Le Gaulois, 17 de diciembre de 1891

LA LOCURA DE LOS LITERATOS

 

Ayer, un lamentable rumor circuló por París, golpeando el corazón de los numerosos amigos de Guy de Maupassant. Se aseguraba que se había vuelto loco y que hubo necesidad de internarlo en un manicomio, ¡en una de esas lúgubres tumbas de muertos viviente que son los pobres locos! Fue grande la conmoción, pues el ilustre novelista es amado en el mundo de las letras como se merece. De inmediato fueron enviados telegramas al Midi, donde Maupassant vive siempre durante la mayor parte del invierno, y los despachos recibieron felizmente respuestas tranquilizadoras. Pero, una vez más, hemos visto acontecer este particular fenómeno en la prensa contemporánea: los que dan la noticia sin contrastarla.

De sus artículos podía desprenderse que, si Guy de Maupassant no estuviese loco, estaba, por decirlo de algún modo, a punto de perder la razón, y que si se paseaba tranquilamente por las playas del Mediterráneo, no sería por mucho tiempo. He quedado estupefacto, lo confieso, cuando he visto publicar en las gacetas de las entrevistas, la opinión de un pariente o un amigo de Maupassant, donde se ponía en boca del entrevistado los más extraños discursos, en los que éste daba una serie de informaciones, a cada cual más pesimista, sobre el estado de salud e intelectual de Maupassant. Hay que confesar que son costumbres extrañas y peligrosas, y que aquellos que las tienen, podrían pasar también por una peligrosa y dañina locura, ¡la de la información pese a todo!

No me parece que se pueda justificar que, so pretexto de que un hombre sea conocido, el primer observador recién llegado, que puede ser malintencionado y que siempre será imprudente, redacte doctoralmente por adelantado una consulta que es peor que una condena de muerte para el cliente del que se apodera a su pesar. Cuando las cosas sean ciertas, no se deben decir más que cuando éstas sean irreparables y definitivas. El tacto, aquí, se convierte en un deber imperioso y la falta de tacto en una auténtica crueldad.

Piénsese en lo que puede haber de abominable, para un hombre, encontrar en los periódicos artículos que afirman o predicen, a corto plazo, su desmoronamiento físico o intelectual... Los médicos, por deber profesional, están obligados a no decir de que enfermedad ha muerto un hombre, lo que, después de todo ya no le puede perjudicar mucho... ¿El deber profesional no impone, a posteriori, a un periodista a no decir de que mal murió, según él, tal o cual de nosotros? En esta manía de saber todo, de dar a conocer todo al público, tanto lo que se sabe como lo que se supone, existe un peligro para todo el mundo en todo momento. Cuando un desdichado llega ante la justicia, su proceso ya ha sido instruido por la prensa, que puede haberlo hecho juzgar y condenar ante la opinión pública.

Esto es un gran abuso. Pero es poca cosa en comparación con el abuso que consiste en enterrar por adelantado a las personas. Y adviértase que los rumores maliciosos son los que encuentran más credibilidad, los que mejor entran en los oídos del público, ¡ingenuamente feroz en sus gustos por las emociones! Que se trate de un escándalo o que se trate de una desgracia, los antiguos tenían razón diciendo ya que ¡las buenas noticias llegan a pie, pero las malas tienen alas! Todavía lo he visto ayer, y esa es una razón de más que me permite retomar mi antigua cantinela. Ésta consiste en decir que la prensa ha adquirido unas costumbres detestables y si no quiere reformarse, la reforma le vendrá impuesta algún día por nuestras leyes.

 

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Por otra parte, yo no acuso en todo esto a nadie de malintencionado (¡sería demasiado horrible!), sino solamente de falta de discreción y de ignorar ese sentimiento de la «educación», entendido en el sentido más amplio de la palabra, y que se convierte ya no en una cuestión mundana, sino en una virtud de los corazones. En cuanto al público, es justificable creer en desgracias parecidas a la que se decía que había afectado a nuestro amigo. Y no estoy molesto, en definitiva, de que se de cuenta de que nuestro oficio de las letras puede ser igualmente un oficio que tiene sus peligros.

Es cierto que el agotamiento intelectual de nuestros tiempos es inmenso, y que muchos no son capazas de resistirlo. Ocurre en el cerebro como en el cuerpo humano. El ejercicio, regular, a veces violento incluso, es bueno: los grades trabajadores asiduos conservan casi siempre hasta el final su vigor intelectual. Pero no hay que pedir al cerebro, más que al cuerpo, proezas demasiado a menudo renovadas. El resorte demasiado tenso puede romperse, y nosotros hemos visto demasiados ejemplos.

Lo peor es que los literatos de nuestros días tienen una tendencia valiente, pero inquietante, en jugar con el peligro. Muchos están obsesionados por la idea de la locura, por la curiosidad apasionada de los estudios que se vinculan con ella, también por el gusto de los excitantes que dan al cerebro un vigor pasajero, en detrimento del día de mañana. ¡Ah, los funestos paraísos como esos paraísos que Baudelaire llamaba «los paraisos artificiales»! Se entra en ellos por la puerta del sueño, pero se sale por la de la demencia. Que si, poniéndonos en el peor de los casos, la vigorosa naturaleza de Maupassant, en la edad de plena fortaleza, experimentaba alguna lasitud y se veía en la obligación de imponerse un descanso temporal, habría que preguntarse la razón que tuvo para acometer, como la mayoría de nuestros contemporáneos, análisis demasiado sutiles y sensaciones demasiado intensas.

Como el médico concienzudo que experimenta sobre sí mismo el remedio del que todavía no conoce los efectos, es cierto que en el transcurso de su obra – ordinariamente deslumbrante de buen sentido y de claridad – Maupassant se ha puesto voluntariamente en un estado de espíritu particular y turbado, por ejemplo escribiendo el Horla. Ese día, fue tocado en la frente por el ala de la negra musa de Edgar Poe, musa cautivadora y decepcionante, que se complace en pasear a sus adeptos embriagados al borde de los abismos donde los acosa el vértigo. Desde luego no soy insensible, como se me acusa a veces, con el genio de los místicos, y, también con los demás, comprendo la grandeza de la lucha que el espíritu humano puede entablar contra el misterio... Me doy perfecta cuenta de que uno experimenta algún aburrimiento leyendo el libro de la vida tal como es, hecho de páginas banales, salpicado de signos de interrogación. Pero, confieso sin vergüenza, que tengo demasiado miedo a lo desconocido, al menos demasiada curiosidad, y de esta sed de misterio que no se desaltera más que en las embriagueces del sueño...

 

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En nuestro oficio es necesario defenderse. Es terrible, no creo la palabra demasiado fuerte, para aquellos que aportan a él la pasión y la emoción, sin las cuales no hay auténticos artistas. Los creadores, como los novelistas y los autores dramáticos, pasan por esas espantosas angustias que tan bien sintieron y describieron los hombres de antaño, cuando las preocupaciones del genio humano se volvían sobre todo del lado de los asuntos de la religión, preguntándose por la palabra del enigma de la vida humana. ¿Quién no ha sentido algo de las angustias de Pascal? Esas angustias son las mismas para el artista actual. Y, sabiendo lo que el periodista encuentra de facilidad en la vida de Paris que cuenta y comenta, lo que no es un trabajo de creación, el agotamiento no es menos espantoso cuando quierr hacer pasar algo de sus pensamientos y de sus emociones en su discurso cotidiano al público. ¡Ah! ¡la pluma! Cuanto más pesada es la pluma, es más peligrosa que la espada! Tan pronto como el escritor la toma en la mano, ante el desafío del papel en blanco, el cerebro se excita, se despierta, a veces enloquece... Y cuando se escapa de los dedos, ya no hay remedio. ¡El alambique humano ha dado la última gota de su licor!

Pero ya lo he dicho, hay que defenderse. No mediante la indiferencia, que considero imposible y despreciable, sino por tomar partido por no emocionarse jamás más que por lo que vale la pena. Una cierta ligereza de carácter no solamente es excusable entre los trabajadores, sino necesaria. El desdén de las burlas y de las críticas, en las polémicas suscitadas por hombres de poco valor, son menos cualidades filosóficas para los literatos que una prescripción de higiene moral. La misma obra no es más dolorosa de parir si, escuchándonos, uno no piensa más que en ello y no en lo que pensará el mundo. Los grandes desastres de los cerebros de artistas casi siempre han llegados a una decepción de su genio. He aquí porque no estoy demasiado preocupado por Maupassant, a quien el éxito siempre acaricia y que ama su arte con un amor desinteresado y superior.

 

SCARAMOUCHE

 

Publicado en Le Gaulois, el 17 de diciembre de 1891

Traducción de José M. Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant