Gil Blas 25 octubre 1897

EL MONUMENTO A MAUPASSANT

Hubo unanimidad de lamentos cuando la locura clavó sus garras sobre esta elevada y hermosa inteligencia. La fiesta de ayer ha sido unánime para honrar al maestro escritor y darle esa cuasi inmortalidad del mármol del que nadie más que él habrá sido digno en estos tiempos.
      La ceremonia del parque Monceau ofrecía una interesante y pintoresca solemnidad literaria, de una plena discreción, de elegancia, de un delicado esnobismo.
      Entre la cascada y el monumento, se había levantado una tribuna forrada de terciopelo rojo y salpicada de dorados, y delante, muy cerca de la escultura, una especie de púlpito bajo rodeado de banderolas. En el recinto reservado, los comisarios del acto recibieron el paño negro prendido con un ramo de violetas encintado, y esas enseñas de medio duelo propias, en tal circunstancia, para manifestar el dolor del pasado unido a la alegría de la glorificación.
      Todo el Paris literario y artístico había acudido para honrar al autor de Une Vie, y nombrar a todos los asistentes sería un plagio de nuestro Gotha : al azar y recordando citemos a Jules Claretie, Ludovic Halévy, Georges Ohnet, Aurelien Scholl, provisto de gemelos, Ollendodrf, Jean Béraud, Jacques Normand, René Maizeroy, Jules Case, Jean Raemau, Tristan Bernadr, Oscar Méténier, Maurice Leblanc, Guitry, Ange Galdemar, el barón Legoux, M. Sée, etc.
      A lo lejos, más allá de las barreras, la multitud, no los domingueros ni los paseantes del lugar, sino personas sinceras, lectores desconocidos, que venían a aportar el óbolo de su presencia al novelista del que han conocido y leído su obra; son aquellos que, – ajenos al Sr. Henry Houssaye, a pesar de su enorme rosetón, al Sr. Roujon a pesar de su carácter oficial; al Sr. Puech, a pesar de su elocuencia acentuada de político, al Sr. Beurdeley, a pesar de su cargo de alcalde, – han aplaudido a Emile Zola cuando se ha adelantado para pronunciar su discurso y lo han aplaudido todavía más cuando hubo terminado.
      El decorado: un hermoso día de octubre, con un sol que hacía olvidar el otoño, cantos de pájaros en las ramas deshojadas, murmullos de cascadas entre las rocas, una música militar proporcionando unas sonoridades de cobres en la algarabía de la ciudad atravesada por los tranvías.
      Guy de Maupassant había descrito ese marco para su monumento, al igual que dio la idea que ha tratado de llevar a la práctica el Sr. Verlet: «… Esa joya de parque elegante, estallando en pleno París con su gracia ficticia y verde en medio de un cinturón de palacetes principescos… sobre sus pedestales, las estatuas blancas parecen felices en ese verde frescor. Un joven muchacho de mármol extrae de su pie una espina que no encuentra, como si fuese picado antes corriendo detrás de Diana que huye a lo lejos hacia el pequeño lago prisionero entre los bosques donde se ubican las ruinas de un templo. Otras estatuas se abrazan amorosas y frías, al borde de los macizos, o bien sueñan, con una mano en la rodilla. Una cascada espumea, y cae sobre bonitos roquedales. Un árbol, moldeado como una columna, está rodeado de hiedra; una tumba lleva una inscripción. Los deshechos de piedra erigidos sobre el césped no recuerdan ya a la Acrópolis como este parque no recuerda a los bosques vírgenes. El lugar es artificial y encantador, donde los ciudadanos van a contemplar flores creciendo en invernaderos, y admirar, como se admira en el teatro el espectáculo de la vida, esa amable representación que la bella naturaleza da en París.»
      Esas frases volvían a nuestra memoria, mientras los invitados llegaban y se congratulaban al encontrarse, como los guardianes, escrupulosos y atentos, impedían la invasión de los hierbajos. Las manos estrechándose y los saludos parecían asistir a un entierro, el velo cubriendo la estatua tenía pliegues de sudario.
