Gil Blas, 11 de marzo de 1882

 

NUEVAS NOVELAS

 

Entre los jóvenes que, desde hace algunos años, se han hecho rápidamente un lugar en las letras, quizá haya que citar en primera línea al Sr. Guy de Maupassant.

Poeta, novelista y crítico, el Sr. de Maupassant ha hecho gala del suficiente talento para llevar su barca de Caribdis a Escila[1], – si se me permite esta metáfora clásica, – y para escapar en parte al doble peligro de ser el discípulo de alguien y a su vez tener discípulos.

Considerándose un respetuoso alumno de Flaubert, el Sr. de Maupassant ha tenido mucho cuidado de no calzarse los zapatos del muerto, y, entre nosotros, imagino que no se verá tentado a finalizar Bouvard et Pécuchet! Ahora bien, un discípulo que no se vuelca en imitar las debilidades del maestro está salvado a medias, y le quedan oportunidades de ser original.

En cuanto a los discípulos que el Sr. de Maupassant tiene a su vez, pues el disciplinado está de moda en las letras, a falta de disciplina, no han conseguido comprometerlo y no han logrado ponerlo en ridículo. Ellos nos han contado sobre el Sr. de Maupassant algunas leyendas extrañas e indiscretas, y nos lo han descrito descendiendo el Sena en canoa, ¡como un pirata de corazones al que no asustase el botín de un convento entero! Pero esa pesada losa no ha oscurecido su barca, y se ha contentado con sonreír por esa crítica singular que trata de entrar en las alcobas y se preocupa del «macho» antes de fijarse en el escritor. El Sr. de Maupassant, a pesar del espíritu de camarilla que no ha hecho más que mermarlo, es sin duda uno de los hombres de la joven escuela, – evito adrede decir: de la escuela nueva. – con quien se debe contar. He aquí las razones. Yo he leído con interés un artículo publicado por él en el Gaulois, donde, sin reflexionar tal vez en ello y dejando correr la pluma, ha dejado escapar una cuestión de vital importancia.

Muy francamente, como se suele decir, el Sr. de Maupassant muestra un desdén transcendental hacia las novelas que «divierten». Afirma que están hechas al estilo Dumas. Los relatos maravillosos que han divertido ya a tres generaciones no son a sus ojos más que tonterías, y él no ha podido acabar la lectura de esos «libros», que se titulan El conde de Monte-Cristo o Los Tres Mosqueteros. ¡Ah! ¡Qué ganas tengo de refutarlo. Pero, ¿cómo habría de reprochárselo si desde una edad muy temprana había conocido el odio hacia la imaginación y hacia las obras que han nacido de ella! Sin contar que, en esas novelas que él proscribe, su crimen es ser «divertidas», ¡cuántas páginas hay que tienen una observación profunda y verdadera! Quiero abandonar a Dantés[2] y su tesoro. ¿Pero Villefort no es ambicioso, estudiado con un poderío shakesperiano? ¿Qué más real que Noirtier, Morel, Caderousse, la Carconte[3]? Y qué paisaje, qué decorado preciso y justo como el albergue de la Camargue, donde la vieja bruja dice a su marido: «Serás rico» exactamente como lady Macbeth dice al suyo: «¡Serás rey!»

Pero los jóvenes novelitas, de los que Maupassant toma la batuta, habiendo renunciado a «divertirnos», – y, ¡en realidad, están en su derecho! – ¿qué es lo que quieren del lector? Se ha podido creer un momento que buscaban simplemente interesarle por las descripciones. Las obras contemporáneas están, en efecto, llenas de «paisajes», y no de esos paisajes útiles que los grandes novelistas y dramaturgos  siempre non han descrito con trazo sobrio, sabiendo que era necesario mostrar al hombre en su medio, sino de paisajes minuciosos, pueriles, y, por resumirlo en una palabra, «preciosos». Pues la preciosidad es un defecto literario que puede aplicarse a todo y por todas partes. La afectación es la misma contando cuantos perlas tiene Chloris[4] en la boca y cintas en su aro que enumerar cuantos perros se han detenido en rincón de una calle para dar a un muro el color que ustedes ya saben. La joven escuela lleva ese defecto al más alto grado: se complace y se mira con complacencia. Aparte de que el estilo es pretencioso, en lugar de ser elegante y llano, ¡cuantas páginas de novelas nuevas parecen ser de Delille[5]! ¡Cuántas de ellas no valen como las del más pintoresco de los románticos, no difiriendo más que por la elección de los temas donde se ejerce y se da rienda suelta a su minucioso aburrimiento! ¡Y qué frialdad mortal en sus descripciones donde no nos hace gracia ni una llave en una puerta, ni una piedra sobre el camino, olvidando que la primera ley del arte es simplificar la naturaleza y buscar el efecto por la importancia diversa dada a los objetos, con el objetivo de causarnos una impresión particular. Esos grandes descriptores, esos cinceladores despiadados, en el fondo trabajan para satisfacer el gusto burgués que, en un retrato, ¡admira tanto la realidad de un botón de un chaleco como la expresión de una mirada!

 

Esta pintoresca actitud, sin embargo, no satisface en modo alguno a Maupassant. Él tiene el suficiente talento para constatar, al menos cara a cara consigo mismo, que describir un amanecer sobre el mar o la aparición nocturna de la luna en un jarrón olvidado sobre una ventana, es absolutamente la misma cosa. Sabe que al arte le hace falta otro elemento y él pone de relieve que el novelista debe emocionarnos, lo que es una gran concesión, ¡una concesión que echa por tierra los tres cuartos de las novelas de la joven escuela!  «Para conseguir emocionarme, dice, necesito encontrar en un libro a la humanidad sangrante; necesito que los personajes sean mis vecinos, mis iguales, pasen por las alegrías y los sufrimientos que yo conozco, tengan todos un poco de mí, etc.» ¡Maravilloso! Esta fórmula es excelente. Es incluso tan excelente que desde hace mil años que el arte existe en el mundo, ¡no ha habido otra!

Solamente se trata de saber de que forma nuestros jóvenes novelistas la aplican. Si por ejemplo tomo la novela de M.J.K. Huysmans, A vau-l’eau, respecto de la cual el Sr. Maupassant lanza esa bella carga de profundidad contra las novelas que divierten, y que nos da como un modelo acabado de las novelas que no divierten, es cierto, pero que conmueven. Veamos pues esta novela, tal como él la analiza, pues no quiero extraer más que lo que él ha expuesto sobre el tema. «Se trata de la historia de un empleado en la búsqueda de un filete. Nada más. Un pobre diablo, funcionario de un ministerio que al no tener más treinta centavos para cada comida, deambula de tugurio en tugurio, asqueado por la sosería de las salsas, la insipidez de las carnes de mala calidad, los dudosos senderos de la raya con mantequilla negra y el ácido sabor de los líquidos adulterados» ¡Eso es todo! He aquí lo que el Sr. Maupassant llama la búsqueda de «la humanidad sangrante». Esto es, la búsqueda del bistec sangrante que él hubiese debido decir!

Este drama de trescientas páginas, desarrollado entre dos personajes mudos, el estómago del Sr. Folantin y la cocina de las tascas a fin de extraer sensaciones e ideas generales. Confieso la dureza de mi corazón y la dureza de mi entendimiento. El Sr. Folantin no me emociona. Ese personaje me deja frío, porque es un personaje ideal, de pura fantasía, de pura imaginación, e imaginación por imaginación, prefiero a d’Artagnan. Se miente también a la Naturaleza y a la humanidad, sangrante o no, suprimiendo el estómago a un hombre quitándole el cerebro. Idealismo o naturalismo, con más o menos encanto, la mentira es la misma. Como gracias al cielo yo tengo una buena cocinera, las angustias del Sr. Folantin no me interesan del todo. ¡Ah! Si usted me hubiese contado las decepciones de la vida de un empleado, sus ambiciones, sus amores, sus temores por el porvenir, aunque mis ambiciones, mis amores, mis temores, fuesen de otra naturaleza, hubiese encontrado un punto de contacto. Yo hubiera encontrado allí, como lo exige el Sr. Maupassant, «un eco de mi vida». Pero tal como nos lo da, ese Folantin, en la búsqueda de un filete tierno, no puede gustar más que a las escasas personas que han dedicado su existencia al mismo objetivo. El autor se dirige a especialistas, poco numerosos, creo yo. Tomando ese tipo de libro como referente, se pueden escribir libros al uso de diversas categorías de enfermedades. Habiendo tratado de un modo de bulimia particular, el Sr. Huysmans puede pasar, sin inconveniente alguno, a la retención de orina o a la infección de vejiga. ¡Vea usted qué drama! ¡El Sr. Folantin, invitado a casa del ministro, y presa de la necesidad imperiosa mientras que Su Excelencia le habla de su porvenir! ¡o el Sr. Folantin enamorado, dejando caer su sonda ante su novia! Y aún así, habría más «humanidad sangrante» que en esos pretendidos estudios, ¡puesto que la ambición y el amor, que todos conocemos, intervienen y desempeñan un rol!

El defecto capital de la nueva escuela de los novelistas es no saber, por no haber observado el mundo, que, salvo raras excepciones patológicas, el hombre siempre tiene un ideal, y un ideal que no se limita siquiera a su propia persona. La eterna y única fuente de interés cómico o dramático, es el continuo desplazamiento de ese ideal, los errores que comporta, las variaciones a los que se somete según los medios y los temperamentos, los esfuerzos vanos, criminales, sublimes para acercarnos a él. Nuestros jóvenes escritores, que son en general bastante buenos estilistas, pero lamentables observadores, no se toman demasiadas molestias en este estudio severo de la verdad. Ven el mundo plano, porque no viven en él, del mismo modo que uno solo logra percibir las armonías de un paisaje de un al echar un vistazo desde demasiado lejos. Es una especie de nihilismo literario. Por pura miopía suprimen el ser moral, tan interesante y tan permanente en el trapero como en el príncipe. Yo hablo de aquellos que actúan de buena fe. En cuanto a los demás, comienzo a sospechar que, bajo el color de escuela literaria, somos víctimas de un camelo, por otro lado conseguido con todos esos pequeños libros que prometen a los aficionados amables travesuras y no les sirven, en realidad, más que fúnebres porquerías.

 

NESTOR.

 

Publicado en Gil Blas, 11 de marzo 1882

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, 2013

En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant


[1] Escila y Caribdis son dos monstruos marinos de la mitología griega , que se encuentra a ambos lados de un estrecho tradicionalmente identificado como el de Messina .

[2] Edmond Dantés es el protagonista de la novela de A. Dumas, El Conde de Montecristo.

[3] Personajes de El Conde de Montecristo.

[4] Ninfa de la mitología griega.

[5] Jacques Delille (1738-183). Dramaturgo francés.