestra existencia han sido profundas y que la lucha por la vida lo ha sido al precio de aspectos nuevos e inesperados.

El crack de 1882 y las enormes quiebras financieras que lo acompañaron contenían en germen casi todos los problemas actuales. Este año de 1882 fue como una línea fronteriza de las aguas entre dos vertientes francesas. A partir de ahí, Paris fue progresivamente invadida por el cosmopolitismo del dinero. Perdió poco a poco su fisonomía familiar de ciudad, sus bulevares, los hábitos y los giros de espíritu ya no se daban en ella.

La propiedad del dinero siempre ha dado lugar sin duda a luchas encarnizadas, pero éstas nunca tuvieron un carácter tan áspero y tan cínico. La caza a por la moneda de cien centavos, la caza perdida y alegre de los bohemios del pasado siglo, ¡qué lejos está! ¡Y cómo nos deja la impresión de un juego de nuestra infancia! Esto ya  no es una caza; ahora, es la guerra y la matanza.

Bel Ami fue concebido en una atmósfera ya cargada. Está impregnada de ella completamente. También es más bien un admirable documento que una obra maestra de la novela. Pero nos ayuda a comparar al ambicioso sin escrúpulos de 1880 y al arribista enconado de nuestros días. Esa palabra de «arribista» permanecerá, parece ser, en la lengua, a pesar de su deformidad. Es sospechosa y brutal como el tipo que designa: tipo demasiado representativo para no imponerse en la literatura. Tanto como la encumbra el teatro y la novela ya podemos seguirla de hora en hora en todas sus transformaciones.

Si «Bel Ami» tiene el apetito del dinero, no tienen todavía el frenesí. Es un sanguíneo, no es un histérico; ni siquiera un nervioso. Es robusto, e iba a decir que está sano, pero eso sería excesivo. Se apodera de los seres y de las cosas que pasan a su alcance, gozando de ellas, pero no los corrompe. No es un bribón, no tiene ninguna tendencia a ser un moralista y Maupassant no trata de idealizarlo. Y sobre todo – lo que constituye la diferencia con sus nietos – no tiene la menor afectación de sensibilidad. He aquí, en este matiz, donde el gran novelista ha dado a su tipo toda la amplitud clásica.

El arribista contemporáneo, al contrario, visto por la literatura, es de una sensibilidad insoportable. Comete las peores vilezas en nombre del ideal, invoca la belleza para traicionar a su amigo o a su esposa, y se siente enternecido desde que ha cometido una acción reprobable. Esta extraña concepción de la naturaleza humana procede del Norte. Esperemos que no sea adaptada sin un examen serio, por la juventud de mañana.

 

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Se comentaba estos días una respuesta del ilustre pintor Degas a un impaciente que se quejaba ante él de las dificultades para alcanzar sus objetivos; «En mis tiempo, señor, ¡uno no llegaba!» Lo que significa, bajo la forma lapidaria que los maestros saben dar a su pensamiento, que en el transcurso de la vida, uno no llega nunca a un lugar en el que no tenga el derecho de detenerse para contemplar con desprecio los esfuerzos de los demás hombres.

Eso significa todavía que ni la fortuna ni el orgullo nos ponen al abrigo de los peligros, y que la mejor actitud es luchar lealmente y sonreír, a la francesa.

 

Alfred Capus

 

Publicado en Le Figaro el 26 de febrero de 1912

Traducido por José M. Ramos González para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant