Le Gaulois, 23 de mayo de 1889

UN JOVEN

 

¿Han leído ustedes la nueva novela de Guy de Maupassant, Fort comme la mort? Acabo de cerrar el volumen, que me ha dejado profundamente impresionado. Sin embargo no es porque sea dramático por los sucesos que cuenta, pues no hay, por así decirlo, ni uno. Un pintor, de alma honrada y tierna, ama a una mujer casada, mal casada, y que no ha amado más que a él. Esta mujer tiene una hija, que el pintor comienza de entrada a querer con un afecto casi paternal. Luego la madre envejece, mientras la chiquilla se va convirtiendo en mujer, pareciéndose a su madre, mostrándose cada día más rejuvenecida y virgen a los ojos turbados del amante.

Ella, a su vez, se siente conmovida ante este hombre superior, bueno, todavía guapo: pues no hay más que criaturas vulgares que no saben preferir la madura virilidad a la juventud. El pintor, que adivina esta emoción, pierde la razón. No quiere reconocer ese amor; ni se lo confiesa a su amiga, que lo adivina y la sorprende con una resignada melancolía. Y cuando él se da cuenta de que no hay ninguna posible solución decente o feliz, se mata, ocultando su suicidio bajo la apariencia de un vulgar accidente. Esa es la historia. No tiene ninguna relación con las invenciones de los dramaturgos de la novela.

Esta historia, tan simple, es una historia real. El «documento humano», como se dice hoy en día, es conocido, está clasificado. La aventura que nos narra Maupassant existió, por todos es sabido, más de una vez y recibiendo diversas soluciones, entre las que el matrimonio es la mas rara. Es uno de los peligros a los que se expone una mujer que tiene una hija, viéndola amar al hombre que frecuenta con asiduidad la casa, mostrándose allí bajo otra luz más favorable.

Octave Feuillet, audazmente, nos ha contado, en la mejor de sus novelas, un amor semejante de una joven muchacha por el marido de su madre, casada en segundas nupcias. Maupassant no ha tenido, tratando tal tema, el mérito de la invención. Ha desdeñado tratar el tema más fácil de los incidentes violentos y novelescos, que debieron presentarse en su mente y que descartó por considerarlos de un interés demasiado vulgar.

Y sin embargo la historia de esos corazones apasionados y desdichados, es una historia que nos sobrecoge únicamente por la fuerza de esa psicología de las almas, que es el fondo del talento de todos los grandes novelistas, talento que él posee como nadie y del que no habla demasiado – lo que supone un mérito más a añadir.

 

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Maupassant ocupa una gran plaza entre los novelistas contemporáneos. ¿La primera? ¿La segunda? ¿La tercera? No me divierten demasiado estas vanas clasificaciones, estas distribuciones de valor que nunca son equitativas.

El talento se compone de elementos diversos, que se valoran y se pueden priorizar entre ellos, sin que uno esté autorizado a hacer de su gusto una ley. Personalmente, no me sería difícil componer un volumen con cuatro o cinco relatos de Maupassant, que preferiría, por su extraño sabor, a los Misérables, de Victor Hugo. A uno le gusta el poder, a otro la emoción; un tercero pone la finura del análisis por encima de todo lo demás. Lo que quisiera decir solamente de Maupassant, es que, con su complicidad, se le tiene por alumno de Flaubert, el alumno directo y el discípulo casi ferreo, y que sin embargo es realmente superior. No niego el poder de análisis de Madame Bovary; pero, en verdad, ¡cuántas partes han envejecido en ella, apareciéndosenos penosas y ficticias! L’Eductaion sentimentale, sin composición, no tiene más que bellos fragmentos.

Salammbô es un magnífico ejercicio de arqueología escrita, como la Tentation de saint Antoine. Pero por todas partes se siente el esfuerzo, y, si Minerva no se eludiese, al menos se percibe que está obligada, no llegando más que a unas llamadas desesperadas, y que la inspiración del escritor está hecha de consciencia y voluntad. Eso ya es algo a lo que es necesario rendir homenaje y hacer justicia. Pero, en esta perfección rebuscada, la emoción casi siempre falta. Flaubert no era sin embargo incapaz de escribir un relato de cuarenta páginas: Coeur simple. Pero no se abandona. Siempre hay en él algo de estudiante de medicina, que enrojecería a los ojos de sus compañeros si el escalpelo temblase en su mano mientras diseca u opera.

Este temblor de la emoción, lo siento en Maupassant. ¡Ah! sé perfectamente que diciendo esto tiro por tierra la teoría de los impasibles y, ¿quién sabe? yo mismo la contrarío. Es así como se ofende Zola cuando se le dice que no es un sabio, sino un poeta: y no es más que eso. No ignoro que no disgusta a Maupassant ser considerado como un artista imperturbable, a quién no afecta ni un ápice de escepticismo, de dureza, incluso de crueldad. Él arregla de buen su vida para que se tenga esta opinión de él,  de que le guía más la curiosidad que el sentimiento que no le conmueve. Tiene, como tenía el propio Flaubert, afición por la retirada y el aislamiento. Le gustan las «fugas» a su costa Normanda, al Midi, a África, a los confines del Sahara, y nada en la sociedad, en la vida de Paris, no le dejaría un poso de añoranza en la partida y no le resultaría un atractivo regresar.

Su vida libre se muestra sin misterio. No oculta siquiera no sé que desdén hacia la mujer, parecido al que tenía Flaubert, nacido en éste de una herida secreta, desvelada tardíamente. No me corresponde saber lo que hay detrás de esta actitud, muy natural quizá... Pero, cuando Guy de Maupassant habla de las mujeres, cuando incluso parece encontrarse muy correcto con su frecuencia, cuando incluso se burla de la imbecilidad de sus corazones, la emoción sale a relucir muy a su pesar. La pluma tiembla, como en esas cartas de amor que se escriben a los veinte años, y que parecen la escritura de un octogenario. Y es esa emoción, tanto o más interesante, toda vez que está combatida, lo que me lo hace preferir a su maestro Flaubert, que ama tanto las bellas frases, esas frases «lapidarias», frías a veces como la piedra en la que habría que grabarlas para el futuro...

 

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Incluso lo prefiero por el estilo. Es sencillo y su fuerza procede del natural. No sé, realmente – aunque quisiera saberlo – si Maupassant ha atravesado por la vida sin conocer las tormentas del corazón, y si la capa de don Juan que a veces porta sobre sus hombros, para correr aventuras, ha sido el vestido de amianto que preserva de las llamas o el vestido de Neso... Pero es cierto que ha atravesado sin ser encumbrado las escuelas de los estilistas modernos sin dejarse mermar en nada.

De ese modo ha sido realmente el hombre de bronce al que nada muerde. No obedeció a una moda, lo que hace que sea superior a todos. En una antología de fragmentos escogidos (no destinada a los pensionados de señoritas), su lugar estaría marcado; y, si no se pusiese la fecha de su tiempo, los escolares no sabrían encontrarla, a diferencia de tantos otros escritores.

Nadie es más moderno. Pero es en vano que las sirenas del bello lenguaje le hayan hecho los oídos dulces y lo hayan tratado de atraerlo con sus llamadas, la Romántica de gran aparataje, la Naturalista completamente desnuda, la Parnasiana llena de coqueterías, la Simbolista enigmática y atractiva... Las ha dejado hacer y no ha acudido a la llamada de ninguna, si no es tal vez durante una hora y sin intención de regresar. Eligió una forma para sus ideas como los aldeanos eligen la tela de un vestido: «Es necesario que sea sólido, se haga uso de él y no destiña con la lluvia.» No es un novelista contemporáneo – y cito a Zola y Daudet, por nombrar a los grandes – que se haya dejado ir hacia alguna de esas fórmulas artificiales que la ingenuidad del publico toma por invenciones geniales, cuando no son más que un poco de polvo de oro que lo deslumbra. Nada hay de eso en Maupassant..

La fuerza y la claridad del trazo le bastan. Ni siquiera excepcionalmente pide algo más que la expresión de la idea al movimiento y a la cadencia de la frase. Encuentro en este modo de escribir no sé qué gran aire de honestidad. La mercancía no está adornada: y si el escritor no tenía nada que enseñarnos ni decirnos, parece que despreciase el artificio que nos engañaría un instante. Me parece que la conciencia de esto se encuentra por todas partes en la obra de Maupassant. Es sustancial y original, pues ha resulto el problema de ser fecundo sin ser monótono ni charlatán.

 

SCARAMOUCHE

 

Publicado en Le Gaulois el 23 de mayo de 1889

Traducción de José M. Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant