Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 29 de mayo de 1926

 

 

LA VIDA ANECDÓTICA Y PINTORESCA DE LOS GRANDES ESCRITORES

GUY DE MAUPASSANT

 

El Sr. Georges Normandy publica, en la editorial Vald. Rasmussen, una biografía completa de su ilustre conciudadano Guy de Maupassant. Nuevas observaciones. Documentos inéditos.

Este libro sobrecogedor, ilustrado con 20 estampas, ultima la documentación de los letrados. Claramente escrito, se lee a la vez como una obra de historia o de crítica y como una novela tan vívida como dramática.

 

Por haberse abandonado a la naturaleza sin control ni reserva, por no haber creído más que en una verdad: la Vida, y por haber querido conocerla y vivirla en su plenitud, por haber despreciado todas las convenciones y todos los principios, a los individuos, a los políticos – a los que llamó criados ante Georges Lecomte – y a la sociedad en su conjunto, por haber negado la ciencia, por haber visto demasiado claro, ¡por desgracia!, por haberse negado a poblar el cielo con una divinidad a la que hubiese tenido derecho a maldecir, como Vigny (y que, ya demente, olvidando sus negaciones, maldijo igualmente), por haber amado demasiado las mañanas claras, los bosques sombríos, el cielo estrellado, la mar surcada de plata, la buena y ruda tierra, en el lugar, como Vigny aún, de adquirir una indiferencia total ante la belleza universal,  Maupassant, cuando hubo dispensando magníficamente su juventud, se encontró solo, perdido, desesperado, ante el Vacío inmenso y caótico.

El vértigo iba fatalmente a tomarle.

Las sensaciones que se detallan demasiado llegan, sin perder su agudeza, a superponerse, a adicionarse, a confundirse. Tomad Sur l’Eau, Au Soleil, la Vie errante, esos libros escritos en soledad, lejos de las ciudades donde las sensaciones reiteradas lo extenuaban cuando acaba de pedir en otros cielos otros estremecimientos, nuevos pero menos agotadores, y vereis que,  excepto algunas bellas horas, Maupassant no consigue aislándose más que ponerse enfrente a sí mismo, aplicarse más que nunca a sí mismo sus cualidades de psicólogo despiadado, examinar, describir y caracterizar el mal que padecía, nada más que hundirse en la obsesión de su análisis interior – obsesión que debía cesar con sus propia lucidez.

En 1852, Flaubert, después de haber leído Louis Lambert de Balzac, escribía pensando en Alfred Lepoittevin: «Esta es la historia de un hombre que se vuelve loco a base de pensar en cosas intangibles… Ese Lambert, más o menos, es mi pobre Alfred.» A la cuestión médica hubiese podido, cuarenta y un años más tarde, si hubiese vivido, aplicar el sobrino cubierto de gloria lo que había dicho del tío, muerto ignorado. Partido de un mismo punto, los dos desembocaron, mediante las mismas etapas, en la misma región siniestra y desolada.

Maupassant luchó al principio, denodadamente, luego se cansó y se entregó a los médicos para arriesgar, sin grandes esperanzas quizá, su última suerte. Fue a Divonne Champel, el 1 de enero de 1882, a Cannes, Passy  y luego el final.

Procedamos por orden.

Con Sur l’Eau, escrito a lo largo de Agay, de Anthéore, de Saint-Raphael, de la Napoule, de ese paraíso de olas azules y rocas rojas, Maupassant dijo adiós a todo lo que amaba. Ese libro es a la vez su confesión general y su testamento.

Desde hacía mucho tiempo, heroicamente, seguía, a espaldas de todos, o casi, los progresos de su mal. Se sentía disminuir. Preveía su entrada en la inconsciencia,  Y este hombre que se hundía, encontraba la energía para reír (con esa risa que, desde 1886, se volvía fácilmente espasmódica) y todavía para trabajar!

En 1890, decía a Hugues Le Roux:

–Temo tan poco la muerte, que sería capaz de matarme por diversión. Pienso en el suicidio con reconocimiento. Es una puerta abierta a la huida, el día donde verdaderamente uno esté harto.

Un año más tarde, cuando todavía estaba en plena posesión de su razón, preguntaba al doctor Frémy que le trataba:

–¿No cree usted que me encamino hacia la locura?... Si fuese así, debería advertírmelo. Entre la locura y la muerte, no hay duda: mi elección está hecha por adelantado.

En noviembre del mismo año, acompañando a Herny Roujon, en dirección a Beaulieu, le decía tristemente:

–No me queda mucho tiempo. Me gustaría no sufrir…

José María de Heredia nos informó que, pocas semanas antes, había pronunciado estas palabras:

–Adiós – hasta luego–  no, adiós. Mi resolución está tomada. No me arrastraré por más tiempo. No quiero sobrevivirme.

El 5 de diciembre, tomaba sus decisiones supremas y escribía a su abogado: «Estoy tan enfermo que tengo miedo de estar a las puertas de la muerte dentro de algunos días.» El 27 de diciembre, añadía: «Voy de mal en peor, no pudiendo ya comer, la cabeza me enloquece… Estoy moribundo. Creo que estaré muerto dentro de dos días» – y le envía el testamento, luego un codicilo – luego cambia de opinión y quiere que sus últimas voluntades permanezcan en manos del notario de Cannes que tiene en depósito todos los papeles de la familia relativos a la sucesión. Pide a su abogado que se ponga de acuerdo con ese notario. Su carta se termina así: «Esto es un adiós que le envío».- GUY DE MAUPASSANT.”

Se puede adivinar el espantoso drama que pasaba entonces por el alma de ese hombre de talento, que había llegado casi a odiar su dones, a maldecir la facultad rara y temible, y, según expresión de Gabriel Clouzet (¡muerto tan joven!) «en soñar con un retorno a la animalidad donde se goza sin sufrir». Había clamado eso en ese formidable pasaje de Sur l’eau: (“… Mi espíritu inquieto, atormentado, hipertrofiado por el trabajo, se arroja a las esperanzas que no son en absoluto de nuestra raza, y luego cae en el desprecio de todo, después de haber constatado la nada, mi cuerpo de animal se emborracha con todas las embriagueces de la vida. Amo el cielo como un pájaro, los bosques como un lobo merodeador, las rocas como un camello, la hierba profunda para rodar en ella, para correr como un caballo, y el agua límpida para nadar como un pez. Siento bullir en mí como algo de todas las especies de animales, de todos los instintos, de todos los confusos deseos de las criaturas inferiores. Amo la tierra como ellas y no como ustedes, los hombres, la amo sin admirarla, sin poetizarla, sin exaltarme. Amo con un amor bestial y profundo, miserable y sagrado, todo lo que vive, todo lo que empuja, todo lo que se ve, pues todo eso, dejando calmo mi espíritu, turba mis ojos y mi corazón, todo: los días, las noches, las flores, los mares, las tempestades, los bosques, las auroras, la mirada y la carne de las mujeres.»

Uno piensa en las últimas jornadas del tío de Guy, en la agonía de Alfred le Poittevin contada por Flaubert,  Alfred le Poittevin que había escrito en Une promenade de Bélial: «El se irá, alegre pájaro, a saludar en los pinos, al sol que sale» y que, desfalleciendo sobre su cama de moribundo, balbuceaba, viendo el sol entrar en la habitación por la ventana abierta:

–¡Cerradla… Es demasiado hermoso… Es demasiado hermoso!

 

Georges Normandy

Suplemento literario del domingo. Le Figaro  29 de mayo de 1926.
Traducción de José M. Ramos González. Enero 2017.