Gil Blas 1 de julio de 1883

CARTAS QUIMÉRICAS

 

LA SINCERIDAD

 

A GUY DE MAUPASSANT

 

I

 

Mi querido poeta, ha dado usted un espectáculo que sería de los más asombrosos, si algo fuese asombroso; pero nada lo es. Lo que resulta extraño e inexplicable, son sencillamente las cosas mal observadas. En este París en el que Víctor Hugo  ha acaparado legítimamente toda la gloria, y donde es tan difícil obtener un poco de renombre o un poco de notoriedad, usted lo ha conseguido al primer intento. Ha dado de pleno en el objetivo, como una flecha, y de inmediato se ha equiparado con los viejos escritores más ilustres. Desde luego usted tiene mucho talento; pero el talento no basta para crear un milagro semejante: ¿Por qué se ha producido entonces? ¿Es tal vez porque tiene usted mucha fortuna? ¡Ah! ¡Dejemos las palabras vacuas a los que se conforman con vocablos insignificantes a base de haber sido mal empleadas!

La fortuna es algo que el hombre recoge y construye él mismo, como el hierro se forja a martillazos en el horno al rojo vivo.

Usted se ha hecho famoso enseguida porque su instinto ha adivinado que la única condición del arte es dar a los delicados y a la multitud aquello de lo que están sedientos: la Sinceridad. Ser sincero, todo consiste en eso; no hay otra regla, no hay otra poética, y todos esos idiotas que dicen lo contrario mienten. ¡Oh!¡ ¡Qué encantadora, reconfortable y feliz sorpresa la de los lectores cuando le vieron llegar exento de toda afectación y de toda mentira, no intentando dar al público gato por liebre, o hacerles ver en pleno mediodía treinta y seis velas!  No se puede dejar de releer Boule de Suif, donde usted ha mostrado la fealdad del Egoísmo humano, sin dejarse seducir por las sirenas de la Antítesis, y sin verse tentado a hacer de su heroína una figura sublime. Se devora la Maison Tellier, donde usted nos hace ver las putas tal como son, tontas y sentimentales, sin adularlas ni censurarlas, y no arrastrándolas por el fango, ni elevarlas a las estrellas. Y ese otro relato donde, de una palabra cruda dicha a un oficial prusiano, la situación se torna magnífica cuando otra puta abofetea audazmente a los vencedores. Esa miserable criaturas entonces transfigurada, esa prostituta vengadora, usted  la salva mediante el cura del pueblo, quién la oculta en el campanario. De ese modo no tiene miedo a pasar por clerical más que de pasar por ateo. Usted no tiene miedo de nada.

 

II

 

¿Y qué podría temer aquel que mira la Verdad a la cara, y trata de describirla tal como es? En su novela Une Vie, cuenta el destino de una mujer, mil veces más emocionante en su trivialidad dolorosa que si usted hubiese forzado y llevado a un falso ideal los acontecimientos y los caracteres. Los hechos son los que ocurren a diario, los personajes no son buenos o malos de una pieza; es la vida tal como es, en toda su simplicidad y en todo su horror.

Ha tenido usted la gran idea de ser sincero, y no hace falta más para situarle en primera línea. ¿Pero es usted el único que ha tenido esta idea después de tanto tiempo? No, gracias al cielo, y si la injusticia no nos cegase, veríamos que en este siglo como en los anteriores, toda gran novedad poética ha sido un esfuerzo dirigido hacia la sinceridad. Chateaubriand, Lamartine, Hugo, Musset, Balzac, Baudelaire, Flaubert, Leconte de Lisle, Zola, los Goncourt, Alphonse Daudet, todos han sido hombres que han intentado subsistir en connivencia con la verdad y la observación directa. Para los primeros de entre ellos, es un débil argumento y una mala excusa decir que su estilo hoy está pasado de moda. La Verdad por sí misma, cuando sale de su pozo, tiene modos diferentes de desnudarse y llevar su desnudez, pero reprocharle tener un seno de 1850 y no un seno de 1880, ¿no es caer en la estulticia y en la argumentación pueril?

¿Entonces quién nos cierra los ojos y nos impide ver realmente como se ha pasado la llama de mano en mano, y que todos los genios han sabido y querido hacer esa gran ruta hacia la sinceridad  que nosotros aplaudimos? Si la Crítica desconocía esta verdad evidente, es que está obnubilada por una idea falsa de la que no puede desprenderse. La Crítica se imagina que en arte hay ESCUELAS, mientras no hay y no puede haber INDIVIDUOS. Todo genio es necesariamente un individuo, un ser aislado, precisamente porque la sinceridad es su única regla y nadie puede pedírsela prestada o robarle su modo de ser sincero.

La no comprensión de esta premisa tan simple es la razón por la cual el muy gran escritor y novelista Émile Zola se confunde tan a menudo en su crítica. Él cree que hay una ESCUELA de Hugo; no hay más que una ESCUELA de Zola. Esta quimera le impide ver que cuando Victor Hugo, muy joven, componía un poema sobre la vaca y lo titulaba: La Vaca, hacía exactamente lo que Zola hace hoy, y combatía en el mismo combate.

 

III

 

Pero, se me replicará, ¿acaso quiere usted negar que hay imitadores? Con seguridad no quiero negar una evidencia que salta a la vista; pero un rebaño entero de imitadores no constituye una escuela, de igual modo que cien mil ladrones reunidos no forman un ejército. Se es imitador por falta de recursos, por cobardía, por pereza. Es la razón por la cual la primera obra de los imitadores está siempre reducida a una convención, a una fórmula hecha, horriblemente fácil de aplicar y seguir, lo que ellos creen que constituyen los procedimientos del maestro. Ahora bien, sea cual sea el maestro digno de ese nombre no tiene procedimientos. Su única regla es observar lo más exactamente y lo más asépticamente posible la naturaleza, la vida, el alma humana, y sus medios de expresión son tan variados como sus sensaciones son infinitas y diversas. Sus imitadores son pues sus peores enemigos, lo contrario de lo que él mismo es y en absoluto de su escuela. Irritado por  procedimientos inmutables que están en efecto al alcance de todo el mundo, Zola se ha visto inducido a negar la sinceridad entre los escritores que ha creído que pertenecen a la escuela de Hugo, y en consecuencia, mediante un pensamiento natural, en el propio Hugo. Es como si el sargento del pueblo quisiera arrestar a un transeúnte a quien le hubiese intentado sustraer su reloj.

Al contrario, tratemos de ser completamente sinceros, tanto en la crítica como en la invención, y reconoceremos que mediante esa única condición, todo genio, novelista o poeta, nos ha  liberado de la convención y de la fórmula. Pero sin cesar renacen y pululan de nuevo. Esos monstruos que nacen en la corrupción y en la podredumbre del espíritu y bien el sol, la verdad o el claro Apolo les han atravesado y matado con sus flechas de luz.

Sí, sincero todo el mundo quiere serlo, todo el mundo lo sería si no fuese por el demonio que los lleva hasta lo alto de la montaña y que, a precio de un poco de cobardía y renegación, a fin de que se le adore, él, el demonio Lugar Común, os promete y muy seriamente los reinos de la tierra. Basta halagar el prejuicio burgués, consentir una turbadora confusión entre la poesía y la moral (dos ciencias absolutamente diferentes la una de la otra, y que no tienen nada que ver) para obtener todas las riquezas, todas las recompensas, todos los honores materiales. El mundo tal como es no pide más que una cosa: que se finja verlo y que se consienta en describirlo tal como pretende ser, abriéndoos su caverna de Aladino y prodigándoos todos sus tesoros.

 

IV

 

Sea porque un dios la haya cegado, o porque haya sentido la imposibilidad de luchar contra el alma de la Taquilla, que es la dominadora y gran inspiradora puesto que paga, la Comedia moderna ha consentido este compromiso, y aunque fabricada por inmensos talentos, se ha limitado a representar una sociedad convencional, tan abstracta como la tragedia de Racine. Parece que no solamente no ha mirado la vida, sino que ni siquiera ha conocido La Comédie Humaine de Balzac. Ella divide el género femenino en dos clases: por un lado las mujeres que se arrastran por el fango. Olvida decirnos en lo que se convierten las hermosas y decentes damas muy conocidas por haber amado, y que sin embargo están rodeadas de la admiración y del respeto de todos. Ella no se explica con respecto a las Pompadur a quienes los obispos arrodillados les calzan humildemente sus zapatillas.

La mayoría de los académicos son pensadores o escritores de primer orden, individualmente muy estimados; pero la Academia, como colectividad, siempre ha sido objeto de burlas, y nada más justo, pues, tomada en su conjunto, se deja gobernar por un prejuicio que no consentiría aisladamente ningunos de sus miembros que la componen. Ella se imagina, cree y quiere hacer creer que la mejor de las obras de arte es aquella que se propone un objetivo moral inmediato; desde este punto de vista, ¡tanto La Iliada como la Venus del Milo serían obras muy inferiores! En vano vamos a reducir esta nadería a su justo valor y que esa tela de araña se desgarre por la espada del caballero que pasa. El cuerpo académico insiste y se obstina. Sobre un zócalo para inspirar sus sesiones, y sobre las coberturas de sus discursos, no valora la figura de la Poesía, sino la de la Prudencia, como si nunca pudiese ser prudente hacer otra cosa que aquello que ella pretende.

La Revue des Deux-Mondes es el camino de la Academia, y lleva a la Academia tan directamente como la línea recta es el camino más corto entre dos puntos. Esas dos instituciones están fundadas sobre el mismo principio: en saber que una educación refinada, de bellas relaciones en la sociedad y una cierta respetabilidad  son imprescindibles para tener categoría de genio: ¡también deben completarse y mantenerse recíprocamente! Usted ha podido comprobar como, desde el primer instante en que un escritor se pone en marcha hacia la Academia, lo primero que hace es entregar a la Revue des Deux-Mondes alguna novela donde cada personaje es ideal, y donde las personas que encuentran una cartera perdida, lejos de tomar los billetes, ¡la entregan!

El verdadero artista no se preocupa de todo eso. El cree, no en Amadis ni en Almanzor, ni en Eloa o Elvira, sino en hombres y mujeres, y no se gana al público con álbumes, bailes de gala y jardines con cascadas, por el contrario se apodera de todo lo que es ingenuo y de todo lo que piensa, de los grandes y de los pequeños, sobre los que la invencible Sinceridad pone su garra como un león. Eso es lo que usted ha logrado, mi querido poeta; ningún premio de prudencia y de buena mesura le ha sido concedido al alumno Guy de Maupassant; pero los innumerables lectores sentados a su festín han sentido que bebían el vino fortificante y amargo de la verdad.

 

THÉODORE DE BANVILLE.

 

Publicado en Gil Blas el 1 de julio de 1883

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2012

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