Le Monde artiste, 10 de junio de 1900

 

Inauguración del monumento a Maupassant en Rouen

 

Humilde artesano de las Letras francesas, siempre he considerado a Guy de Maupassant, desde que soy adulto, como el más puro modelo entre todos los narradores, y a la hora en la que se hizo indispensable defender su memoria, batallé con toda las fuerzas de mi pensamiento para avivar en las almas el Deber que se imponía ante el Olvido.

La reciente erección del monumento de Maupassant, en Rouen, me ha causado una profunda alegría. La inauguración del admirable busto de Raoul Verlet ha tenido proporciones apoteósicas, y estoy seguro de que en la pequeña tumba del glorioso novelista debió flotar un aire festivo este día. En esa memorable jornada no veo solamente una consagración del genio, sino también la reparación necesaria y esperada por todos los fervientes de lo Bello.

Todo un gentío estremecido de entusiasmo se había reunido para saludar la imagen de un inmortal conciudadano, y por añadidura el arte oratorio se salió de la banalidad acostumbrada en estas ocasiones. La razón es que la Francia de los pensadores y los poetas estaba bien representada.

José María de Heredia, pronunció un discurso que merece ser destacado como la más bella y florida página de literatura crítica en relación al nombre de Maupassant. Citaré en primer lugar el siguiente extracto:

 

«... En cuanto a él, parecía que no sabía como agotarse. Le apasionaban los ejercicios violentos. Le gustaba remontar, a golpe de remo, el curso de los ríos. Nacido al lado de la mar, la amaba. Ella exhalaba y mecía su alma alegre y taciturna. Empujado por un viejo instinto racial, descendió al sur, hacia el sol. La proa de su velero cortaba el Mediterráneo, como lo habían hecho sus antepasados vikingos. Pero Guy de Maupassant había nacido demasiado tarde, en este fin de siglo en el que hay que atravesar toda África si se quiere piratear a gusto. Debió conformarse con ejercer sus músculos y escribir bellos cuentos.»

 

Y luego, he aquí la conclusión de este bello discurso muy aplaudido:

 

«Finalmente, el 6 de julio de 1893, Guy de Maupassant fue liberado de la vida.

El hombre no es nada, pero la obra lo es todo.» Y su obra está viva.

Es del gran linaje normando, de la raza de Malherbe, de Corneille y de Flaubert. Como ellos tuvo el gusto sobrio y clásico, el orden arquitectónico, y bajo esa apariencia normal y práctica, un alma audaz y atormentada, aventurera e inquita. También tiene el estilo denso, la amplia elocuencia bromista, populachera y suntuosa de otro rouenés menos ilustre, Saint-Amant. De Bernardin de Saint-Pierre, quizá provenga su sentido del exotismo. Finalmente, hay algún otro que os resulta menos cercano y que sin embargo no podría olvidar en esta gloriosa enumeración, el único que le puede disputar la corona de la nouvelle: Prosper Mérimée.»

 

El Sr. Pol Neveux, un fino letrado, habló a continuación en nombre del Ministerio de la Instrucción Pública, haciéndolo en términos emotivos. Su crítica de Flaubert y de Maupassant llena de curiosos documentos, y que aquí reproduzco, le valió un gran y merecido éxito:

 

«Se produjo en él la eterna miseria de todo lo que había hablado Flaubert. En su apetito por la nada, Maupassant ha llegado a negar su propio esfuerzo. Encuentro las siguientes líneas en una carta inédita: «Soy incapaz de amar realmente mi arte. Lo juzgo demasiado, lo analizo demasiado. Siento demasiado lo relativo que es el valor de las ideas, de las palabras y de la inteligencia por poderosa que sea. No puedo impedir despreciar mi pensamiento, en tanto es débil, y la forma, en tanto es incompleta. Tengo realmente un modo agudo, incurable, la noción de la impotencia humana y el desprecio por el esfuerzo que nos hace cada vez más pobres.»

El lector clarividente había sentido, había adivinado, que Maupassant era el primero en sufrir ese infortunio de la vida que parecía complacerse en describir. He aquí una confesión inédita que encuentro en unas notas íntimas: «Si alguna vez pudiese hablar ante alguien y no ante una barrera, dejaría salir tal vez todo lo que siento en el fondo de mi de pensamiento de inexplorado, enloquecido, desolado. Siento que todo eso me hincha y me envenena, como la bilis en los biliosos. Pero si algún día pudiese expectorarlos, entonces tal vez se evaporase, y no encontraría en mí más que un corazón ligero y alegre, ¿quién sabe? Pensar se convierte en un tormento abominable, cuando todo el cerebro es una gran llaga. Tengo tantos dolores de cabeza que mis ideas no pueden fluir sin darme ganas de gritar: «¿Por qué? ¿por qué?» Dumas diría que tengo un mal estómago. Creo más bien que tengo un pobre corazón avergonzado y orgulloso, un corazón humano, ese viejo corazón humano del que uno se ríe, pero que se conmueve y también provoca males en la cabeza; tengo el alma de los latinos, que está muy  usada. Y además hay días en los que no pienso así, pero sufro igualmente porque soy de la familia de los muy sensibles. Pero eso, ni lo digo ni lo muestro, sino que creo saber disimularlo muy bien. Se me considera, sin dudar, uno de los hombres más indiferentes del mundo. Soy un escéptico, lo que no es lo mismo, escéptico porque tengo los ojos claros. Y mis ojos dicen a mi corazón: «¡Ocúltate, viejo, eres grotesco!» Y el corazón se oculta.»

 

El Sr. Pol Neveux termina su notable discurso con estas palabras:

 

«Harto, decepcionado por tantas malas experiencias, Guy de Maupassant sólo encontraría su curación en la muerte. Ella le llegó solapadamente, bárbara, y, después de un drama que nos mantuvo a todos largos meses angustiados y sin aliento, lo arrebató a nuestra ferviente admiración. Y aquí lo tenemos, tranquilo y glorioso, al lado de su viejo maestro. Él escribía a mi pobre Flaubert: «Pienso, y me digo siempre, que me gustaría estar muerto si estuviese seguro de que alguien pensaría en mí de ese modo.» Su deseo será atendido, caballeros, lo atestiguan los amigos que me escuchan – y los demás, todos los que escriben y todos los que leen.

«Vuestra idea fue afortunada, caballeros, – y dejadme agradecérosla en nombre de las letras francesas – el haber situado, codo con codo en la gloria, como fueron en vida el maestro y el discípulo, haberlos reunido a la sombra de vuestras obras maestras, no lejos de esa terraza del Croisset desde donde ambos miraban alzarse en la suavidad del crepúsculo, como en el fondo de un cuadro de Van Eyck, las nobles arquitecturas de su ciudad natal, ¡ la Florencia gótica! »

 

El Sr. Henry Fouquier nos ofreció, con un arte exquisito, la verdadera y completa definición del talento de Maupassant, nos hizo ver al hombre que puso en cada una de sus obras un pedazo de su doloroso corazón, y el Sr. Charles Lenepveu dirigió una magnífica ejecución coral.

Así pues, he aquí a Maupassant cerca de su maestro Flaubert. Ambos se completan el uno al otro, y su afecto común es el inmortal rasgo de unión entre sus dos imágenes.

Aquel que dijo de sí mismo: «Siempre he sido un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, benevolente, conformándome con poco, sin acritud contra los hombres y sin rencor hacia el cielo», aquel, digo yo, fue un maravilloso artista y un hombre bueno en toda la acepción de la palabra. Por este doble título, merece tener un gran lugar en la memoria de todos los seres sensibles.

Nuestros hijos aprenderán por él el sentimiento de nuestra alma nacional, conocerán en él al francés de ideas independientes, desdeñoso de las pequeñas glorias y el estilista puro yendo en la línea recta de Corneille y de Mathurin Régnier.

 

PIERRE SANDOZ.

 

Publicado en Le Monde artiste, el 10 de junio de 1900

Traducción de José Manuel Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant