Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 29 de febrero de 1908

 

 

Guy de Maupassant “argelino”

 

Mañana, 6 de septiembre, será inaugurada en Tourville-sur-Arques (Sena-Inferior) y en el parque del castillo de Miromesnil, donde nació, una estatua en memoria de Guy de Maupassant.

Al evocar tan solo el nombre del autor de Au Soleil y de La Vie Errante, ya no es un argelino letrado quien se enorgullece con la idea de que Guy de Maupassant fue uno de los más gloriosos admiradores de nuestro Norte de África. El recuerdo de este escritor, llegando a Argelia, está todavía grabado en todas las memorias:

«Magia inesperada y que alegra el espíritu, ¡Argel ha superado mis expectativas! ¡Qué bonita es la ciudad blanca bajo la deslumbrante luz!»

Guy de Maupassant fue, por primera vez, a Argel, en 1881. Jules Lemâitre era entonces profesor en la Escuela superior de letras – hoy Facultad – de esta ciudad. Este último había ido, el año anterior, estando en Francia, a ver a Gustave Flaubert en Croisset: « Parece ser que me encontré con Maupassant un día, en el momento en que él regresaba a Paris. Maupassant así lo afirma. Yo no lo recuerdo, al tener la memoria más caprichosa del mundo.»

Eso no impide que el primer acto de Guy de Maupassant, apenas desembarcado en Argel, sea hacer una visita a Jules Lemâitre. Está acompañado de Harry Alis, el autor de Petite Ville y de Quelques Fous. Es al día siguiente de la publicación de las Soirées de Médan que Jules Lemâitre todavía no ha leído. Lemâitre «pregunta cortésmente a Maupassant sobre sus trabajos». El joven visitante responde que ha escrito un largo relato cuya primera parte se desarrolla en un lugar de mala reputación y la segunda en una iglesia; se trata de La Maison Tellier.

 

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Jules Lemâitre confesará, más tarde, que no se había interesado demasiado por lo que le había expuesto Guy de Maupassant. Es porque, según sus propias palabras, la dulzura del cielo argelino y la deliciosa pereza del clima, lo sumen en una cierta falta de curiosidad hacia las cosas impresas – todavía no ha leído nada del autor de Boule de Suif. Pero ambos aman Argel. No son dos escritores que se aprecian mutuamente, son dos viajeros prendados de una misma ciudad africana. Ambos se pasean por allí; Jules Lemâitre, conociendo más el país, puesto que es profesor en la Escuela superior de letras, lleva a su compañero a visitar la Casba y las mezquitas. Jules Lemâitre no se dedica, en esta época, más que a la poesía. Guy de Maupassant ha renunciado a ella para consagrarse a la prosa. Las impresiones norteafricanas de esos dos franceses se les van adhiriendo en las callejuelas de la vieja ciudad. No hay más que leer los poemas de uno, reunidos bajo el título: Petites Orientales, y los capítulos del otro, en Au Soleil.

Es en octubre de 1887 cuando Guy de Maupassant regresa a Argel, en una travesía muy buena y un tiempo soberbio, para emplear las propias palabras de François, su leal criado, que lo acompaña en su viaje. Se aloja en un conocido hotel del bulevar de la República – el mismo donde, años después, morirá Camille Saint-Saêns. Guy de Maupassant desea hacer una larga estancia en Argel, pero no le gusta trabajar en un hotel. Quiere pues alquilar un pequeño apartamento o una villa, y se decide a habitar – elección poco afortunada de François – en la calle Ledru-Rollin, dos habitaciones, que no son «alegres», y que solamente tienen la ventaja de estar situadas hacia el midi.

Maupassant frecuenta principalmente el Círculo militar, donde se encuentra con oficiales cuya «compañía me resulta muy agradable; todos son encantadores, bien educados, instruidos, incluso algunos están muy duchos en literatura». Frecuenta igualmente la Escuela superior de letras donde Jules Lemâitre, seis años antes, debió favorecerle ciertas relaciones. Es, sobre todo, amigo del director de esta escuela, Emile Masqueray, que fue un ilustre sabio y un perfecto escritor. Emile Masqueray colabora brillantemente en el Figaro, donde publica sus impresiones de viajes sobre el Sahara, Laghouat, Ghardaia, In-Salah, nombres que después serán muy familiares.

 

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Maupassant sabe muy bien que está en tierra francesa, pero al considerar a los árabes que circulan por las calles, y sobre todo al escuchar su lenguaje, no puede impedir experimentar la impresión de estar en un país extranjero. Con Emile Masqueray, va hasta el cabo Matifou, frente a Argel. Han partido a las cinco y media de la mañana, lo que les permite asistir al más bello amanecer «que se pueda imaginar»

Guy de Maupassant también es familiar del gobernador general de Argelia, Sr. Louis Tirman, que lo invita muy a menudo a cenar en el Palacio de Verano. Se interesa por las cuestiones coloniales, y el gobernador general le expone sus puntos de vista sobre el futuro de Argelia, sobre las presas a construir, los ferrocarriles, sobre la autonomía de los presupuestos.

Pero, se concibe fácilmente, que a todas esas cosas Guy de Maupassant prefiera los bellos paisajes y la originalidad musulmana. Ahora bien, ocurre que las dos habitaciones de la calle Ledru-Rollin, que, ya, no son «alegres», acaban por disgustarle por entero y se han vuelto «odiosas a causa de los mosquitos». Es lo que decide a Maupassant a abandonar más pronto de lo que pensaba la capital norte africana para ir a hacer una cura a las aguas cálidas de Hammam-Rhira, uno de los lugares más maravillosos de Argelia. Entonces tiene, por compañero de viaje, al Sr. Lefèvre, «un hombre encantador», al que conocerá poco después.

 

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En Hammam-Rhira, los baños no le sientan nada bien a Guy de Maupassant; pasa unas noches muy agitadas, lo que desespera al propietario del hotel, Sr. Dufour. El Sr. Dufour, feliz y orgullosos de tal huésped, testimonia las mayores prevenciones respecto a Guy de Maupassant, y François, el fiel criado, se ve obligado a reconocer que el propietario del hotel pone a disposición de su amo todo lo que cree poder distraerle. Guy de Maupassant tiene por guía a un joven indígena de diecinueve años, Bou Yahia. Va con este ultimo y con Francois, a cazar por los alrededores, pero lo que le exalta, es cuando, al llegar a un alto, ve unos pueblos kabilios plantados sobre las cimas de una serie de pequeñas montañas. Guy de Maupassant asegura: «¡Qué bueno debe ser vivir ahí, aislado, casi solo, cuando uno se ha acostumbrado». A lo que Bou Yahia responde: «Sí, señor, aparte del gran calor, esos pequeños montes son muy sanos, el aire es allí muy puro.»

 

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Luego el autor de La Maison Tellier deja Argelia para dirigirse a Túnez. Pero Argelia le ha dejado en el corazón una profunda nostalgia. Acordémonos de las primeras líneas de La Vie errante; «He dejado Paris, e incluso Francia, porque la Torre Eiffel acababa por irritarme demasiado. No solamente se la ve por todas partes, sino que se encuentra por todas partes, hecha de todas las maneras conocidas, expuesta en todas las vitrinas, pesadilla inevitable y torturadora.»

Es el año de la Exposición universal de 1889. Guy de Maupassant aprovecha para ir lejos, al Mediterráneo, y es así como, por tercera vez, regresa a nuestro Norte de África. De este viaje, resultan sobre Argel las páginas más serias de Guy de Maupassant. Es la religión musulmana lo que retiene su atención. Al principio, los indígenas parecen « pertenecer a religiones de un mismo austero orden». Su caminar es el de los sacerdotes; sus gestos son los de los apóstoles; su actitud, es la de los místicos llenos de desprecio hacia el mundo. La gran inspiradora del alma musulmana es la religión; la naturaleza espontánea o primitiva del árabe ha sido, por así decirlo, asegura Guy de Maupassant, recreada por su creencia, por el Corán, por las enseñanzas de Mahoma. «Jamás ninguna otra religión se ha encarnado así en los seres»-

 

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Guy de Maupassant se detiene en la Gran Mezquita, se descalza, según el rito, para avanzar sobre las alfombras y también en la Mezquita de Sidi Abderrhaman, la más pintoresca de Argel, «una joya de mezquita», certifica el ilustre visitante. Todo reviuste en cada instante para él un encanto nuveo. «De la última terraza a la entrada del marabout, la vista es deliciosa. Nuestra Dama de África, de lejos, domina Saint-Eugène y toda la mar que alcanza hasta el horizonte, donde se funde con el cielo.»

Como comprendemos el entusiasmo de Guy de Maupassant, cuando en una pose familiar, apoyado con su mano izquierda sobre el brazo de Emile Masqueray, y, con su mano derecha haciendo gestos para subrayar todo lo que piensa, mostrando la naturaleza norteafricana, declara:

«Mi querido amigo, esto es más que mágico, es una apoteosis, pero una apoteosis sin nombre; no existe palabras que puedan traducir algo tan bello, esto sobrepasa todo, es más que esplendido, es extraordinario, talmente bello que uno no puedo sustraerse a la impresión que nos transporte, que nos invade,… ¡Este mar, este cielo! jamás he visto nada tan cautivador y que me conmueva tan profundamente»

¡Feliz Argelia que suscita tal entusiasmo en el corazón de un escritor tan puro y delicado como Guy de Maupassant!

 

Jean Mélia

 

Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 29 de febrero de 1908

Traducción José M. Ramos González. Enero 2017