La música empezó, se tiró de los cordeles, el monumento apareció y el público se descubrió. El Sr. Roujon tomó la palabra en nombre del gobierno; con tono firme y militar, leyó un amplio artículo del que extraemos una estrofa:
      «El drama de la muerte de Maupassant nos nubla el pensamiento deslumbrante de su vida; su destino nos hace tocar el trasfondo de la gloria humana y medir la vanidad del genio. Estamos obsesionados, muy a nuestro pesar, por esa frase desolada del gran antepasado Chateaubriand, al que Maupassant y su maestro Flaubert les gustaba tanto declamar bajo la frondosa vegetación de Croisset: «¡Hombre, tú no eres grande más que por la desdicha! ¡Tú no eres algo más que por la tristeza de tu alma y la melancolía de tu pensamiento!»
      El Sr. Henry Houssaye, como presidente de la Sociedad de letrados, tomó la palabra a continuación; su cabeza de Antinoüs rubia, que nos recuerda el amable rostro del biógrafo de los Grandes courtisanes, se destaca sobre el fondo natural del paisaje envolvente; con voz uniforme y un poco monótona, mira unas hojas cubiertas con una gran escritura nobiliaria, y vale la pena reproducir su conclusión:
      «Su estilo es de pura tradición francesa. Saludo al poderoso novelista, al impecable escritor que, desdeñoso de todas las distinciones, no quiso ser nada más que un hombre de letras. En estos últimos tiempos se han erigido muchas estatuas a personajes muy importantes durante su vida, pero cuyo nombre es hoy tal vez menos conocido. Delante de este monumento, nadie se preguntará: «¿Maupassant? ¿Quién es ese?» Algo más envidiable que sobrevivir en el mármol, es sobrevivir en su obra.»
      El Sr. Puech, hablando en nombre del consejo municipal, nos dedicó una elocuencia política, farragosa, de memoria, excepto por las citas; el Sr. Beurdeley, alcalde del octavo distrito, pronunció un discurso muy sencillo, lleno de tacto y sin pretensiones.
      Por fin el Sr. Emile Zola vino a dar a su amigo de antaño, a su compañero de letras, la consagración de su grandilocuente palabra; muy emocionado, pero con voz clara, alta, todas las palabras bien vocalizadas, las hojas temblaban en sus nerviosas manos cuando dijo:
      «No soy más que un amigo, hablo simplemente en nombre de los amigos de Maupassant, no de los amigos desconocidos e innumerables que le valieron sus obras, sino de los amigos del principio que lo han conocido, querido y seguido en su camino hacia la gloria.
      Fue cerca de aquí cuando lo encontré por primera vez, hacia ya más de un cuarto de siglo, en casa de nuestro bueno y gran Flaubert, en ese pequeño apartamento de la calle Murillo cuyas ventanas daban sobre el verdor de este parque. Me veo, inclinado en lo alto de la ventana, codo con codo, con él, mirando ambos las hermosas sombras, percibiendo un rincón luminoso del mantel de agua que está ahí. Y qué extraño… que después de veinticinco años, aquel joven, entonces desconocido, reviva aquí mismo en el mármol y que sea yo quien tenga la dicha de saludar su inmortalidad!
      Cuando nos conocimos en el despacho del buen y gran Flaubert, deslumbrado y ardiente por la pasión de las letras, Maupassant no era más que un escolar apenas escapado de los bancos del colegio. Allí estaba Goncourt, Daudet, Torgueneff, sus mayores, y él se mostraba ante ellos tan modesto con su tranquila sonrisa, que ninguno de nosotros preveía entonces su explosiva y rápida fortuna. Se le quería por su alegría manifiesta, por su buena salud, por ese encanto de la fuerza que emanaba de él. Era el niño risueño de la casa, a quién todos los corazones estaban entregados.
      Luego vinieron los años del debut. Entonces Maupassant se granjeó otras amistades, partió a la conquista del mundo con Huysmans, Céard, Hennique, Alexis, Mirbeau, Bourguet, y muchos más. ¡Qué bella fiesta de juventud! ¡Cómo ardían los cerebros! ¡y cómo esos primeros lazos de simpatía permanecieron sólidos! Pues, si la vida hizo más tarde su obra, si llevó a cada uno a su destino, hay que decir en voz alta que Maupassant siempre permaneció siendo un amigo fiel y tuvo siempre para sus viejos hermanos de armas la mano tendida y el corazón cálido.
      Llegó el éxito, la celebridad surgió, como un rayo. Maupassant fue un hombre feliz, si tal palabra puede decirse después del espantoso final al que sucumbió. Ahora que ha hecho su obra, ahora que está aquí inmortalizado entre estas sombras, me atrevo incluso a pensar que ese fin terrible es un añadido más a su persona, lo eleva a una altura trágica y soberana en la memoria de los hombres. Desde sus principios, fue aclamado; algunos amigos de los que yo nombraba antes, se volvieron legión; conquistó los salones aristocráticos, tras haber conquistado los salones burgueses. Hacia él se dirigieron todas las admiraciones y todos los cariños. Y, hasta después de la tumba, podéis comprobar que consiguió la gloria, puesto que aquí su memoria se eterniza en este gracioso monumento, símbolo del don que la mujer le había hecho de su alma, y puesto que festejamos aquí su busto, ¡cuántos de sus mayores, y más ilustres esperan aún el suyo!
      Es que Maupassant es la salud, la fuerza de la raza. ¡Ah! Qué delicia es glorificar por fin a uno de los nuestros, un latino de buena cabeza límpida y sólida, un constructor de bellas frases, ¡explosivas como el oro, puras como el diamante! Si tal aclamación ha sido retenida a su paso, es que todos reconocían en él a un hermano, a un hijo pequeño de los grandes escritores de nuestra Francia, un rayo de buen sol que fecunda nuestro suelo, madura nuestras viñas y nuestros trigos. Se le amaba porque era de la familia y no tenía vergüenza de serlo, y mostraba el orgullo de tener el buen sentido, la lógica, el equilibrio, la potencia y la claridad de la vieja sangre francesa.
      Querido Maupassant, mi hermano pequeño al que amé, al que he visto crecer con una alegría fraterna, aporto a tu entrada en la gloria el aplauso de todos los fieles amigos de antaño. Si nuestro bueno y gran Flaubert pudiese desde lo alto, sentado en su mesa de duro trabajo, ver tu glorificación, con que orgullo se hincharía su corazón, viendo rendir este homenaje a aquel al que llamaba su ¡hijo en literatura! Y al menos, su presencia está aquí mediante mi voz, estamos todos aquí, te admiramos, te queremos, saludamos tu inmortalidad.»
      Pronunciando las últimas palabras, el maestro se había vuelto hacia el monumento, y recordamos entonces que el escultor tuvo la idea de su estatua en el mismo texto de Maupassant: y para probar la inferioridad lamentable de la traducción, es interesante mostrar el texto original:
      «… Pasaron delante de una joven mujer sentada sobre una silla, un libro abierto sobre las rodillas, con los ojos levantados delante de ella, el alma transportada en una ensoñación… por una frase o una palabra que había conmovido su corazón. Ella continuaba sin duda, según el ánimo de sus esperanzas, la aventura comenzada en el libro… Habían pasado ante ella. Regresaron y volvieron a ver aún sin que ella los percibiese, tanta era su atención al vuelo lejano de su pensamiento.»
      Para que esta apoteosis en honor a Guy de Maupassant fuese completa, solamente faltaba que una mujer viniese a traer flores y declamar unos versos a su efigie gloriosa. No se podía elegir a nadie mejor que a la Srta. Brandès, esta exquisita silueta de la mujer parisina de estos tiempos, con su esbeltez de líneas, la mirada enigmática de sus ojos, el encanto perverso, casi felino, de su extraña belleza.
      Vestida de negro, con el cinto y el sombrero con adornos dorados, declamó unos versos de Jacques Normand.
      Todos en pie, con las miradas elevadas hacia el busto de Maupassant, ella apareció, – al mismo tiempo que la lectora que habría debido inspirar al escultor, una verdadera heroína del autor, la viva personificación de uno de los personajes de su obra,– y cuando con un bonito gesto emocionado depositó sobre el zócalo de piedra el ramo de flores que el comité le había ofrecido, el homenaje estaba justamente impregnado de reconocimiento.
      Y todo esto es esquemáticamente lo que permanece en nuestra visión, – una mujer adornando con rosas el altar que corona el busto del escritor.

MAURICE GUILLEMOT

Publicado en Gil Blas 25 de octubre de 1897
Traducción de José M. Ramos. Pontevedra agosto 2003
En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant