Le Gaulois, 20 de enero de 1928

UN VERANEO DE MAUPASSANT

 

Entre las pequeñas ciudades de la costa provenzal que se han caracterizado por ser acogedoras para los hombres de letras, Antibes se lleva la palma.

Y no es tan sólo porque sea una ciudad griega, colonia de los Focenas de Massilia, frente (Antipolis) a Nicoea, convertida en Niza; no es únicamente porque en sus muros se encuentre la encantadora inscripción que nos trae a la memoria el recuerdo del niño Septentrion: Saltavit et placuit; no es porque haya visto pasar a Bonaparte, que fue prisionero en su fuerte Carré, y Massena, donde fue sargento, sino que lo es también porque es una ciudad propicia para los paseos de los poetas y artistas. Pierre Loti ambientó en ella las primeras páginas de su Matelot, que quizá sea la más hermosa de sus novelas: «Antibes se divisaba en lontananza, era como una mancha acre, cada vez más disminuida, al pie de los Alpes pálidos y nevados que, por el contrario, ascendían, asiéndose más inmensos y más confusos en el cielo apagado.»

En ese mismo decorado, Paul Arène evocó Le Carnet des six capitaine, La Chèvre d’or, escribió allí cuentos deliciosos, y fue también cuando una tarde de diciembre de 1896, cerró sus pobres ojos al cielo de Provenza, prematuramente cansados de una existencia melancólica a pesar de sus divertidas historias.

También fue gracias al paisaje y al clima de Antibes como Guy de Maupassant, afectado por un extraño mal, vino a pedir un poco de paz y equilibrio. Ahora bien, he aquí precisamente al Sr. Pierre Borel, – al que ya debemos parte de interesantes investigaciones sobre Marie Bashkirtseff, Gustave Courbet, o los pintores de la Riviera – que acaba de proporcionarnos unos documentos inéditos sobre la estancia que hizo en Antibes ese Maupassant agotado, acosado ya por la locura.

Fue exactamente entre Juan-les-Pins y el cabo de Antibes, en la villa Le Bosquet, que pertenece al Sr. Lauterse, antiguo oficial de marino, donde el novelista fijó su residencia en 1887. Detrás de la casa se eleva una colina, plantada de olivos y robles verdes, desde donde la vista descubre en primer plano al viejo Antibes y, al fondo, plantada sobre el cielo, la cadena de los Alpes cubierta de nieve; allí se han visto a pintores que se llamaban Corot, Harpignies o Ziem. También se vio a Maupassant soñar, ante la mar, con largos cruceros marítimos; en el puerto de Antibes o de Cannes lo esperaba el Bel-Ami, que lo llevaba hacia las islas de Lérins o hacia las costas italianas.

Conservando aún todo su vigor, pese a las amenazas de su mal, era un bello periodo de confianza y de labor. Fue en esas fechas cuando trabajó en Mont-Oriol y en Pierre et Jean; todavía estaba en plena posesión de sus facultades mentales.

 

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Pero cuatro años más tarde era una visión muy triste para los huéspedes de Antibes, ver a un Maupassant envejecido, ajado prematuramente por el trabajo y el placer, que ya no se podía soportar por sí mismo, fuese a donde fuese, siempre inquieto, y sobre el que su marinero Raymond dio al Sr. Pierre Borel unas precisas informaciones:

«Una tarde, a bordo del Bel-Ami, el Sr. de Maupassant se había puesto a insultar a las nubes, que, según decía, le perseguían. En otra ocasión, pretendía que los mástiles silbaban y lo insultaban. Incluso un día, en el puerto de Niza, había escuchado voces que lo colmaban de insultos. Era el momento en el que nuestro señor no podía ya soportar el olor de las flores de azahar en su villa de Cimiez, de la que se vio obligado a irse.»

Fue entonces cuando Maupassant se mudó a Cannes, al chalet de l’Isère. Escuchemos al marinero Raymond:

«En la noche del 1 de enero de 1892, yo velaba el sueño del Sr. de Maupassant. De repente, hacia medianoche, oí un estrépito espantoso: subí al primer piso y encontré a mi señor batiendo contra la fachada los postigos de su habitación. Con toda la pena del mundo conseguí acostarle en su cama: él se debatía con una fuerza inusitada. Con la muerte en el alma, me vi obligado a atarle; por fin se calmó y me pidió perdón. Yo lloraba. Fue entonces como me di cuenta de que mi señor estaba herido en la garganta. Pasada la crisis, el Sr. de Maupassant se había sumido en una gran postración; cuando salió de ese sopor, comenzó a hablar; por lo que yo pude entender, se imaginaba estar batiéndose en duelo con un peligroso adversario... Llegó el día. Yo estaba extenuado. Mi amo por fin descansaba. »

Algunos días después de ese incidente se condujo a Maupassant a Paris para ser tratado en el hospital del doctor Blanche, donde moriría al año siguiente.

Tales son los recuerdos que el Sr. Pierre Borel ha podido recabar a lo largo de la costa provenzal sobre las estancias que allí hizo el gran novelista; pero no hay que olvidar que él mismo fijó allí una gran parte, y menos triste, en las bellas páginas que reunió dándoles como título Sur l’Eau, evocación de sus paseos marítimos desde Saint Tropez a Niza, a bordo de su pequeño velero.

En definitiva, Provenza fue saludable para Maupassant tanto como ella podía serlo con un escritor ya agotado, y cuya curación era imposible. Al menos ella le ha permitido sin duda retardar el plazo de la crisis final y escribir aún hermosas páginas.

 

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Maupassant no es el único en felicitarse por semejante estancia: ¿no fue junto a Hyères, en la colina de Costa-Bella, como nuestro querido y gran maestro Paul Bourget, escribió, hace ya treinta años, lo mejor de su obra? ¿No fue en Niza, sobre las pequeñas colinas, durante muchos años, y ahora en el mismo Antibes, donde Louis Bertrand compuso tantas bellas novelas y profundos estudios históricos? ¿No fue en el pintoresco pueblo de Cagnes, donde Charles Géniaux continúa su esfuerzo de bello y noble escritor?

Otros más, como Maurice Maeterlinck, Camille Mauclair, Maurice Donnay, Eugène Brieux son los huéspedes asiduos de la Riviera. Pierre Devoluy, que publica los inéditos de Mistral y hermosas novelas, fijó allí su residencia. Niza y Cannes acogen escritores y oradores de todas partes, organizan cursos. La Riviera no quiere ser únicamente el Paraíso de los colores y los perfumes, el asilo del Carnaval, también quiere inspirar a los escritores, acogerlos y honrarlos. Si no ha podido salvar la mermada razón de Guy de Maupassant, al menos le ha concedido alguna de sus últimas alegrías.

 

Emile Ripert

 

Publicado en Le Gaulois, el 20 de enero de 1928

Traducción de José M. Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant