Gil Blas, 13 mayo 1880

 

EL FUNERAL DE GUSTAVE FLAUBERT

 

Rouen, 11 de mayo de 1880

 

Acaban de tener lugar las exequias de Gustave Flaubert. En el instante en el que comienzo esta crónica, los sepultureros del cementerio Monumental todavía no han acabado de tapar su fosa, y la mayoría de los asistentes aún manifiestan la dolorosa sorpresa que les han producido esos funerales.

Estamos seguros de que todos aquellos que, como nosotros, han venido de París para participar, dirán que no han sido lo que deberían ser, y que el autor de Madame Bovary merecía algo mejor de sus conciudadanos.

 

Los Sres. Théodore de Banville, François Coppée, Alphonse Daudet, Émile Zola, Catulle Mendès, Ernest d’Hervilly, d’Osmoy, Huysmans, Paul Alexis, Bergerat, Goncourt, Ph. Burty, a los que el tren de la mañana había llevado a las once, en compañía de reporteros de todos los principales periódicos parisinos, al llegar a la casa mortuoria, constataron con sorpresa que el cortejo se iba a componer de ciento cincuenta a doscientas personas a lo sumo.

Salvo el Consejo municipal de Croisset y el Sr. Barrabé, alcalde de Rouen, ni uno de los funcionarios de esta ciudad, en la que Flaubert permanecerá por siempre siendo una de sus glorias más reconocidas, no se había molestado en asistir.

 

Se nos ha explicado que Rouen siempre había guardado rencor a Flaubert por haberse declarado enemigo de los burgueses. Rouen se había ofendido en su amor propio de ciudad burguesa, y Rouen ha ignorado el momento en el que era un deber de rigor hacerle un solemne homenaje.

Es increíble, pero es así.

 

A las once y cuarto, el ataúd, cubierto de flores y de cuatro coronas fúnebres, se había cargado sobre un carromato sencilla, con dos caballos, y el cortejo abandonaba la casa blanca donde Flaubert murió, y que, a pesar de la tristeza de la ceremonia, no había podido adquirir un aspecto lúgubre, con sus grandes sauces y los reflejos del Sena con sus destellos dorados.

 

Los señores Comanville y Guy de Maupassant iban a la cabeza. Se subió lentamente por hermosos caminos que rodean el Monte Riboudet, hasta la iglesia de Canteleu.

Una vieja, muy vieja iglesia, con los muros inestables y campanario cuadrado, que se remonta al siglo XIV o XV y completamente cubierta de hiedra.

El ataúd es llevado sobre un catafalco dispuesto delante del grupo. La misa, oficiada por el cura de la parroquia, asistido por dos vicarios de las parroquias vecinas, dura alrededor de tres cuartos de hora, y, a la una menos cinco, el carromato, seguido de una treintena de coches, toma el camino del cementerio Monumental.

 

Hay que atravesar todo Rouen. Bajamos por la ruta de Bapaume, y llegamos a la entrada de la ciudad, donde se produjo un incidente bastante singular.

Es costumbre que los coches de las pompas fúnebres de los alrededores no penetren en la ciudad.

Se discute, se parlamenta, y nos preguntamos con asombro si el ataúd no se verá obligado a cambiar de transporte. Por fin se pasa. Se está en Rouen.

Algunos curiosos comienzan a asomarse a las puertas al paso del cortejo.

En el bulevar Cauchoise, la multitud es más numerosa, pero no se une al grupo.

Detectamos cierta curiosidad, pero una frialdad general.

A partir del bulevar Cauchoise, para llegar al cementerio hay que rodear toda la ciudad siempre subiendo, por unos caminos cada vez más escarpados. Hasta tal punto que todo el mundo está obligado a apearse de los coches.

Por fin, a las tres, al final de una larga avenida, percibimos la entrada. A lo largo de la avenida, hay gente, pero siempre reina la misma frialdad, y nadie se une al cortejo.

 

Es imposible imaginar algo más pintoresco que la entrada del cementerio Monumental. Se diría un cementerio de Ópera.

