Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 28 de enero de 1888.

 

EL DOCTOR PIERRE ROLAND

 

Experimenté un gran alivio, cuando el paquebote la Lorraine abandonó el puerto del Havre, al pensar que ya no iba a tener bajo los ojos la mirada obsesiva y las negras patillas del doctor Pierre Roland, cuyo caso tan intenso ocupa en este momento la prensa, y que tuve ocasión de conocer por un amigo común: Guy de Maupassant. Quiero manifestar a este último todo mi agradecimiento por haberme hecho entrar en la intimidad de un alma tan interesante, tan original, tan fuerte por su inhumanidad. Uno no siempre tiene en su vida la ocasión de encontrar un Pierre Roland, ¡a Dios gracias!

Son conocidos los hechos que acaban de poner de relieve el triste carácter del doctor. Se sabe que tomó la tardía resolución de embarcarse como médico a bordo de un trasatlántico, tras haber empujado a su desdichada madre hasta el umbral del suicidio.

Así como lo ha reconocido él mismo, su corazón «se regocijaba en torturar » a aquella que le dio la vida, desde que esta era objeto de sus sospechas de haber cometido adulterio tiempo atrás, o más exactamente desde que un antiguo amigo de la familia, el Sr. Máréchal, dejase su fortuna a Jean Roland, hermano del doctor.

Desde luego que me he apiadado por ese cerebro desequilibrado. Sobre todo, una noche cuando lo acompañaba por el espigón, mientras el lamento de su garganta respondía, entre la siniestra belleza de la niebla, a los lamentos de las sirenas, y yo temía verle subirse al parapeto. Pero a continuación me di cuenta que era uno de esos que aconsejan gustosamente a los demás a «mojarse» pero que no se deciden más que a hacer el amago.

En cualquier caso, no experimenté ni un minuto de afecto por este extraño médico que más bien tiene una cabeza de magistrado, cuya fría mirada parece siempre instruir el affaire de su interlocutor.

Con toda seguridad, he aquí un magistrado de hijos que no se vería muy disgustado por llevar a comprometer a su madre por teléfono: «- Aló, aló, Señora Roland… Soy Maréchal…» Lo ha hecho peor ante la conciencia pública.

 

***

 

Evidentemente Guy de Maupassant, que ha estado relacionado con Pierre Roland antes que yo, está en mejor disposición de apreciar sus méritos.

Y debería inclinarme cuando este espíritu sagaz y notablemente profundo, me asegura que el doctor está lleno de ideas  filosóficas, políticas, artísticas y morales, es decir un ser de esencia más bien generosa.

Sin embargo, a pesar de mi deferencia por un tan buen juez y por un tan elocuente defensor, no puedo impedir tener sobre el doctor Pirre Roland una opinión diferente; y, lo que es todavía más presuntuoso, atribuir un valor a esta opinión. Tal vez sea de aquellos que consideran que hay un modo de tomar la medida de las cosas cuando se las considera desde una cierta distancia, con ojos que no son demasiado familiares; y que, al no haber frecuentado a las personas, se mantiene una aptitud particular para resolver las grandes líneas de su físico o de su moral, y los cambios que en ellas se producen.

En mi opinión, Pierre Roland es un vulgar celoso, un egoísta furioso y avaricioso, cuyo primer pensamiento sobre la herencia de su hermano ha sido un pensamiento ficticio; un libertino convertido en el campeón de la fidelidad conyugal, puesto que proyectaba no casarse a fin de elegir amantes entre sus futuras clientas; un gozador obsesionado por la imagen de brutales desenfrenos cuando el sublime espectáculo de los navíos, desplegando sus grandes velas blancas, le hacían pensar de inmediato en una posesión, a lo lejos, de rubias suecas o de morenas hawaianas. Y sin duda también alguna india cuya:

 

tarea es encender la pipa de su amo.

 

Tengo una intuición de lo que siempre fue en el doctor, el fondo de sus utopías filosóficas, políticas, artísticas y morales.

 

***

 

No se le puede negar toda excusa a Pierre Roland por haber perseguido, hasta que ella se desvanezca o que quiera matarse de vergüenza y de espanto, a una madre a quien, el castigo de la separación y la clemencia del tiempo, hubiesen sin embargo conferido la gracia.

He encontrado esta excusa en parte, en la torpeza provocadora hacia él, desnaturalizada incluso, y que los suyos han asumido, por una especie de aberración, cuando el testamento del Sr. Maréchal lo omitía a él tan cruelmente; en parte también, en la grosera imprudencia de este testador.

De este modo, el Sr. de Maupassant ha tenido a bien asegurarme que la Sra. Roland, dotada de una alma tiernamente maternal, siempre ocupada en apaciguar las pequeñas rivalidades surgidas cada día, entre sus dos hijos, de todos los menudos hechos de la vida en común, me parece que esta madre ha olvidado su rol precisamente en el instante donde la importancia del incidente se había centuplicado. Fue con un estrechamiento de corazón como yo he asistido a tantas escenas en las que la Sra. Roland entretenía a su hijo Jean, ante su hijo Pierre, con mil detalles de instalación, de amueblamiento, fiestas que el cambio de su posición iba a permitir al primero. ¡Y ni una palabra de consuelo ni ánimo para el otro! Nada más que comentarios: « –Tú, Pierre, que no tienes nada…» Les prometo que estaba impactado, estaba irritado, hubiese querido no estar allí.

Y una vez muerto Maréchal, ¡qué inconveniencia póstuma por su parte! ¡Cómo! he aquí un hombre que, de vivo, puso todo su empeño en no traicionar una relación, un hombre que, según todo lo que escuché de él, era distinguido, delicado, discreto… Se muere; y uno se percata de que todas sus medidas estaban tomadas para revelar que el segundo hijo de la Sra. Roland es el fruto de un amor culpable, para destrozar a toda una familia que rodeó con las más tiernas de las consideraciones, a decir de toda una ciudad entera: al primer vistazo, el farmacéutico de la esquina y una camarera de una cervecería se sorprenden de lo que no ha podido prever un personaje de una cierta alta clase social, cuya galantería es reputada. ¡Qué! ¿Es que el muerto ya no tendría nada que preservar, que temer, que ocultar?... Perdón. No era eso lo que se me ha dicho, si descendió a la tumba sin un miramiento supremo para aquella a la que amó, o sin el sentimiento de un último deber de protección hacia la que lo amó.

Considero que no basta pagar bien.

Esta vileza del antiguo amante, vileza cómplice de los padres que no pronuncian ni una palabra de apaciguamiento, tan necesaria por otra parte, al menos tan natural, dirigida al desheredado, solo este conjunto de vilezas permite concebir algunas circunstancias atenuantes a la vileza del hijo verdugo de su madre.

 

***

 

Pero yo no he sido víctima del engaño de los buenos sentimientos de honor que el doctor ha expresado y enarbolado tantas veces en mi presencia.

De entrada, estoy convencido de que muchos hijos de la buena burguesía no se ponen fuera de sí por la presunción de que su madre haya podido, tiempo atrás y sin escándalo, vivir en algún reproche. Y el doctor Pierre Roland, con su dura lógica, su despiadada inteligencia, me parece de los mejor organizados para tomar un lugar entre esos hijos tolerantes. Máxime cuando su padre le había inspirado siempre un desprecio del que la Señora Roland, lo sabemos, tuvo a menudo que amortiguar los incesantes choques.

El Sr. Guy de Maupassant cuenta, a quien quiere escucharle, es decir a todo el mundo, pues existen pocos narradores tan admirables, que él ha visto a Pierre Roland con la mano abierta con ganas de abofetear, de asesinar, de triturar, de estrangular, en el impulso de pensar que su madre se había entregado a otro hombre que no era su padre.

Ahora bien, yo puedo equivocarme torpemente, pero nada me desviará de mi creencia de que si Pierre Roland se hubiese percatado de los errores de su madre, en un tiempo en el que no se supiese que la herencia no le beneficiaba, hubiese puesto, más filosóficamente, la mano sobre su corazón.

Eso no significa que yo ignore el derecho al dolor en el ser golpeado en su respeto filial. Pero para ser golpeado muy profundamente, sobre todo cuando ya se es una persona experimentada, doctor en medicina, lo suficientemente maduro para examinar victoriosamente la cuestión de su matrimonio, supongo que hay que poseer una extrema sensibilidad de naturaleza, un sentimiento de alta dignidad, un fino pudor de afecto. Y esta sensibilidad, esta dignidad, este pudor no se acomodarán jamás a gritos, gestos y manifestaciones exteriores; siempre permanecerán en el fondo de su profundidad, íntimas, puras, mudas y sagradas.

Mi concepción, tal vez sea falsa, lo repito. Sin embargo el sufrimiento ruidoso, colérico, activo del doctor Pierre Roland había despertado mis sospechas, desde el principio.

 

***

 

Cuando se está como él, armado con una memoria que permite reconstituir cerebralmente tantos hechos, tantas sensaciones de la infancia, hay un orden de hechos y sensaciones que esta memoria habría debido hacer surgir. Es el de la edad en la que se ha sido carne frágil, atormentada por las primeras necesidades, acechada aún por la muerte de donde se acaba de salir.

Mientras Pierre Roland se acordaba de las cenas con el Sr. Maréchal, y hablaba de la fiebre escarlatina que lo había por aquel entonces atacado, me hubiese gustado que se viese en la pequeña cosa sucia, nauseabunda y contagiosa que él era y sobre la que se inclinaba un rostro fresco y triste de joven mujer. A este recuerdo, no habría podido dudar que un corazón palpitaba entonces de adoración solo por el, y que, bajo sus pies triunfantes de bebé que lloraba, su madre arrojaba todo tipo de pensamientos placenteros, de salud y de amor; o al menos que estaba momentáneamente en él que se amasen los dos objetos de su futuro odio.

 

Después de todo, el indómito doctor no habría quedado afectado por tan poco. Sin duda él tiene, sobre el deber maternal, el rigor de principios que reclama a los demás sobre el deber conyugal.

….

 

No queda más que el deber filial sobre el que se debe tener una conciencia elástica.  Sin embargo, él jamás admitirá que se debe querer tanto a la madre culpable como a la madre irreprochable, ésta por su serenidad, aquella por su eterna herida.

 

***

 

No, Pierre Roland, no estás condenado a esta vida de vagabundeo, contra la que has protestado únicamente porque tu madre se ha entregado antaño a las caricias de un amante. Es por tu carácter envidioso, tiránico, implacable…

No regreses de New York. Al contrario, allí, húndete en el continente; con el rifle al hombro, el revólver en la cintura, llega a los territorios de caza donde podrás intercambiar tus puntos de vista con esos Pieles Rojas que inmolan a sus padres por incapacidad para trabajar. Tu manera de ejercer las magistraturas voluntarias seducirá al juez Lynch.

Si la nostalgia del Havre se apodera de tu espíritu, inflígete al menos algunos plazos de paciencia. Por fortuna, la dicha del prójimo no es más duradera que la de uno mismo. Tal vez que, dentro de algunos años, tu hermano Jean estará arruinado, viudo o… (lo que tu has tenido la inspiración de predecirle contemplando a su novia).

Entonces tu corazón quedará aliviado, alegre, como decías cuando tu madre perdía el sentimiento bajo tus insultos. A ella la encontrarás muy cambiada, con los cabellos completamente blancos, y, bajo los ojos, sombríos surcos que serán obra tuya. Pero no temas nada: te saltará al cuello, siempre te querrá. Exclamará, dando palmas con sus pobres manos arrugadas: «Dios mío, ¡qué contenta estoy!...» Las madres son así.

Sin embargo, para ti será un sinsabor contra el que yo puedo, desde hoy, advertirte: volverás a encontrar sin duda en el punto álgido de su arte y de una reputación aún creciente, si es posible, al Sr. Guy de Maupassat que acaba de defender tan magistralmente, tan favorablemente, tu causa. Tengo curiosidad por saber como te decidirás a someterte al ascendiente de este gran destino. Puesto que tienes la manía de juzgar, deberías exponerme tu juicio sobre el talento den nuestro amigo. Eso me divertiría; así como a Maupassant, que es hombre de espíritu.

 

Paul Hervieu.

 

Le Figaro. Suplemente literario del domingo. 28 de enero de 1888.

Traducción de José Manuel Ramos González. febrero 2017.