Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 29 de febrero de 1908.

 

MAUPASSANT EN SARTROUVILLE

 

Dado que cada uno aporta su pequeño recuerdo, he aquí el mío.

Guy de Maupassant, al que conocí en casa de Flaubert, en el pequeño apartamento oriental de la calle Murillo, se me apareció una buena mañana a orillas del Sena, en un rincón en el que yo acababa de plantar mi tienda. Esa era la imagen de la que nos servimos para decir que construimos la ermita donde esperamos vivir nuestra vida. Esto acontecía en Sartrouville, frente a Maisons-Laffitte.

Maupassant llevaba un metro en la mano. Este instrumento podía parecer simbólico en la mano de un poeta; sin embargo, me intrigó.

–¿Me preguntas qué significa esto? Te lo diré allá arriba. Ven conmigo.

Era el verano de 1880. Nuestro común origen normando nos incitaba a considerar que hacía un gran calor ese día.

–Ven a echar un vistazo allá arriba.

Ese allá arriba no podía ser lejos. No había allí más que una casa blanca, precedida de un jardincillo. Bordeaba el camino de la orilla, desde el que se podía ver un barco desplegando sus velas y escuchar los gritos de las lavanderas.

–He alquilado el segundo piso en esta casa con mi amigo Fontaine, – me dijo Maupassant. – Por trescientos francos se estará superior: de entrada, porque es el último piso; luego, porque la soledad aquí es completa, como sabes mejor que yo, puesto que tú eres colono de enfrente. Pero tu colonia no tiene vistas (lo que no es totalmente cierto), mientras que nuestro segundo piso…! Ven a verlo. Espero de inmediato los muebles, unas telas y unas cortinas. Me ayudarás a tomar medidas.

En efecto, allá arriba tomamos longitudes y anchuras, después de que hubiese admirado un paisaje delicioso: Saint-Germain, el parque de Maisons, Herblay, las costas de la Frette, todo eso aderezado por el curso sinuoso del Sena.

 

Maupassant vivió allí dos veranos, o tres, en casa de la tía Levanneur, y lo volví a ver más de una vez, tanto remando con la trainera como trabajando pacientemente como un buey, – decía él – abriendo sus grandes ojos, que no revelaban las migrañas atroces de las que ya padecía con frecuencia el pobre muchacho.

Siempre llevaba consigo un pequeño frasco de éter, que no debió abandonarle después.  Para un hombre que vivía sobre el agua, con el torso medio desnudo, resultaba incomprensible lo friolero que era.

Iba a menudo a Saint-Germain, tirando fuerte de los remos. Su mayor placer era pasear a sus amigos y a las damas, damas muy bonitas, cuyos gritos asustados animaban el río.

La propietaria hacía sus labores, y él tomaba sus comidas con un tratante del pueblo llamado Lelièvre, que, seguramente, jamás tuvo dos clientes como aquellos.

En ciertos días, en efecto, Maupassant recibía a sus amigos en la mesa redonda del restaurante pueblerino, y ninguno de los convidados que se encontraban allí se disponía a la melancolía. Se confeccionaban bibelots burdamente esculpidos en todo tipo de material, desde madera hasta una zanahoria. Se ironizaba sobre los defectos de este o las tendencias de aquella. Se organizaban concursos de invectivas al estilo homérico. Maupassant daba a los concurrentes, con una bella exuberancia, el arranque y el tono.

En el jardín de la tía Levanneur, había hecho colgar en el muro una placa de hierro sobre la que se ejercitaba, con sus invitados, al tiro de pistola.

Un día, me llevó sobre la costa cubierta de viñas que separa Sartrouville de la Frette. ¿A quién no propuso esta excursión, de apenas un kilómetro?

–Fíjate, – me decía midiendo el suelo a grandes pasos – hay dos mil metros de viñas sobre las que edificaré mi casa, yo también. Pues quiero mi casa también, como se dice entre nosotros. Y ella se levantará, la, la, la, la…

Todavía l o veo golpeando el suelo con el pie con insistencia.

 

Más tarde, lo volví a encontrar en África, bajo el casco colonial, en un tugurio muy ruidoso, donde nos encontramos por azar a la misma hora. Le pregunté si había comprado el terreno tan codiciado. Por lo que recuerdo, se había enfadado antes de firmar el acta con su vendedor por una cuestión de árboles que este quería conservar, si bien su ermita sobre la costa no fue jamás edificada más que en sueños.

Allí había – todavía está – no lejos de su casita, una verja enorme que el Sr. D…, grueso funcionario de una compañía de seguros, había comprado en las demoliciones de las Tullerías para colocarla bastante audazmente en plena pradera, a trescientos metros de toda vivienda.

Maupasant, que no conocía el origen de la verja, se excitaba cada vez que pasábamos delante de ella.

–¡Una verja! Ese caballero ha hecho la adquisición de una verja… La casa llegará más tarde. He aquí a un Patissot, el auténtico burgués, etc.

Y enfilaba el capítulo de las bromas que tanto gustaban a Flaubert sobre los filisteos. Dulce manía que se explica por otra frase cuando se piensa en el fin lúgubre y tan precoz del gran escritor!

Fue en esta retirada de Sartrouville cuando Maupassant escribió Mlle. Fifi y la Maison Tellier, sin hablar de otras obras. Pero en esas dos, no creo equivocarme. Añadiría que la Maison Tellier comporta un pequeño prefacio que no es demasiado conocido.

En 1880, si no en 1881, me veo aún haciendo la travesía por la pequeña Provence, en Rouen, entre Maupassant y nuestro amigo común Robert Pinchon, bibliotecario de la ciudad.

¿Cuál de los dos, Pinchon o Maupassant, contó la historia que todo el mundo conoce hoy? No sabría decirlo transcurridos ya veintisiete años. Lo que hay de positivo – y Pinchon está todavía ahí para certificarlo – es que nos vimos invadidos los tres de un bello ardor literario al enunciado de tal tema.

–¡Qué relato se podría hacer con eso! – ¡Hagámoslo! – ¡Sí, un concurso!

–A ver quién lo acaba primero – dijo Maupassant, detenido ante la estatua de Boildieu, con un gesto alegro de desafío.

No fue ni Pinchon, ni yo. Solo Maupassant, algunos meses más tarde, se había puesto a la tarea y había transformado la anécdota en una obra de arte exquisita.

 

He ido a ver este otoño, caminando sobre las hojas caídas, la casita del borde del agua. Allí sigue. Y la tía Levanneur también está todavía allí. La excelente mujer tiene ochenta y cuatro años cumplidos.

Hemos conversado una media hora del pasado. Ella ha evocado sus recuerdos con una alegría evidente y una especie de orgullo en su voz.

–¡Ese pobre Maupassant! Todavía lo veo llegando de Bezons, donde vivía. Un día vino el guarda campestre a preguntarme mis precios de su parte… Cuando le echó un vistazo me dijo: es mucho mejor que allá abajo, mi querida señora… ¡Oh! era un buen muchacho. Pero qué migrañas, señor, ¿recuerda usted esas migrañas?... Mis tres hijos están muertos. El último quería que nuestra casa se llamase la villa Maupassant… Venga al jardín a volver a ver la diana de la pistola. Todavía está allí…

En efecto, la placa de hierro oxidada todavía estaba allí, colgada del muro, golpeada por cien balas. Y como yo la observaba, me vino a la mente la idea de otra placa; no por primera vez, pues cien veces pensé en ella.

–Si el consejo municipal de Sartrouville,– pregunté a la tía Levanneur, le propusiese fijar un placa de mármol en su casa, para decir a los paseantes que Guy de Maupassant vivió algunos veranos aquí, ¿se opondría usted?

–¿Yo, mi querido señor? Sería un gran placer y constituiría todo un honor para nosotros. Muy justo para un hombre tan celebre. Pero he aquí,… que nuestros concejales son todos aldeanos como yo. Eso no les dirá gran cosa, pensando en el gasto…

 

Pierre Giffard.

 

Suplemento literario del Figaro  29 de febrero de 1908.

Traducción José M. Ramos González. Enero 2017