Le Gaulois, 25 de diciembre de 1895

UN NORMANDO

 

Guy de Maupassant es normando. En su juventud, educado en Rouen, llevaba sus versos a Flaubert y a Louis Bouilhet. De ellos adquirió, sino el amor, – del que ya estaba penetrado – al menos el respeto por la literatura. Por otra parte, por un genio innato, sentía intensamente los asuntos del terruño, y también el poder de las palabras. Las palabras son los frascos mágicos en los que los hombres han encerrado todos sus deseos, todas sus esperanzas, y también todos los males que padecen.

Recuerdo como si fuese ayer, esas veladas de Zola, donde vi a Maupassant por vez primera. Eran veladas singulares. Entrando se percibían algunas manchas verde claro y amarillentas suspendidas en un marco dorado, – paisajes de impresionistas. El mobiliario era de madera contrachapada, flores de diversos colores; y unos libros amontonados sobre las sillas y los sofás. Lo más bello era una cabeza lívida – hombre o mujer, no lo sé – que parecía un Ribera. Esta cabeza era de Cézanne. Los parisinos se rieron mucho de ese pobre Cézanne, en la primera exposición de los pintores llamados impresionistas. Imagino que Zola también se ha acordado de él en l’Oeuvre que nos va a entregar.

Maupassant hacía un buen efecto en ese salón de la calle de Boulogne. Reverenciaba a Zola, pero sin servilismo. Parecía «menos hombre de letras» que el resto de los comensales de los jueves, y, como se advertía en él algo fuerte y paciente, esos jóvenes eran desconfiados. Maupassant tuvo el honor de justificar esa emoción.

Aparecieron Les Soirées de Médan, y conoció el éxito. Los demás – aparte de Huysmans – no tenían mucha relación con Maupassant. Y de hecho, su Boule de suif es una historia muy divertida, un cuento hecho para una cena, cuando se descorcha el champán, pero contado con un arte infinito. Como París se aburría, y solo se escribían historias negras y algo pedantes, Boule de Suif subió las nubes. Desde ese momento, las personas más sagaces pronosticaron los más grandes éxitos a Guy de Maupassant.

Para dar la razón a esas personas, Maupassant se dedicó a escribir en los periódicos.

 

No hay nada como eso. El periódico es semejante al carro del gran héroe indio Rama

– carro espacioso como una ciudad, animado, casi un dios por sí solo. Ese carro con su pabellón, se mueve entre lo más denso de las multitudes, transportando a donde va a las personas que lo utilizan. De entre ellos, el rey es quién lance más lejos su flecha.

¡Oficio estéril, seguramente! Pues son flechas perdidas. De poco sirve alguna crónica seis meses después de que haya aparecido. Fue entonces cuando Maupassant, del que ya he señalado que es normando, tuvo una idea de un gran sentido común, una idea genial. Imaginó esos relatos, de longitud de dos columnas o dos columnas y media. Esos relatos eran, con seguridad, «para el periodismo», como se dice y sin embargo no lo suficiente. Bastaba, al cabo del año, reunir todos esos artículos y volverlos a leer en algún grueso volumen. «¡Yo, un periodista! Venga ya... ¡Soy un pájaro, ved mis alas!» escribía antaño La Fontaine.

El invento es tan grandioso que tuvo un gran éxito. Fue el Gaulois al que Guy de Maupassant había dados sus primeros relatos. De inmediato se fundó un periódico que explotó este filón. Fue el Gil Blas, especie de Heptámeron, donde cada narrador nos contaba un cuento los siete días de la semana.

Se puede adivinar como un renombre puede convertirse de ese modo en una bola de nieve. Una crónica de periódico que se convierte en relato de libro, luego esos libros, acumulados, arrastrando a muchos lectores, las palabras formando avalanchas. De modo que al cabo de pocos años Mauassant era más famoso que los jóvenes de su edad, y tan conocido como un tenor.

Hay que reconocer, por otra parte, que Guy de Maupassant merece su celebridad. Tiene todo lo necesario para gustar; ideas claras, sencillas e intensas, un estilo sólido, sin palabras rebuscadas. Añadiría que, cuando nos habla de los animales, la sensibilidad de Maupassant es sorprendente. Escribió historias de perros que todavía permanecen en la memoria. Hartos de hablar de los hombres, los escritores actuales conceden su simpatía a las bestias. Zola también se dedicó a contarnos cosas de fieras. La muerte de un perro aparece en la Joie de vivre, y la muerte de un viejo caballo en Germinal. ¡Ah, si Zola tratase a la humanidad como a su perro!

 

Se podría encontrar otra razón para este éxito universal de Guy de Maupassant; y es aquí cuando evoco el talento del autor de Monsieur Parent.

Uno se acuerda extasiado de dicha de Dumas teniendo un padre tal como el suyo. Padre carnal, no de genio. El escritor de los Tres Mosqueteros no facilitó las cosas al autor de la Femme de Claude. Por el contrario, Maupassant tuvo la suerte de tener un antecesor y un gran precursor. Los veinte años de trabajo literario y de esfuerzos obstinados de Gustave Flaubert allanaron todos los caminos de Guy de Maupassant. Flaubert preparó para él las emociones y las ideas, toda la sensibilidad de la Francia contemporánea. Si Un coeur simple, Madame Bovary, y Bouvard et Pécuchet no hubiesen sido publicados, se comprenderían menos estas historias normandas de Guy de Maupassant.

No queremos decir que éste último haya pensado en imitar a su maestro. Lo hace inconscientemente, y de un modo tan natural como respirar. La tía Rollet, el abad Bournisien, la Felicité de un Coeur simple, y cantidad de otros personajes, son los tipos según los cuales Maupassant concibe a los suyos. No inventa nada nuevo. Clasifica de otro modo unos documentos humanos ya catalogados. El autor de Salammbó se parecía, en efecto, a uno de esos terratenientes de la antigüedad, que ni ellos mismos conocían los límites de sus dominios, y que paseándose por ellos Maupassant explota esas partes del genio de Flaubert donde Flaubert nunca ha ido. No se trata de una burda imitación; es penetración de un talento por un talento superior. El espíritu de Flaubert envuelve por completo toda la obra de Maupassant, como un gran cielo cubre una estepa.

Son innumerables las reminiscencias de Flaubert en los libros de Maupassant. La más flagrante, seguramente, estaría en el drama en un acto, que el autor de les Souers Rondoli entrega al teatro Cluny, en colaboración con el Sr. Busnach. Allí estaba exactamente, adaptada al teatro, el final de madame Bovary. En el largo relato que impone su nombre al volumen aparecido estos días en la editorial Ollendorff, Monsieur Parent, se encuentran fácilmente. En la página 40 – «pues el suelo se movía como una barca», nos recuerda las sensaciones de Emma cuando sale del castillo de Rodolphe; en la página 59, donde Maupassant describe como hay que beber el licor, y en la gran escena en la que la Sra. Parent dice a su marido: «Mírate, no serás más que un pingajo, ¡un pobre hombre!» ¡Un pobre hombre! La frase que Emma aplica a su «Charbovary»; – y, en efecto, el Sr. Parent es un Bovary calcado, menos profundo y menos heróico, y que no muere de dolor.

 

Diré todo lo que pienso. Maupassant tomó las figuras secundarias que se ven en la obra de Flaubert, e hizo de ellas sus héroes.

No encontramos ya en sus libros el lirismo emocionado, estremecedor del autor de la Tentation, ni ese gran sollozo de histeria y de un ideal doloroso que engrandece la obra de su maestro. Maupassant se ha hecho tranquilamente y resueltamente realista. Ha descendido del roquedal desde donde se invocaban las estrellas extendiendo los brazos hacia el cielo. Se mantiene al borde del camino donde desfila la multitud, y la describe tal como la ve, ávida, agitada y bulliciosa.

La completa carencia de ideal es una causa del éxito en una época habituada a apreciar la exactitud, y que se ha debido conformar hasta en los decorados de teatro. Los espejos que nos presentó el autor de Une Vie y de Bel Ami parecieron tan fieles y tan netos que se exclamó de placer. ¡Cómo prefiero, a esas dos novelas, sus cuentos campesinos, sus historias normandas! Maupassant se muestra en ellos como un excelente pintor de grotescos. Es un Téniers; es un Lenain. Hace ocho días, yo evocaba, a propósito de Maupassant, el recuerdo de Henry Monnier. Precisamente encuentro en ese Monsieur Parent, puesto a la venta el martes, una auténtica escena de Monnier, unos Tribunaux rustiques dialogados.

Se piensa en otras personas cuando se lee a Maupassant. Y entiendo que eso vaya en detrimento del joven maestro. Así como todos los escritores que no aceleran su fortuna de un día a otro, Maupassant tiene fuertes vínculos y raíces en ese viejo suelo francés que ha producido tantas obras maestras. Leyendo últimamente, l’Elite des Contes, del señor d’Ouville, me he visto obligado a pensar en el autor de los Contes de la Bécasse. D’Ouville era además un normando como él, amante de hablar sin trabas, de contar chistes, de hacer bromas de mujeres y aldeanos. Tal vez también, dentro de trescientos años, se publique l’Elite des contes de Guy de Maupassant; ¿y qué escritor de hoy, digo de los más famosos y de los más celebres, está seguro que una sola de sus obras maestras subsistirá dentro de trescientos años?

Nada permanece más tiempo en la memoria de las generaciones que los pequeños relatos cortos y rápidos, conteniendo una gracia o una moralina. Las únicas obras maestras de Oriente que hayan calado hasta en Europa, y eso durante dos mil años, no son los grandes poemas Ramayana o Mahabharata, sino los pequeños apólogos contenidos en el Pantchatantra. Se pueden encontrar la mayoría en los cuentos de la Fontaine.

 

Deseamos parecida fortuna a esos relatos substanciosos, cortos y nerviosos, de Maupassant. Algunos de ellos seguramente son dignos de convertirse en cuentos populares. No en esos cuentos míticos donde se encuentra al Gran Ogro en la historia de Pulgarcito, sino historias burlonas, de aquellas que los paisanos cuentan por la noche a las viejas, como se contaban antaño las fábulas.

Ningún escritor de hoy, aparte de Maupassant, se arriesga a semejante fortuna. Todos permanecen siendo unos mandarines, asentados en su mandarinato, y mirando discurrir sus versos, o las palabras de sus periódicos como unas peonzas. Cuando todos seamos olvidados, grandes y pequeños, débiles y poderosos, y los que cantan la pasión y los que cantan la neurosis, quizá alguna buena anciana, sentada en un rincón al lado de la lumbre, contará algún relato transformado y transfigurado, un cuento burlesco de campesinos, contado antaño por Maupassant; – y ¿quién sabe si permanecerá, en todo el mundo, algo de nuestras costumbres y nuestras pasiones solamente en la trama de esa historia?

 

ÉLÉMIR BOURGES

 

Publicado en Le Gaulois, el 25 de diciembre de 1895.

Traducción de José M. Ramos González para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant