Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 30 de diciembre de 1882.

 

 

TIRADORES A PISTOLA

 

El año pasado, el barón de Vaux publicó un libro que tuvo un gran éxito, donde se describían los espadachines más conocidos de nuestra época; hoy, la librería Marpon y Flammarion pone a la venta un volumen del mismo autor, editado con el más grande lujo. Se titula: les Tireurs au pistolet.

Lo que da realce y atractivo en gran parte a esta obra es un prefacio sobre la pistola, escrito con mucho humor por Guy de Maupassant; una introducción del príncipe Georges Bibesco, sobre el arte de disparar bien con pistola, y una serie de muy buenos dibujos firmados por los artistas más reconocidos de París.

Lamentamos no poder ofrecer en su totalidad el prefacio de Maupassant. Tomamos prestado el siguiente pasaje, en el cual sostiene paradójicamente la superioridad de la pistola sobre la espada.

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La pistola es, y siempre será, un deporte de élite, muy del gusto de algunos. No adelgaza, no se aplaude a los que lo practican, como se aclama a los que practican la esgrima en las salas de armas; y además, en caso de duelo, presenta un peligro que hace recular a hombres de valor incuestionable, dispuestos sin embargo a batirse a espada por un quítate de allí esas pajas.

Y puesto que hoy no se habla de otra cosa que del duelo, como en los mejores tiempo de la caballería y en los tiempos en que los señores nobles no sabían escribir su nombre; puesto que el duelo es una necesidad estúpida de la estulticia humana, proclamamos que en nuestra época solo hay un tipo de duelo lógico: el duelo a pistola.

Parecería que hoy en día, el duelo no debería ser más que un recuerdo, como los derechos feudales y las costumbres brutales de nuestros antepasados. Pero, de todas las viejas costumbres sin razón, el la única que ha persistido hasta nosotros.

Batirse con un hombre porque no se está de acuerdo con su opinión, o porque nos ha insultado, ya de por sí es un acto bastante estúpido.

Pero ir al prado, como se dice, sin cólera y sin deseo de venganza, únicamente para satisfacer un antiguo prejuicio, con el único objetivo de hacer un pequeño agujero en la piel del adversario y con un auténtico temor a matarle, con la intención formal, compartida por los testigos, de que el combate será limpio, inofensivo, correcto, eso sobrepasa los límites de la ingenuidad autorizada.

Cuando un hombre lo ha insultado violentamente, ha ultrajado a aquellos que usted ama, o simplemente cuando existe, entre él y usted, un odio profundo, invencible; cuando sus dos existencias chocan en cada momento, se ofenden y se encuentran sin cesar; cuando la ley es impotente, la justicia desarmada, el Derecho inaplicable, entonces el duelo parece al menos ser comprensible.

–Pero como en cualquier caso, es una patada a la justicia y a la lógica y una llamada al destino ciego, debería guardar ante todo su carácter de juicio divino, es decir del juicio del azar, del que tenemos la libertad de suponer providencial:

–La menor desigualdad de oportunidades hace pues de esta justicia de aventura la más monstruosa de las injusticias, y solo la imposibilidad de saber quien será el vencedor, hace aceptable este acto de barbarie.

Antaño, cuando todos practicaban la espada y la llevaba colgada, como se lleva hoy un bastón en la mano, el hábito cotidiano de las armas hacía más o menos iguales, ante el duelo, a todos los hombres en situación de batirse, a todos los hombres del mundo. Hoy, los llamados hombres de deporte, son prácticamente los únicos que frecuentan las salas de armas. Los trabajadores no tienen demasiado tiempo ni ganas de abandonar cada mañana su mesa de trabajo, su despacho, o su laboratorio para ir a sudar unas camisas de franela. Existe pues una desigualdad indiscutible entre los unos y los otros, y una inferioridad absoluta de aquel que, nacido pobre o acosado toda su vida por una única preocupación de trabajo, de ciencia, o de arte, se ve insultado por un jovenzuelo rico cuyo constante ocio le han facilitado ser un experto en esgrima.

Esta desigualdad no puede ser en parte suprimida más que por una arma que no exija ni largos ni pacientes estudios, una arma fácil en todas las manos.

La pistola reúne más o menos estas condiciones. En primer lugar, con ella desaparece la desventaja de la vejez, de la obesidad, de la torpeza, de las minusvalías físicas.

Se objetará que un buen tirador matará a su adversario al primer disparo. No, pues son raros, muy raros, los que se enfrentan, sin una alteración de los latidos, al agujero negro de donde va a salir una bala, y un simple latido del corazón basta para desviarse un milímetro del extremo del cañón, y un milímetro en el extremo del cañón, provoca un error de un metro a corta distancia.

Hablo un poco en la ignorancia, al haber disparado más que por placer; pero no pienso verme obligado, ni siquiera por el autor de este libro, quien, tres veces ya, se ha encontrado frente a la pistola de otro adversario.

Además basta leer todos los procesos verbales de encuentros sin resultado entre tiradores expertos, para convencerse de que el azar es el auténtico juez de los duelos a pistola.

Desde otro punto de vista, es un arma muy fácil de manejar y de practicar a la perfección. Más que cualquier otro ejercicio, nos proporciona la consciencia de la destreza, y la satisfacción de una proeza realizada.

Y cuántos tiradores maravillosos en los tiros públicos se vuelven mediocres al aire libre. El que rompe con todos los disparos una boquilla de pipa, no matará ni a un pájaro sobre una rama, porque hay que disparar al aire libre. El que corta un hilo blanco, a diez metros con un simple Flobert, no cortará ni un hilo oblicuo, a menos que se ejercite pacientemente, muchas veces y mucho tiempo,

Y cuando se llega realmente a disparar con destreza, se siente una singular sensación del espíritu y una especie de alegría de la mano, una sensación de triunfo intimo, esta sensación y ese goce nervioso, orgulloso y delicioso que deben experimentar los malabaristas.

 

Guy de Maupassant

 

Le Figaro. Suplemento literario del domingo. 30 de diciembre de 1882.
Traducción de José M. Ramos González. febrero 2017.