A la derecha, la caseta del guardia, un gracioso chalet cubierto de plantas trepadoras. En frente, un verdadero bosquecillo. Luego una avenida de grandes árboles, a través de los cuales se perfilan, aquí y allá, las altas tumbas blancas. El cementerio, además, se parece mucho al Père-Lachaise.

Tomamos la delantera para tener una buena posición y llegamos a la fosa dispuesta para Gustave Flaubert. Allí nos encontramos con una cincuentena de curiosos.

En la cabecera, está erigida una gran piedra gris, redondeada en forma de cúpula, muy sencilla y con la siguiente inscripción:

 

GI-GIT

Anne-Justine-Caroline FLEURIOT

Esposa de Achille-Cléophas

FLAUBERT

Nacido en Pont-l’Evëque, el 6 de septiembre de 1793

MUERTO EN CROISSET, EL 6 DE ABRIL DE 1872.

 

Al lado, una piedra idéntica, exactamente igual, indica que allí está la tumba de «Achille-Cléophas Flaubert, nacido en Mézières, en el año 1784, y muerto en Rouen, el 15 de enero de 1874.»

Un poco más abajo, una tercera lápida del mismo color e igual tamaño, recubre el sepulcro de Louis Bouilhet, cuyo busto está enmarcado entre dos tejos. Los dos amigos reposarán a menos de trescientos metros el uno del otro.

 

Como pueden, los asistentes se arremolinan alrededor del ataúd; el sacerdote pronuncia las últimas oraciones y se retira. Entonces se adelanta nuestra colega Lapierre, director del Nouvelliste de Rouen.

 

Caballeros, dijo, Gustave Flaubert, siempre que hablaba de su muerte, rechazaba con energía la idea que se fuesen pronunciados discursos sobre su tumba. Es pues un simple adiós el que vengo a darle.

La actitud de la prensa, la presencia en esta ceremonia de tantas eminencias de la literatura contemporánea, ¿no es de por sí más elocuente que todos los discursos?

¿Para qué decir el vacío inmenso que va a dejar? Todos los saben, puesto que se va rodeado de todos los respetos y las admiraciones.

La ciudad de Rouen debe sentir profundamente esta perdida, y se mostrará durante mucho tiempo la casa blanca en la que Gustave Flaubert ha vivido.

¡Adiós, querido gran amigo, y gracias a todos ustedes, caballeros, por haber venido!

 

 Fue sollozando cuando el Sr. Lapierre pronunció la última frase. Se quiso entonces arrojar agua bendita sobre el féretro, pero nos percatamos de que el sacerdote, retirándose con una lamentable precipitación se la ha llevado.

Se hacn necesario ir a buscar otro, y el ataúd permanece allí, a lado de la tumba abierta.

Otro fúnebre incidente. La fosa no ha sido excavada lo suficientemente larga, y han tenido que hacer unas maniobras muy complicadas para hacer descender la caja. Apenas está en su lugar cuando se constata que no es de plomo. Hay guijarros debajo, y es necesario volver a comenzar.

Se aleja de esta espantosa escena a los miembros de la familia que lloran, y la asistencia discurre lentamente a través de las tumbas, tan penosamente impresionada que apenas se echa un vistazo distraído a ese panorama sin rival que se desarrolla debajo del cementerio Monumental, sobre esos pueblos tan blancos que brillan en el horizonte, esas colinas, esos campanarios puntiagudos, ese río donde unas velas blancas palpitan al sol, y esas gran ciudad que cierra el horizonte por la derecha.

 

En las cosas más tristes casi siempre se produce alguna nota cómica.

Uno de nosotros tuvo la idea de preguntar al cochero que nos conducía, si sabía quién era el muerto cuyo coche seguía al carromato:

–Pues claro,– respondió – es el Sr. Flaubert, el hermano del médico. Yo conocía muy bien a la familia.

–¡Ah! ¿y conoce usted también a su hija, la Señorita Salammbó?

–Ya lo creo, – respondió el conductor ruenés.

Y añadió con tono sentimental:

–¡Qué apenada debe estar!

 

Gaston Vassy

 

 

Publicado en Gil Blas, 13 de mayo de 1880

Traducción de José M. Ramos. Pontevedra, agosto 2013

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