Le Gaulois, 24 de octubre de 1897

 

GUY DE MAUPASSANT

Por Georges de Porto-Riche

 

El Sr. Georges de Porto-Riche, cuyo nombre ha sido aplaudido repetidas veces en el teatro, ha tenido la gran suerte de encontrar un ensayo sobre Guy de Maupassant, registrando antiguos papeles, escrito por él hacia 1885, en el momento en el que el joven maestro, demasiado pronto encumbrado en las letras francesas, estaba en posesión de su admirable talento.

Ha tenido la amable gentileza de dar a conocer a los lectores del Gaulois, que sabrán estimar su ofrecimiento, unas páginas cuya actualidad duplicaría su precio si su valor no fuese de aquellas a las cuales el más feliz concurso de circunstancias nada puede añadir, el día en el que el monumento de Guy de Maupassant es inaugurado en el parque Monceau.

 

I

 

No parece un hombre de letras.

El Sr. Guy de Maupassant es un mocetón de treinta y cinco años, bastante delgado, de complexión militar y correctamente vestido.

Visto de lejos, cuando no sabe que se le mira, tiene en su fisonomía algo de duro e insolente.

Pero desde el momento que hablamos con él, su aspecto se modifica; el descaro anterior da paso a una bondad cortés que parece natural. Una sonriente placidez lo envuelve de la cabeza a los pies. La mirada quizá es sospechosa, pero la voz es particularmente dulce. Las maneras reservadas carecen un poco de familiaridad. El conjunto es circunspecto y muy modesto.

Ahora bien, ustedes pueden verle durante unos años todos los días que, sean cuales sean las circunstancias, siempre tendrán ante ustedes al mismo indiferente ser.

Se expresa exactamente como escribe. Escuchándole se puede reconocer su prosa. Su conversación es prudente, calculada. No dice más que lo necesario y raramente habla de él. No ataca, pero su réplica es peligrosa. Uno siempre se equivoca con este normando.

El autor de la Maison Tellier es casto en sus palabras. No teman invitarlo con jovencitas presentes. Es un hombre de mundo. Si alguien, enardecido por su presencia, aventura alguna historia picante, el Sr. Guy de Maupassant sonríe, pero no más que los demás. Ve de inmediato a que público tiene que complacer y con el que se puede arriesgar. Les desafío a arrastrarlo. En el fondo le considero de aquellos que no saben ser inconveniente a medias. El Sr. Guy de Maupassant no bromea sobre ciertos aspectos.

¿Será por qué es capaz de llevar a cabo las proezas que describe?

Por otra parte es de una singular impasibilidad. Jamás pregunta; nunca insiste; sus modales nunca traicionan la menor curiosidad. Uno ni siquiera se siente observado por él.

Cuando la conversación decae cuando está en vuestra casa, él la deja caer, pero no se va. Uno siempre se pregunta si se aburre o está a gusto. Parece gozar con la confusión de las personas; y, sea cual sea el calor de la acogida, partirá como ha llegado.

Poco le importa el valor del interlocutor o el objeto de la conversación. Escucha las discusiones más elevadas y las ineptitudes más burdas con igual serenidad.

Todos los hombres y todas las cosas deben tener la misma importancia o la misma insignificancia a sus ojos.

Si se le envida, él no envidia a nadie. Algo bastante raro en los tiempos que corren, no tiene la enfermedad del colega. Los éxitos de Zola o de Daudet no le impiden dormir. Le da igual. No pertenece a ninguna facción, no es de ningún grupo. No conozco ni sus admiraciones, ni sus odios. Gana 60.000 francos al año con su pluma y no se ocupa de los demás. Ni siquiera les lee. Si usted dice lo contrario, se burla de usted. Le gusta más navegar. ¡Ah, su barco! Lo prefiere a cualquier cosa.

Lo que le interesa, lo que le proporciona auténticas alegrías, es la naturaleza. Vive con ella. Sólo ella lo emociona y enternece. Gracias a los campos, los bosques, los ríos, el sol, este insensible tiene corazón.

Recuérdese el viaje a Córcega de Une Vie y la Normandía de sus relatos.

Desde que nos explica un camino verde, un claro de luna, una pastora, no sólo es un realista, sino un poeta enamorado que describe. Se diría un amante desvelándonos las bellezas de su amante.

Esta adoración lo absuelve de todo lo demás.

Mirándole de cerca encuentro que se parece a sus paisanos. Como ellos, me parece a la vez misántropo y bromista, en el fondo rústico, paciente y astuto, soñador a su pesar y libertino, claro está.

Luego, de una voluntad, una clarividencia poco comunes: ¡hombre fuerte! sabe lo que hará mañana. Conoce su vida con adelanto y el género de emoción que tendrá.

Lo demás, al menos lo que yo puedo decir, demanda alguna atención. Quiero hablar de su excesiva desconfianza.

Esta desconfianza constituye el rasgo principal de su carácter. Explica su actitud cerrada, su lenguaje desconcertante, sus actos y, en cierta medida, la amarga observación del escritor.

La preocupación constante del Sr. Guy de Maupassant es no ser engañado y siempre le parece que lo es en demasía, aunque él sea el más malévolo de los hombres. Desprecia a los sensibles y a los quiméricos. No se entrega y no cree en nadie; en definitiva, camina con el revolver cargado.

Con él, naturalmente, ni virtud, ni delicadeza; sólo el interés y la vanidad conducen el mundo, y no hay excepción.

Si se le testimonia amistad, levanta la oreja y espera. Si se encuentra ante una buena acción, la desmonta. Es la puesta en escena en carne y hueso de los Maximes de La Rochefoucauld.

Debió hacer su camino, organizado su destino. Cualquier carrera que hubiese emprendido, hubiera sido exitosa.

Hay que decir en su descargo que no se considera mejor que los demás. Lejos de ello. En sus días de pretendida serenidad, el Sr. Guy de Maupassant enumera con complacencia sus inclinaciones culpables. Os advierte de su sequedad y su habilidad para mentir. Proclama en voz alta el desprecio por su arte y su amor inmoderado por el dinero. Créanme, la lista de sus malas acciones sería larga.

Entre nosotros, exagera. Uno nunca es tan bueno ni tan despreciable como se le imagina, y yo lo sé por varios rasgos delicados y generosos que él oculta cuidadosamente y que van en contra de sus teorías.

Que el Sr. Guy de Maupassant me perdone. Estaría desolado de resultarle desagradable sustrayéndole a la estima de las gentes de bien, pero la verdad me obliga a declararlo, lo tengo por un amigo devoto y el más fiel de los colegas.

Solamente lo sospecho de querer asombrar, y eso no es culpa suya por completo.

El mundo, que constantemente mezcla las cuestiones de talento con las de los individuos, no admite que los artistas tengan sencillas naturalezas de burgués. Les pide cualidades excepcionales y sobre todo muchos vicios y extravagancias.

El Sr. Guy de Maupassant, con su pragmatismo, ha comprendido este hecho. Es por ello por lo que se aplica a calumniarse. Quiere a cualquier precio que se tenga mala opinión de él, es una pose.

«¡Yo soy Bel Ami!», decía riendo, en el momento de la aparición de su volumen; y cuando se le iba a ver entonces, se le encontraba trabajando con una enorme gorra con visera en la cabeza, una gorra adornada con pequeños animales acuáticos que pueden adivinar.

¿La gloria, no da el derecho de mostrar impunemente sus defectos, e incluso los que no se tienen?

En la actualidad, estas extrañas modas contienen tal vez una parte de verdad.

Hace una decena de años, el Sr. Guy de Maupassant vivía en Sartrouville, a orillas del río, y su gran distracción era recoger a los ahogados en el Sena.

Permanece siendo un hombre extraordinario.

 

II

 

El Sr. Guy de Maupassant vive en Paris lo menos posible. Pasa el invierno a orillas del Mediterráneo, cerca de su madre, y el verano, cuando no viaja, está a menudo en Étretat.

Ha construido, allí, sobre la ruta de Criquetot, una pequeña casa amarilla que se ve de lejos levantarse entre un vergel y unos frutales: le gustan más las frutas y las legumbres que las flores.

Durante sus escasas estancias en París, el Sr. Guy de Maupassant se ha instalado en la calle Montchanin, en la planta baja de un bonito edificio que pertenece al Sr. Lepoittevin, el pintor.

El domicilio es sencillo, lleno de bibelots, muy cerrado, muy cálido, muy perfumado.

Apenas recién llegado cuando el mundo se apodera de él. Se le colma de invitaciones, y cuando un amigo le solicita que vaya a cenar a su casa, el Sr. Guy de Maupassant abre gravemente, como un doctor, una pequeña agenda con las esquinas doradas, y le indica un día muy alejado.

Su mesa de trabajo está cubierta de cartas, de bolsitas, de fotografías, de notas. Todo eso son melindres y homenajes de mujeres. Ellas lo buscan, le adulan, se disputan sus manuscritos, corrigen sus galeradas.

Incluso fue una amiga quien reunió las crónicas publicadas aquí y allá en los periódicos. Cuando tiene suficientes para formar un volumen, la mano cuidadosa los entrega al editor. El Sr. Guy de Maupassant da su aprobación, eso es todo, y ya no vuelve a pensar en el tema.

¿Cómo no preocuparse siendo el ídolo de todas las mujeres? Cada una sabe perfectamente que él es un sabio del que ella es la ciencia y el culto.

Esto le da un prestigio increíble, y en todos los ambientes le suceden las aventuras más extraordinarias. Allí incluso donde el Sr. X... triunfa de costumbre, si apareciese el Sr. Guy de Maupassant, el Sr. X...no tendría razón. Es que la psicología no basta: X... comienza, Maupassant acaba.

El otro día, escuchaba a una gran dama decir a un diplomático que la admiraba mucho: «¡Oh!, usted, sé bien porque me hace la corte. Cree usted que soy amiga íntima de Maupassant y eso le sube a la cabeza».

¡Dios Mío! ¿Qué les enseña pues?

¡Quizá mucho! tal vez nada. Eso depende. Uno no siempre tiene que enseñarles.

«¡Ah! si tuviese salud!» suspiraba otra mirándole.

Sin embargo, por buscado que esté por ellas, no gusta demasiado a las mujeres de la alta sociedad.

Su tranquilidad se acomoda mal a las preocupaciones de la adultera. Los preliminares le aburren. Nunca hay prefacio.

En general, reserva a la mujer casada para la amistad.

Adora a la mujer, eso no se puede dudar, pero a su manera, como algo de la naturaleza, como un magnífico y sabroso fruto donde puede morder a mandíbula batiente.

 

Ese fauno desbrozaba el bosque del Olimpo.

 

El Sr. Guy de Maupassant no tendrá penas de amores: tomando las cosas, está listos para abandonarlas.

No ha experimentado, ni experimentará jamás ese deseo de ternura que nos atormenta a todos. Carece de ciertas emociones: es un impotente moral.

Al menos, en algunos casos le piden raramente los sentimientos que no puede dar y que, en consecuencia, él tampoco reclama de ellas.

«Adoro el pollo, no tengo necesidad de que el pollo me ame», decía un viejo marqués hablando de una joven bailarina que le detestaba.

El Sr. Guy de Maupassant es así.

El corazón de la mujer no sirve para el amor.

El Sr. Guy de Maupassant le gusta mucho recibir y recibe de un modo encantador. En París, En Cannes, en Étretat, en Chatou, no importa donde resida, invita a fiestas donde todo el mundo, debería decir todos los mundos, tienen el honor de asistir. Hay series. Las duquesas tienen su día, las casquivanas el suyo y las artistas se mezclan con discernimiento bien entre unas o entre otras.

Los días decentes, su prima, la Sra. Lepoittevin, las preside. Se charla, se baila, se juega. No a las cartas, ni a juegos literarios. ¡Oh! no. El joven maestro considera su arte como una labor que es necesario olvidar pasando un tupido velo. Cuando los negocios han acabado, no se habla más de ellos. Y los juegos que reinan en su caso son juegos infantiles donde se atropellan mucho, donde se roza un poco.

El divertimento de moda hoy es el pañuelo. El ejercicio consiste en que un paciente o una paciente situada en medio de la sala atrape un pañuelo que se lanzan las personas sentadas en los diferentes rincones de la sala.

El Sr. de Maupassant introdujo ese juego en las casas donde se las dan más de «intelectualidad»

Conocemos más de una mundana que se dedica a esta violenta gimnasia sin poder agarrar al paso el fugitivo trapo.

El Sr. Caron ha jugado a ese juego, la Sra. A... jugará también.

Sé incluso de un abogado de moda que acaba de ser contagiado por la fiebre del pañuelo. Cuando está solo, hundido en el trabajo más serio, se levanta repentinamente y agita los brazos desesperados para apoderarse de un pañuelo imaginario. Imposible curarlo.

Esperemos que los literatos corrijan a las personas de la alta sociedad de la manía de la literatura.

 

III

 

Un invierno me encontraba en Cannes al mismo tiempo que el Sr. Guy de Maupassant. Me lo encontraba en la calle a todas horas del día y de la noche, en la tierra, en el mar, por todas partes, y me preguntaba cuando trabajaba.

El misterio era bien sencillo: apenas trabajaba dos o tres horas diarias. Tiene una facilidad prodigiosa. Prueba de ello son esos pocos instantes dedicados a su oficio y su prodigalidad de producción.

Desde 1880, época en la que debutó, escribió más de trescientos relatos.

Y no hablo de sus novelas, que son muy largas; y adviértase que se trata de obras eminentemente artísticas.

Sus manuscritos, de una escritura clara y firme, están sin una tachadura.

Cuando trabaja, lo hace apaciblemente, como cuando come y como cuando habla. El Sr. Guy de Maupassant no conoce la exaltación.

Si una visita molesta acude a su casa mientras él está en su mesa, el Sr. Guy de Maupassant le recibe. Cuando el visitante ha partido, retoma con filosofía su tarea interrumpida. Uno no se arriesga a ser inoportuno con este hombre.

Leed por encima de su hombro, ni lo penséis, no seáis indiscretos. Es un escritor que no se molesta nunca. Para él, la inspiración no existe.

Suponen ustedes bien que tal seguridad no se obtiene enseguida.

Cuando aún no era más que un oscuro y pobre empleado en el ministerio de la marina, el Sr. Guy de Maupassant se escapaba con frecuencia de Paris los domingos y tomaba el tren hacia Rouen. Iba a Croisset, a someter a Flaubert el relato escrito entre los asuntos administrativos, sobre el papel timbrado del gobierno.

Almorzando, leía su trabajo: durante meses, durante años, el terrible autor de Madame Bovary, rompía los manuscritos.

Hace seis años solamente que el Sr. Guy de Maupassant pertenece al público, pero hace más de quince que escribe.

Me atrevería a decir que el alumno ha superado al maestro.

Sólo o casi sólo entre nuestros novelistas, el Sr. Guy de Maupassant me parece haber producido obras maestras.

Boule de Suif, Les Sabots, Un Héritage, Une Fille de ferme, Miss Harriet, Ce cochon de Morin, Mademoiselle Fifi, Un Baptême, – estoy tentado a añadir Bel Ami – aseguran su gloria.

Sus obras son la vida misma. Sus personajes no tienen autor. Caminan, hablan, actúan ante nosotros como seres reales y familiares. Se les ha encontrado antes, se les reconoce.

El Sr. Guy de Maupassant no parece pensar y sin embargo hace pensar más que los demás.

No se parece a ningún escritor contemporáneo. Por diversos aspectos, me recuerda a los viejos maestros del siglo XV o del XVI. Evidentemente, procede de Rabelais, de Brantôme y de los alegres contadores de esa época.

Él tiene su franqueza, su observación implacable, su obscenidad inocente. También posee una suprema indiferencia por el bien y por el mal, su vigor, su imaginación.

En cuanto a su forma, no veo nada más bello, incluso buscando entre los nombres famosos.

Es la alegría de los letrados e iletrados, pone a todo el mundo de acuerdo.

Escribiendo, el Sr. Guy de Maupassant no olvida que es necesario gustar a los ignorantes al mismo tiempo que a los cultivados.

Pero el análisis de su obra exigiría muchas páginas.

Tanto peor para la Academia si no quiere franquear su umbral.

Es un admirable prosador, un gran artista, y, no temo adelantarlo, el más fuerte de nuestros realistas.

Quizá haya reflexionado menos que Zola, pero ha mirado mucho más.

Tengan cuidado, este joven que no habla nunca de su talento, bien podría tener algunos siglos de celebridad.

 

Georges de Porto-Riche

 

Publicado en Le Gaulois, el 24 de octubre de 1897

Traducción de José Manuel Ramos González para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant