Le Gaulois, 8 de julio de 1893

MAUPASSANT

 

Por casualidad cayó sobre mis ojos, un artículo que escribí en este periódico hace cinco o seis años. El artículo se titulaba: «Un Joven» ¡Qué melancolía en esa palabra...! Pues ese «joven» del que hablaba, era mi pobre amigo Maupassant; ¡y mañana lo enterraremos! Desde luego es merecedor en este momento, del epíteto de joven, pues muere a los cuarenta y tres años y, por desgracia, puede decirse que ya hace dos años estaba muerto. Pero ese joven que hace seis años acababa de publicar su novela Fort comme la mort, ya era un maestro, un maestro incuestionable y que muchos no han dejado de situarle en primera línea de los novelistas contemporáneos.

Si no hiciese caso más que a la tristeza que me causa la muerte de mi amigo, me dejaría llevar por las reflexiones que ella me inspira, sumirme en esta amargura de la vida que hace que los mejores y más útiles desaparezcan, cuando los despreciables y los inútiles continúan viviendo. ¡Y qué muerte cruel ha tenido Maupassant! De entrada su razón sucumbe. El destino lo atacó del modo más temible posible y tengo la convicción, de que él lo había previsto. Cuando escribió el Horla, ese libro singular y estremecedor, que pasará a la posteridad como una obra de arte única y un documento patológico fuera de lo común, ya se sentía invadido por la locura. Tenía el claro sentimiento de que ella lo acechaba y no podía defenderse, abandonándose a ensoñaciones, transformadas en alucinaciones donde se complacía su gusto de observador. Me pregunto incluso con angustia si la crisis que padeció hace dos años en Cannes fue suficientemente fuerte para abatirlo por completo, y si no sintió por un instante todas las miserias de su lenta agonía.

Una leyenda – existen muchas sobre Maupassant – pretende que ese robusto normando campesino, macizo de formas, de una poderosa corpulencia, jovial en apariencia, había pedido demasiado a su cuerpo, abusado de su juventud y de su vigor. Nada de eso: Si la enfermedad de Maupassant no se debiese a algún atavismo, a alguna casualidad especial, si le hubiese venido de la vida, estoy seguro que fueron las heridas morales a las que sucumbió. Yo era bastante su amigo para poder afirmar que conoció las profundas amarguras de la existencia, aunque siempre hubiese mostrado una gran prudencia en ocultarlas a las miradas indiferentes.

 

Pero hay que hablar de la obra del gran escritor que acaba de desaparecer. Esta obra, en definitiva, es considerable. Comprende un volumen de versos, el debut de Maupassant, versos a menudo notables, escritos sobre la mesa de empleado que fue al principio en el ministerio, luego tres o cuatro volúmenes de viajes y descripciones, cinco o seis grandes novelas y una docena de relatos.

Es entre estos relatos donde se encuentran cuatro o cinco que son, sin duda, obras maestras. A pesar de sus orígenes románticos y el cuidado que se tomaba en proclamarse discípulo de Flaubert, Maupassant es un puro clásico, por el arte de la composición, la sobriedad y la precisión del estilo. Por ello se parece a Mérimée, a quien a menudo se le ha comparado, pero a quién yo lo encuentro muy superior. Pues es más sincero y conmovedor que Mérimée. En sus relatos, como en sus novelas, es esta cualidad de la emoción lo que me encanta y me llega a lo más profundo.

Sé perfectamente que Maupassant, tanto como escritor y como hombre, ha pasado y ha querido pasar por ser todo lo contrario a un ser sentimental. Se engañaba a sí mismo. Desde luego se muestra a menudo irónico y con una ironía rayana en la amargura. Pero en él, como en muchos pretendidos escépticos, esta ironía no es más que la máscara de una emoción demasiado profunda y demasiado delicada para querer mostrarla al público. Además Maupassant estaba hecho de contradicciones. He conocido pocos seres que fuesen tan dispares, en el fondo, de forma intelectual, física, lo que hiciesen o lo que diesen. Tan pronto nos recordaba a Flaubert, como se mostraba casi grosero como un bribón, amigo de la broma de mal gusto, tanto se disfrazaba de mundano aristócrata, no sin un toque de pretensión un poco pueril. Luego, convertido de nuevo en campesino, marinero, cazador, fingía preferir los ejercicios corporales y deportivos a todo en la vida, más orgulloso de sus bíceps de remero que de su cerebro – que iba a traicionarlo....

Quería ser considerado, en cualquier caso, como un artista imperturbable, a quien no faltaba ni un ápice de escepticismo, de dureza, incluso de crueldad. Actúa en su vida para que se tenga de él la opinión de que le guiaba más la curiosidad que el sentimiento. Le gustaban las retiradas y el aislamiento, fugándose a la costa normanda, al Midi o a África, a los confines del Sahara. Y se complacía afirmando que la vida parisina, las amistades, los afectos no eran echados de menos al partir, ni atractivos al regresar.

En su vida libre, que no ocultaba demasiado – salvo lo que fuese esencial – no disimulaba su desdén por la mujer, semejante al de Flaubert, desdén nacido, en éste, de una herida secreta, más tarde desvelada. Pero en todo esto, ¡cuánta afectación, cuántas de esas mentiras sinceras que los seres un poco complicados se hacen a sí mismos! Es necesario haber conocido a Maupassant de cerca o saber leer lo que no escribía, para sentir lo auténtico de su alma, que fue sensible y melancólica.

Cuando Maupassant habla de las mujeres, incluso cuando dice ser al respecto indiferente, incluso cuando se burla de la imbecilidad de sus corazones, traiciona, a su pesar, la emoción. La pluma tiembla como en esas cartas de amor que uno escribe a los veinte años que parecen la escritura de un anciano. Basta con leer a Maupassant para adivinar que la capa de don Juan que veces se echa sobre su hombro para correr las aventuras, fue para él la túnica de Neso*...

 

Con su porte libre, Maupassant era en realidad muy secreto. Y, para disimular su emoción, consideraba haber recibido el don de un estilo simple y sobrio, enemigo de todo sentimentalismo de aparato. La fuerza y claridad de la idea le bastaban. Sólo excepcionalmente pide algo más que la expresión de esta idea en el movimiento y en la cadencia de la frase. Encuentro en este modo de escribir, no sé que gran aire de honestidad. La mercancía no está engalanada con vanos ornamentos; si el escritor no tiene nada que enseñarnos, nada que decirnos, parece que desdeña el artificio que nos engañaría y nos sorprendería. Es por esta característica sobriedad como Maupassant es un gran clásico. Nadie, sin embargo, es más moderno. Pero fueron vanos los cantos de sirenas del bello lenguaje, la Romántica de gran artificio, la Naturalista completamente desnuda, la Parnasiana rebosante de coqueterías refinadas, la Simbolista enigmática y atractiva... Las ha dejado hacer, les ha sonreído y no se fue con ninguna. Finura de normando que se encuentra en el escritor. Eligió una forma para sus ideas, como los paisanos de su tierra elegían la tela de un vestido. Es necesario que sea sólido, práctico y no se destiña con la lluvia. Por su estilo, que fue tempranamente definitivo, Maupassant pasará a la posteridad con seguridad tanto como por sus cualidades de analista e ironista. Muestra imaginación en las ideas y los sentimientos, lo que es más sólido y más curioso que la imaginación de las aventuras o las palabras.

No es pues solamente a sus amigos y a sus compañeros a quienes su muerte, tan odiosa y tan lenta a la vez, debe dejar un pesar profundo. Esta muerte es una gran perdida para las letras. Si el mal terrible y misterioso en el que sucumbió no hubiese llegado a alcanzarle en plena virilidad, en pleno talento y en plena floración intelectual, Maupassant nos hubiese dado toda una serie de obras en las que meditaba, y hubiese llegado al fondo en el estudio de las pasiones, comenzado en Une Vie, esa novela tan melancólica, donde visiblemente había puesto todo de sí mismo.

¡Y hoy lo enterramos! Y su cuerpo, del que estaba tan orgulloso, tanto tiempo vigoroso, va a reunirse con su pobre alma y su inteligencia, hace tiempo ya idos... Se va. Pero su obra incompleta es tal ya, felizmente, que deja a sus amigos la convicción consoladora de que permanecerá y salvará su nombre del olvido, cuando hayan desaparecido, a su vez, aquellos que lo han amado.

 

HENRY FOUQUIER

 

* La expresión "túnica de Neso" se utiliza para aludir a un dolor moral devorador del que vanamente se pretende huir. Procede de la mitología griega. (Nota del T.)

 

 

Publicado en Le Gaulois, el 8 de julio de 1893

Traducción de José M. Ramos González

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