Le Gaulois, 13 de julio de 1895

UN ANIVERSARIO

 

RECUERDOS SOBRE GUY DE MAUPASSANT

 

Han transcurrido dos años desde el día, por siempre memorable, en el que condujimos a Guy de Maupassant al cementerio. Ayer he ido a llevar unas rosas a su tumba, unas rosas impregnadas del perfume de los jardines y del recuerdo enternecido de los amigos que dejó un poco por todas partes, en el extranjero, y que me decían, cada vez que el azar de los viajes me hacía encontrarme con ellos: «¡Cuando vaya al cementerio Montparnasse, piense en nosotros!»

Y ante el humilde cuadrado de tierra donde duerme el ilustre maestro, he pensado en ellos, con el corazón encogido, los ojos húmedos, y maquinalmente muda por un indefinible sentimiento, un sentimiento de conmiseración infinita, he querido extender mis flores, dispersarlas, como para hacer desaparecer bajo las rosas el cercado de tan frágil apariencia.

Desde luego Guy de Maupassant no tenía necesidad, como los antiguos reyes de Babilonia, de un monumento de mármol y de jaspe para vivir en la memoria de los hombres, pero la modesta cruz de madera negra que sólo adorna su tumba – la humilde cruz de los desheredados – no llama menos a la melancolía. El primer viento invernal se la llevará...

 

***

 

Y ahí, ante mis rosas, bajo el cielo azul, por el sol suave del mediodía, pensaba y me acordaba de un verano parecido, el verano de 1886, en Inglaterra, con él. Guy de Maupassant jamás había atravesado el canal de la Mancha. Un día, a invitación del barón Ferdinand de Rothschild, se decidió a ponerse en camino.

La ocasión era única para admirar la campiña inglesa de un encanto tan particular y de una tan ensoñadora poesía y para estudiar in situ la vida del castillo tan hospitalario, tan grande y tan rico. El barón Ferdinand de Rothschild posee, en efecto, en el condado de Hampshire, una propiedad señorial, la residencia de Wadesden, famosa en el país por la belleza de sus parajes. La acogida fue exquisita. El barón de Rothschild, colmó de atenciones a su distinguido huésped y, para tal ocasión, había invitado al arzobispo de Canterbury, al duque y la duquesa de Malborough, al conde Primoli, al Sr. Henry James, el eminente novelista y articulista americano, y algunos más. Fue una auténtica fiesta.

Guy de Maupassant regresó a Londres radiante, y, en el transcurso de una vista, me hizo saber que deseaba conocer Oxford. Todavía le escucho:

–Paul Bourget me escribió diciendo que es necesario que vea Oxford, la única ciudad realmente completa en su originalidad que nos haya legado la Edad Media.

Al día siguiente partimos temprano, con el conde Primoli, para visitar la célebre ciudad universitaria. Pero, el tiempo muy inseguro, se estropeó completamente durante el trayecto. Llegamos a Oxford bajo un verdadero diluvio. Maupassant, muy friolero, había puesto su gabardina:

–Si este tiempo da sed a los cocheros, a mí me produce hambre, y una hambre de canibal. ¿A dónde vamos a almorzar?

El maestro hacía alusión a nuestro cochero, borracho como veinte polacos, y que nos conducía con una desenvoltura un tanto inquietante. El almuerzo duró lo que duran los almuerzos en compañía en el campo, un tiempo relativamente considerable para dos excursionistas.

– ¡Tengo que decir a Bourget que visité Oxford! exclamó Maupassant.

Y nos pusimos en camino. Al cabo de cinco minutos, el coche se detuvo. Estábamos ante el Sheldonian, el célebre instituto, uno de los monumentos más curiosos de Oxford. Durante la visita, ante un busto, el conde Primoli profirió un grito:

–¡Vaya! ¡Parece el busto de Maupassant!

En efecto, el parecido era asombroso. Y Maupassant se rió.

–Después de todo, tal vez sea un antepasado. Todos eran más o menos normandos en aquel tiempo, aquí.

Pero la hora del tren se acercaba. Nos dimos prisa. Todavía veo a Maupassant redactando dos telegramas en la estación, uno al Sr. Paul Bourget para darle sus impresiones sobre Oxford, y la otra a algunas personalidades de la sociedad londinense a los que invitaba a cenar esa misma noche en el hotel Continental.

Como habíamos llegado antes de la hora fijada para la cena, resolvimos ir al museo Tussaud.

–Lo deseo, dijo Maupassant. Eso me divertirá, siempre hay un niño en el hombre.

Muy distraído, además, saludaba a los policías de cera que le indicaban su camino, o se disculpaba ante algún Dickens al piel del cual había caminado. Lo divertido es que no se volvía ni siquiera para asegurarse si no había sido objeto de una broma. El conde Primoli quiso aprovechar esta distracción para hacernos reír un rato. Y, maniobrando con habilidad, fue a situarse en el camino de Maupassant en rígida actitud de estatua de cera.

–¡Vaya! exclamó Maupassant, ¡ahora le toca a Primoli! Una estatua que se le parece. ¡Primoli, venga a ver esto!

Y volvió sobre sus pasos para ir a buscar al conde Primoli, que, pasando detrás de otras figuras, acabó por encontrarse con Maupassant. Se iba a ver la famosa estatua, pero no pudo encontrarla, como se imaginarán.

–Esto es fastidioso, dijo Maupassant muy serio, pues era bien divertido.

Por la noche se cenó con Bert Harte, Henry James, la Sra. Van de Velde, los «authoress»; Beatoe-Kingston, Paolo Tosti. Luego fueron a ver una opereta al Teatro Savoy, género que Maupassant detestaba cordialmente, pero que encontró bastante agradablemente representada en esta ocasión.

Cuando nos dejamos, me dijo que probablemente partiría para París al día siguiente. En efecto, durante el día, recibí una nota con estas palabras:

«Decididamente hace demasiado frío. Hasta luego, y todos mis agradecimientos.

»MAUPASSANT.»

 

***

Más tarde, al volverlo a ver, le pregunté sus impresiones sobre Londres:

–Conservo un recuerdo excelente, pero el recuerdo hubiese sido mejor si Londres estuviese situada en África.

De hecho, este normando tenía predilección por el Midi. Y nadie ha amado como él, el sol.

 

BLANCHE ROOSEVELT.

 

Publicado en Le Gaulois, el 13 de julio de 1895.

Traducción de José M. Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant