Le Gaulois, 25 de octubre de 1897

 

EL MONUMENTO DE GUY DE MAUPASSANT

EN EL PARQUE MONCEAU

 

Ayer se ha producido la glorificación de un gran escritor, glorificación muy sencilla y melancólica, bajo un pálido sol otoñal, en la reunión de unos cuantos: Guy de Maupassant no hubiese deseado nada más ni mejor.

El gobierno se había hecho representar por el Sr. H. Boucher, ministro de comercio, y por el Sr. Henry Roujon, director de bellas artes; la Ciudad por el Sr. L. Puech, vicepresidente del Consejo Municipal, y el Sr. Berdeley, alcalde del Octavo Distrito; la Sociedad de Hombres de letras por el Sr. Henry Houssaye, de la Academia Francesa, presidente, y los miembros del Comité. El Sr. Selves, prefecto del Sena, imposibilitado en asistir, estaba representado por su jefe de gabinete. El Sr. Sazerac de Forges.

Entre el número de invitados de la Sociedad de los hombres de letras que, es de justicia citarlo, había tenido la feliz iniciativa del monumento, debemos nombrar a los Sres. Emile Zola, Jules Claretie, Georges Ohnet, Jean Béraud, P. Ollendorff, Benjamin-Constant, Aurélien Scholl, Marcel Prévost, Henry Céard, René Maizeroy, Bouvard, Jules Case, Joseph Reinach, Jean Rameau, Pierre Valdagne, Gustave Toudouze, Forichon, Jacques Normand, Marc Mario, Oscar Méténier, el adaptador de Mademoiselle Fifi de la que, coincidencia curiosa, se representaba ayer noche el centenar de funciones; Edouard Montagne, Paul Alexis.

 

Fue el Sr. Henry Roujon quién tomo en primer lugar la palabra. El director de Bellas Artes recordó las palabras del Sr. Raymond Poincaré, al día siguiente de la muerte de Guy de Maupassant: «Cuando parte antes de tiempo un artista como éste, a quién cada uno de nosotros debe el reconocimiento de inolvidables impresiones, no sólo un duelo se abate sobre la literatura, sino que algo de nosotros mismos desparece, es una parte de nuestro corazón que parece morir.» El gobierno, representado por el Sr. Poincaré en las exequias del escritor, debía reivindicar el honor de conceder a Maupassant «su tributo de gratitud y admiración». El Sr. Henry Roujon, que fue «amigo de Maupassant, uno de sus compañeros de juventud, el camarada de sus años de aprendizaje y el testigo constante de su vida», estaba particularmente cualificado para evocar el recuerdo de aquél que hoy se glorifica.

Guy de Maupassant nació a la vida literaria bajo el «excepcional patronazgo» de Flaubert, «el ya casi legendario». De inmediato el éxito saludó sus debuts de poeta. Su colaboración en las Soirées de Médan, donde «Maupassant prosista se revelaba mediante una obra maestra», iba a situarlo en primer plano. «En un día, el autor de Boule de Suif se hizo ilustre.»

El Sr. Henry Roujon analizó sucintamente la obra de Maupassant.

 

Es quizá en algunos de sus cuentos donde se muestra el más grande, y la posteridad elegirá probablemente entre las antologías donde están dispersos los elementos indestructibles de su gloria. Era narrador por derecho de nacimiento, contador como se es a la vieja usanza en este país de Francia, donde uno se complace con las canciones alegres y los relatos claros. Entre estos cuentos tan auténticos de verdad eterna y com pletamente impregnados de humanidad, los más sabrosos tal vez sean aquellos donde se revela la visión maravillosa que tuvo de las costumbres y caracteres de su Normandía natal. Será el testigo de los normandos modernos, testigo verídico hasta la crudeza, a la vez cruel y gentil, pero «sin falsedad», como decía Montaigne.

 

He aquí la parte del discurso del Sr. Henry Roujon que produjo una intensa emoción:

 

... El incomparable narrador tenía tantos amigos desconocidos que su larga agonía fue un duelo público. La muchedumbre emitió el lamento de la heroína de Shakespeare: «¡Oh! exclamó ella como Ofelia, ¡oh! ¡ver a esta noble y soberana razón, retorcida y gimiendo como una campana resquebrajada! ¡Ver la belleza de esta juventud en flor ajada por la demencia! ¡Haber visto lo que he visto, y ver lo que veo!»

Quedamos, después de tantos años, estremecidos e indignados de esta absurda y abominable aventura. El drama de la muerte de Maupassant nos vela el pensamiento deslumbrante de su vida; su destino nos hace tocar el trasfondo de la gloria humana y medir la vanidad del genio. Estamos obsesionados, a nuestro pesar, por esta frase desoladora del gran antepasado Chateaubriand, al que Maupassant y su maestro Flaubert tanto les gustaba recitar bajo las frondosidades de su Croisset: «¡Hombre, tú no eres grande más que por tu desgracia! ¡Sólo eres algo por la tristeza de tu alma y la melancolía de tu pensamiento.»

Pero, caballeros, la historia de Guy de Maupassant, no es sólo un nombre más a inscribir en el martirologio del arte, es una línea a grabar en letras de oro en el Panteón de las glorias literarias. Apartemos los recuerdos amargos. ¡Helo aquí, revivido entre nosotros! Él nos ha sido devuelto por el prestigio del arte y la piedad de sus colegas. Paris le da asilo en el lugar delicioso que amó y que describió como sólo él sabía hacerlo...

... Nuestro agradecimiento, caballeros, por haber sabido, con tanta paciencia y amor, elevar un monumento imperecedero a uno de los escritores de este tiempo cuyo nombre perdurará en el tiempo. A aquellos que lo han amando parece, gracias a ustedes, ver errar a través de este radiante otoño su sombra sufriente, por fin apaciguada.

 

El Sr. Henry Houssaye hace entrega del monumento a la Ciudad de París. Luego explica cuales fueron exactamente las cualidades de Guy de Maupassant:

 

Contador, Guy de Maupassant tiene más alegría que espíritu, describe mejor la pasión que el sentimiento, cautiva más que encanta. Hace vivir por la acción, no por el análisis. La psicología se desprende, como en la vida, de los actos y las palabras de los personajes. Ellos mismos revelan sus sentimientos y desvelan su pensamiento. Escritor puramente objetivo, Maupassant se encarna en sus creaciones, vive en ellas, sufre con ellas, y a su vez, como ellas lo son, malvado o ingenuo, cruel o tierno. Siente con tal intensidad y sabe expresar tan vivamente que todo lo que escribe palpita de vida. Tantas escenas, tantos cuadros de la más sobrecogedora realidad. Un ejemplo entre otros. Maupassant no se jactaba de patriotismo. Ahora bien, recordemos algunas páginas, algunas frases de Boule de Suif, de Mademoiselle Fifi, sobre todo de l’Angelus, esa novela inacabada. En sencillos episodios domésticos, Maupassant evoca con un singular poderío las miserias y las vergüenzas de la invasión. Parece que haya sentido, como un soplo en la mejilla, cada una de las etapas del enemigo en suelo francés.

 

Para el Sr. H. Houssaye, Maupassant merecía sobradamente los honores que hoy se le rinden. Nadie se preguntará nunca ante este monumento: «¿Quién es?», pues el nombre de Maupassant será imperecedero.

 

El Sr. L. Puech, vicepresidente del Consejo Municipal, expresa su agradecimiento en nombre de la Ciudad, a los promotores de la ceremonia. No alabará al escritor, de eso ya se encargaron sus iguales extraordinariamente.

 

Pero, dice él, hay un aspecto por el que Maupassant pertenece a esta población de París, a esta multitud sobre la cual tantas veces se ha expresando con una rudeza que raya la injusticia: su humor cáustico y frondoso, la franqueza casi brutal de sus apreciaciones y, sobre todo, su profunda piedad por las miserias y los sufrimientos inmerecidos...

Es de aquellos cuya obra y nombre añaden un nuevo fulgor a la corona de la patria. Estará bien aquí en el centro de este gran Paris tan celoso de sus glorias, en este jardín siempre colmado de alegres rumores, no lejos de este manto de agua agitada, bajo estas sombras repletas de pájaros familiares. ¡Aquí tal vez pueda encontrar el descanso que ni la gloria, ni el culto de un arte sublime habían podido proporcionarle!

 

A su vez, el Sr. Beurdelye, pronuncia algunas palabras, luego recuerda las líneas escritas sobre el parque Monceau por Maupassant, y que ya se han leído en el Gaulois du dimanche.

 

El Sr. Zola habla a continuación en nombre de los amigos del escritor:

«No de los amigos desconocidos e innumerables que le valieron sus obras, sino de los amigos del principio que lo conocieron, quisieron, seguido en su marcha hacia la gloria.»

Fue cerca del parque Monceau en casa de Flaubert, que vivía en la calle Murillo y cuyas ventanas daban al verde césped de este jardín, como Zola conoció a Maupassant:

 

Vuelvo a verme inclinado allá en lo alto, codo con codo con él, mirando ambos las bellas sombras, percibiendo un rincón brillante del manto de agua que está allí, charlando de ese pórtico cuyas columnas se reflejan en ella. Y que extraño resulta, después de veinticinco años, que ese joven, entonces desconocido, reviva aquí mismo en el mármol, ¡y que sea yo quien tenga la dicha de saludar su inmortalidad!

...Luego llegaron los años del debut. Entonces, Maupassant entablando otras amistades, partió a la conquista del mundo con Huysmans, Céard, Hennique, Alexis, y Mirbeau, y Bourget, y otros más. ¡Que hermosa fiesta de juventud! ¡Cómo ardían los cerebros! ¡y cómo esos lazos, de simpatía al principio, se fueron solidificando! Pues, si la vida hizo más tarde su obra, si llevó a cada uno hacia su destino, hay que decir bien alto que Maupassant siempre permaneció siendo un amigo fiel, siempre tuvo para sus antiguos hermanos de armas la mano tendida y el corazón cálido.

 

Llego el éxito y la celebridad fulguró como un rayo.

 

... Y, hasta después de la tumba, veis que la gloria le ha sonreído, puesto que he aquí su memoria que se eterniza en este gracioso monumento, símbolo del don que la mujer le había hecho de su alma, y puesto que festejamos aquí su busto, cuando tantos otros de sus mayores, y más ilustres, ¡todavía esperan el suyo!

Es que Maupassant es la salud, la fuerza misma de la raza. ¡Ah! ¡qué delicia glorificar finalmente a uno de los nuestros, a un latino de cabeza límpida y sólida, un constructor de bellas frases, ¡deslumbrantes como el oro, puras como el diamante! Si tal aclamación ha resonado constantemente sobre sus paso, es que todos reconocen en él a un hermano, un nieto de los grandes escritores de nuestra Francia, un rayo de buen sol que fecunda nuestro suelo, madura nuestras viñas y nuestros trigales. Se le amaba porque él era de la familia y no tenía vergüenza de serlo, y porque mostraba el orgullo de tener el sentido común, la lógica, el equilibrio, el poder y la claridad de la vieja sangre francesa.

Querido Maupassant, mi joven amigo al que he querido, que he visto crecer con una alegría de hermano, yo aporto a tu entrada en la gloria el aplauso de todos los fieles amigos de antaño. Si nuestro buen y gran Flaubert pudiese desde el más allá, desde su mesa de encarnizado trabajo, asistir a tu glorificación, como se le henchiría su corazón de orgullo, viéndonos rendir este homenaje a aquel que llamaba ¡su hijo literario! Y su sombra está al menos, y, por mi voz, estamos todos aquí, nosotros te admiramos, te queremos saludamos tu inmortalidad.

 

Finalmente la Srta. Marthe Brandès, de la Comédie Française, recitó, como sólo ella sabe declamar, con un abundante lirismo, los versos escritos por el Sr. Jacques Normand para mayor gloria de Guy de Maupassant.

 

La multitud, que se había mantenido agrupada en la proximidad del monumento, fue admitida a continuación a desfilar ante el bello mármol del Sr. Verlet – fielmente reproducido en nuestro suplemento – adornado con flores por «parte de un ausente», el Sr. Armand Silvestre.

 

H.L.

 

Publicado en Le Gaulois, el 25 de octubre de 1897

Traducción de José M. Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant