Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 29 de febrero de 1908

 

Mañana, domingo, será erigido un monumento a la memoria de Guy de Maupassant, en Offranville, en el parque del castillo de Miromesnil, casa natal del ilustre escritor.

Con tal ocasión, publicamos aquí algunos artículos dedicados al autor de Boule de Suif y de Bel Ami.

 

El espíritu de independencia de Guy de Maupassant

 

Hace un buen número de años, en Ginebra, a principios de este siglo, cuando me enteré, en casa de un viejo amigo, bibliófilo y artista que me había abierto su colección de curiosidades, de la existencia de una carta muy enérgica de Maupassant, en la que se revelaba particularmente el espíritu apasionado de independencia del genial escritor, cuya gloria está sumida actualmente bajo un eclipse absolutamente injustificado, pero con toda seguridad poco duradero, pues, en el extranjero, la celebridad de gran narrador permanece incólume.

Esta carta, manuscrita en cuatro páginas, se encontraba con un ejemplar de una de las obras del admirable narrador, ricamente encuadernada bajo un a cubierta de mosaicos policromos de un gusto oriental incomparable. La bonita escritura, clara, lineal, inclinada a la inglesa, del autor de Une Vie, se comprime allí para no sobrepasar los cuatro rectángulos del papel vergé de Angoulême, al que debía haber prometido limitarse. Datada en octubre de 1876, y escrita, como la mayoría de su correspondencia de entonces, en papel comercial con el membrete del Ministerio de la Marina y de las Colonias, del que el futuro autor de la Vie Errante era funcionario, esta epístola estaba dirigida a uno de nuestros colegas que, con igual fortuna, fue poeta, novelista, autor dramático, crítico y periodista de talento. Me refiero a Catulle Mendès.

Guy de Maupassant, instado por su mayor en las letras a que se convierta en francmasón, da a su negativa de enrolarse en la gran Logia, unas razones que revelan (apenas tenía 25 años) un profundo desdén por las camarillas, una voluntad de independencia que la vida no hizo más que consolidar en su altiva alma, siempre dispuesto a evadirse de los grupos para encontrar esa soledad sagrada que a menudo protege de la mediocridad y es la inspiradora de las más nobles ideas.

Este escrito juvenil de Maupassant, encontrado ya amarillento entre las hojas de uno de sus libros, merece ser publicado en parte, no porque el estilo esté desvirtuado por la contundencia de la idea, sino porque en él se manifiesta un claro y decisivo espíritu de hombre realmente enamorado de la independencias, afirmándose con una fogosidad instintiva realmente poco común y superior.

 

He aquí, escribe Maupassant, las razones que me hacen renunciar a convertirme en francmasón:

 

1º Desde el momento en que se entra en una sociedad cualquiera, sobre todo en una de las que tienen pretensiones, aunque sean más inofensivas que otras, a ser sociedades secretas, se está obligado a ciertas reglas, se prometen ciertas cosas, uno se coloca un yugo en el cuello, y, por muy ligero que éste sea, resulta desagradable. Prefiero pagar a mi zapatero que ser su igual; 2º Si la cosa se difunde - y eso ocurrirá por desgracia - ello no me convendría a la hora de entrar en una reunión de personas honestas para ocultarme como si se tratase de algo vergonzoso, - me encontraría, de inmediato, en mayor o menor media, señalado con el dedo por la mayor parte de mi familia, lo que no me importaría demasiado si ello no fuese perjudicial para mis intereses. Por egoísmo, malicia o eclecticismo, no quiero estar ligado nunca a ningún partido política, sea cual sea, a ninguna religión, a ninguna secta, a ninguna escuela; jamás entrar en ninguna asociación profesando ciertas doctrinas, no inclinarme ante ningún dogma, ante ningún principio y ningún príncipe, y todo esto únicamente para conservar el derecho a hablar mal. Quiero que me sea permitido atacar a todos los buenos dioses y grupos cerrados, sin que pueda reprochárseme el haber adulado a los unos o estar relacionado con los otros, y tener igualmente el derecho de batirme por todos mis amigos, sea cual sea la bandera que los cubra.

      Usted me dirá que esto es ir muy lejos, pero tengo miedo de la más mínima cadena, venga de una idea o de una mujer.

Los hijos se convierten en dulces ataduras y, un día, creyéndose uno todavía libre, quiere decir o hacer ciertas cosas o pasar la noche fuera, y se da cuenta de que no puede hacerlo más. Temo parecerle un predicador enumerando estas causas y motivos.

Todo esto parece ser más serio de lo que en realidad es, téngalo por seguro. Y después... he dejado la mejor razón para el final, y es esta:

      No soy todavía lo bastante serio ni estoy lo suficientemente seguro de mi mismo para comprometerme a hacer, sin reírme, una señal masónica a un acólito (por ejemplo a mi camarero) - él lo es, me lo ha dicho - (o incluso a mi Maestre) y mi hilaridad podría acarrearme algunas venganzas, tal vez hacerme señalar por el vendedor de anguilas que pasa por la calle Clauzel donde yo vivo.

      Sobre todo no os molestéis conmigo. Os he dicho que sí demasiado rápido la otra noche, como algo consumado que usted me ofrecía. Pero no obstante, si le he ofendido en algo, estaría dispuesto a hacerme masón, mormón, mahometano, matemático, materialista en literatura, o incluso admirador de Rome vaincue.

 

A la lectura de esta carta, en la que el espíritu del querido Maupassant que yo frecuentaba, conocido y apreciado en sus debuts, pone de manifiesto su faceta de hombre libre, me llegó una reminiscencia del viejo Montaigne, que, desde luego, hubiese desdeñado igualmente ser francmasón. Hela aquí: « Aquel que va a dedicarse a la prensa, debe amoldarse, que apriete los codos, que retroceda o que avance, incluso que abandone el recto camino según lo que allí encuentre, que viva no tanto según su yo y su prójimo, no según lo que se proponga, sino según lo que se le proponga, según la época, según los hombres, según los casos.»

Montaigne es más sintético, pero su pensamiento es el mismo.

 

***

No dejaremos de citar entre los masones célebres a filósofos e incluso misántropos: Condorcet, Voltaire, de Humboldt, Chamfort, Helvétius, manipuladores de hombres e ideas tales como Federico el Grande, Napoleón, Siéyès, Hoche, Lavater; poetas incluso como Henri Heine. Sin embargo, en la extraordinaria variedad de elementos entre los que se recluta la francmasonería desde hace más de dos siglos que ha echado raíces en Francia, sería fácil demostrar por que mediocres razones ambiciosas, aquellos que uno se sorprende de encontrar ahí, fueron conducidos, y también enumerar las personalidades puramente intelectuales que se apartaron de ella con el sentimiento de que, asimilándose a una sociedad más o menos secreta, abandonarían en el grupo la mayor parte de su individualidad, sin que esta abnegación de sí mismo fuese provechosa realmente para los principios humanitarios de la que ella colma su programa.

«Lo que desagrada a los grandes espíritus de las sociedades, escribía Schopenhauer, es la igualdad de los derechos y las pretensiones que de ellos derivan, a la vista de la desigualdad de las facultades y producciones sociales de los demás.

» Pocas sociedades, prosigue el filósofo de Fráncfort, pueden apreciar los méritos intelectuales que aparecen allí como de contrabando. Además, cada una de ellas impone el deber de testimoniar una paciencia sin límites para toda tontería, locura, absurdo o estupidez, y los méritos personales, lejos de imponerse, están destinados a mendigar su perdón o a disimularse, pues toda superioridad moral, sin ningún concurso de la voluntad, ofende por su mera existencia.»

En el ámbito de las letras y artes contemporáneos, donde los débiles tiranizan a los fuertes, o los desfallecientes se cuelgan de los robustos sin preocuparse de agotarlos, Guy de Maupassant, siempre permanecerá siendo el más desprendido de las ambiciones pusilánimes, el más intensamente preocupado de asegurar la independencia de sus actos, de sus movimientos, de la atmósfera que respira.

Quiso caminar solo, siempre declaró que repudiaba la cinta roja, considera por él como un juguete de colegial; fue hostil al matrimonio, desdeñoso con las Academias, originalmente insociable, impermeable a esos honores que, como decía irónicamente su maestro Flaubert, no convienen más que a los modestos, bastante humildes de espíritu para creerse honrados con cualquier distinción proveniente de un gobierno democrático o de un grupo aristocrático. Así pues, fue por su vida misma, un ejemplo de hombre de letras digno de toda admiración y respeto. También el mundo que trata de soportar las dichas que no comparte, e invadir los retiros donde se aíslan aquellas que los que la conciencia humana representa una unidad completa, el mundo que no puede comprender que uno no se integre en su torbellino vacío, habría sido muy hostil al gran novelista, si no le hubiese parecido que la exterioridad de este estaba familiarizado con el esnobismo de su época, y si el cruel destino no le hubiese reservado un lento y atroz suplicio susceptible de imponerse a todos los inconscientes rencores de las colectividades que parecen ser pasadas por alto.

 

OCTAVE UZANNE.

Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 29 de febrero de 1908
Traducción: José M. Ramos González. Enero 2017.