Le Gaulois, 11 de enero de 1892

PARA MAUPASSANT

 

Un pintor, personaje exquisito, extraño, único, original en todos los aspectos y que detesta la publicidad, – temo, después de esto, haberlo designado con demasiada claridad de tanto nombrarlo – Degas, decía un día con dulzura: «Sólo estaré contento cuando un hombre valiente, y, si es posible, un artista, haya quemado el cerebro a un caballero que venga de parte de un periódico a pedirle una pequeña información...» Y de pronto, alzando la voz, precipitando la palabra: «¡Eh! ¿qué?... Allí, de repente, abriéndose su puerta: – ¿Quiere usted saber si tengo talento, señor?... ¡Paf!»

Estos días me ha venido con cierta melancolía, esta anécdota a la cabeza. ¡Qué asunto, oh lectores, si el infortunado Maupassant, cuerdo o no, antes de que una mano prudente hubiese retirado las balas de su revolver, la hubiese empuñado contra uno de esos visitantes que ya lo arrojaba al servicio del público. Ya no se trataba ya de saber si tenía talento, ni de que clase; ¡se trataba de otra cosa! Uno de sus parientes se había dejado «sorprender en una conversación», que, contada en un periódico, había despertado bruscamente la curiosidad pública; y esa curiosidad, en lo sucesivo, iba a exigir su alimento... ¡Y bien! ¿qué?... «¿Quiere usted saber si estoy loco, señor?... ¡Paf!»

La respuesta hubiese parecido severa; ¿pero hubiese sido justa?... Ese informador a quién Degas, inocentemente deseaba que un hombre con coraje, un artista, tuviese el valor o más bien la virtud de reservarle esta acogida, con frecuencia también es un hombre valeroso y a veces letrado. Su director le ha ordenado: el ha obedecido. Y ese director, al ordenarle, obedecía al instinto, sino al deseo de su clientela. Aquí incluso se le sometía a esta ley que se me permite maldecir; se le sometía ayer y se le someterá mañana. ¿Es que acaso todo el mundo hoy en día, no está ávido de esos detalles, traídos y servidos calientes, desde el despacho o desde el taller de un escritor o de un pintor, o desde la casa de su primo, al igual que de la de un ministro o la del padre de un asesino?

El pecado del reportaje es imputable a todo el mundo.

 

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Hay que reconocer también que más de un escritor – ¡dejemos a Degas los pintores! – se somete a esas indiscreciones sin disgustarse. ¿No es una buena ocasión de publicitarse a así mismo, después de haber publicado su obra, o mejor aún, en el momento que la publica?

Y, de publicar su obra, ¿no es cierto, como le decía Mallarmé a Paul Hervieu, que eso constituye una primera «indecencia»? No cuesta demasiado a la mayoría, que no tienen ese pudor elegante; y varios no dudan, como el segundo, de que publicitarse les es rentable.

La entrevista es una ilustración fuera del texto, el retrato del autor tirado en veinte mil ejemplares, en ochenta mil, y distribuido en folletos; ¡un retrato que habla, y que hace bravamente el panegírico del original y de su mercancía!

Además, ¿se tiene algún escrúpulo a hablar bien de sí mismo; y, por modestia o por espíritu de justicia, se tiene más temor aún en alabar a sus amigos? Se puede denigrar a los demás.

Ese viejo paladín de Barbey no era de nuestro tiempo, cuando, insultado en el Figaro, – él, Barbey d’Aurevilly, ¡tratado de «burgués» públicamente! – rechazaba así el placer de responder a Zola en el Triboulet: «No quiero convertir la escena de Vadius y de Trissotin en Philaminte, que siempre acaba haciendo más o menos un autor cuando defiende su amor propio. Sólo es el público quien gana en esos espectáculos, porque se burla de los actores. Siempre he odiado y despreciado esas peleas de gallos de los amores propios. El honor y la dignidad de los duelos, es el silencio con el que se los envuelve.» La galería no vale para nada, y ella siempre disminuye un poco a los que se han batido por ella.»

 

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Es de otro modo como la polémica directa, un intercambio de entrevistas satisface el humor, sino el honor, de un naturalista, de un psicólogo, o de un parnasiano incluso y de un simbolista! Se ha podido comprobar el pasado año.

Un auténtico duelo, felizmente, ha cerrado esta famosa Encuesta sobre la evolución literaria; y los campeones se llamaban Catulle Mendès, por el Parnaso, y Viélé-Griffin, por el simbolismo. Hay siempre alguna nobleza en arriesgar su piel a la suerte. Y el nombre de Viéleè-Griffin, en el país de la poesía nueva, ya tenía su aureola; y no es un artista mediocre, al menos, quien, casi al mismo tiempo, acaba esta epopeya diabólica, ese poema del infierno parisino, la Mujer-Niña, y comienza a traducir, en palabras ingenuas, ese apócrifo y encantador Evangelio de la infancia... Tal confrontación por las armas, sin duda, hubiese consolado a Barbey de otros espectáculos.

¡Ah! no eran en absoluto «peleas de gallos» solamente, que lo habían precedido, sino combates de toros «mal astados», como decía el banderillero. El joven observador habría podido decir también, que a menudo eran «¡luchas del virus con el glóbulo!...» Había trabajado hábilmente el caldo de cultivo; no estaba más que asqueado. El prologo de su informe lo testimonia. Escrito después, es bastante irónico, bastante ingrato hacia aquellos, precisamente, que lo habían aceptado bastante bien.

¡Pero Maupassant, no era de aquellos!

Admiraba, y le gustaban pocos escritores y pocos hombres, en cuanto a admirarlos y quererlos más intensamente; luego estimaba a un numero bastante pequeño e ignoraba lo demás... En cuanto a su merito, jamás habló de ello, ni siquiera a sus íntimos; no se trataba de confiarse a cualquier paseante, en la dirección de una muchedumbre ausente y desconocia.

Nuestro investigados, Jules Huret, es testigo. Entro todos aquellos a los que visitó, Maupassant fue el único, entienden, de todos ellos, de toda la serie, del que salió más descontento, incluso antes del prefacio... Recordemos este testimonio; se remonta a la pasada primavera.

 

«El Sr. de Maupassant tiene la reputación de ser el hombre de París más difícil de abordar... Timbro. Un sirviente, un lacayo más bien, viene a abrirme...

»– El señor no está.

»Escribo algunas palabras en mi tarjeta de visita, y soy introducido de inmediato... ¡Guy de Maupassant!... me hace sentar cortésmente. Pero a las primeras palabras de literatura, consulta, etc..., toma un aspecto desagradable, irritado...

» –¡Oh! señor, me dice, – y sus palabras son cansinas, y su aire muy huidizo, – se lo ruego, ¡no hable de literatura!... Tengo violentas neuralgias, salgo pasado mañana para Niza... »

¡Qué pena!...

 

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He aquí como acogía a las personas que venían a pedirle su opinión sobre «la evolución literaria». No hubiese sido menos discreto, aparentemente, sobre todo lo referente a su persona; y que yo sepa jamás ha dado a amigos o parientes, informaciones después de dárselas a los extraños, incluso «simpáticos».

Experimentaba, día y noche, espantosos dolores de cabeza. Entonces rehusaba consumir éter, antipirina o morfina... ¡No crean en los cotilleos!... Sufría valientemente, orgullosamente; quería conservar su pensamiento, al menos, en estado perfectamente sano y puro de todo veneno, para escribir su nueva novela, l’Angelus, – uno de los más bellos relatos, me dijo Georges de Porto-Riche, a quien se lo había contado de principio a fin. – Pero trabajar con esas torturas se le hacía cada día más difícil.

Y he aquí que en un periódico, una buena mañana, ¡pudo leer que estaba loco!... Salió; y, en la calle, en no sé que escaparate, vio expuesto este boletín: Agravamiento del estado del Sr. de Maupassant. – Su próximo internamiento en un hospital psiquátrico... Tomo el tren y fue a tranquilizar a su madre. Regresó a su casa; poco después, puso sus papeles en orden y consignó sus últimas voluntades; escribió a un amigo: «Adiós... no volverá a verme.»

Durante quince días, dudó: pensaba en la pena de su madre, a la que adoraba... Y, durante quince días su casa estuvo asediada por personas, reporteros o no, que iban allí en busca de información. Durante quince días, recibió los periódicos (incluso los recibió bajo sobre): en primera página, en las últimas novedades, se discutía si estaba loco...

Alguien le dijo:

–¡Qué importa, puesto que no es así!

Él simplemente respondió:

–No lo es, pero será.

 

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¡No quiso que fuese así!... Tomó su revolver; y habiéndole fallado, tomó un cuchillo...

¡Ah! ¡el infortunado!... Por respeto a sí mismo, y también por pudor, temiendo una inmediata degradación, quiso desaparecer... ¡y fue entonces cuando se vino a espiar su fiebre y su delirio!

A su puerta, ya no había timbre: se golpeaba. Un sirviente, – ese «lacayo» ¿sabe usted? – el fiel François abría; y, como era desconfiado y hablaba poco, ese buen sirviente, que practicó la vida parisina, se lanzaron a por Bernard, el patrón del Bel-Ami; y, si el patrón no hablaba, se haría hablar al marinero.

Y luego, el viaje: a la partida, a la llegada, se nos dice que unos curiosos, sobre el andén de la estación, observan el vagón y al enfermo. Se nos dice el número del vagón: 42. Se nos dice que un fular ocultaba el vendaje del cuello, pero que la manta y el abrigo no ocultan del todo la camisa de fuerza... Sí, es él, Maupassant, el autor de Boule de Suif y de Une Vie, y de Pierre et Jean y de Notre Coeur, y de tantas otras obras maestras; sí, es él, en ese estado de embrutecimiento!

Y, ahora, incluso el hospital, para él no es un asilo. Al menos se acribilla a los médicos que lo cuidan; se solicita de ellos un diagnóstico; están confusos para darlo, se les apremia. Él está melancólico, hipocondríaco: –sin duda, después de tantos sufrimientos y tal desesperación, hay que estarlo; – se pretende que es un paralítico general y maníaco, es decir furioso. ¡Y los comentarios, las consultas de los médicos ajenos y aficionados!... Por un lado se buscan los síntomas de su locura en sus libros, y por otro se escruta a su familia, buscando las causas. ¡Caramba! su hermano murió loco; sus dos enfermedades no presentan ninguna similitud, ¡no importa!... Y su padre está vivo, pues según una información fue éste quien firmó, el otro día, la petición de internamiento; pero no importa, se cuenta que murió loco.

Finalmente es necesario que se publique su régimen, su tratamiento, sus cambios de humor; cada hora que pasa, se informa de la evolución de su locura, ¡como los altibajos de la Bolsa!

 

***

 

Pues bien ¡es suficiente!

Lo cierto es que en general está tranquilo; y que, de vez en cuando, como si tuviese el tifus, delira. En algunos días tal vez, pida los periódicos: ¿será oportuno negárselos? ¿Será adecuado por otra parte que encuentre en cada página una descripción más o menos exacta, una reseña de su estado, sin contar los pronósticos, las consecuencias más o menos severas? ...¡Ah!, por caridad, ¡demos tregua a ese concurso de razonamientos y de noticias!

Y si no es por él, ¡que sea por nosotros!... Sea cual sea la enfermedad de Maupassant, cuales sean sus origenes, cual sea su devenir, es una desgracia nacional, ¿que digo? una desgracia para las letras humanas. Tengámosle respeto. ¡No miremos más que ese aspecto!...

Al menos nosotros, sus colegas, no nos dirigimos ya hacia esta puerta, entes de que él franquee el umbral con los pies por delante o la cabeza alta, muerto o victorioso.

 

LOUIS GANDERAX

 

Publicado en Le Gaulois, el 11 de enero de 1892

Traducción de José M. Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant