Le Monde artiste, 19 de agosto de 1894

 

LA TUMBA PROVISIONAL DE MAUPASSANT

 

Las últimas alabanzas acababan de ser pronunciadas por José María de Heredia. Cada uno, con torpe o hábil ademán había saludado los despojos mortales de Leconte de Lisle; el grueso de la multitud ya se había retirado; en la gran avenida del cementerio de Montparnasse ya no se veían más que unas mujeres recogiendo a hurtadillas las flores caídas de las coronas, grupos de ancianos disfrazados de académicos, poetas de salón, muy presumidos, y poetas libres, humildes trovadores desconocidos, de mirada a veces irónica, con un rictus en los labios un poco desdeñoso.

El sol hacía exhalar a las rosas un perfume penetrante; eran el mediodía que convenía al final de la glosa maravillosa de los implacables mediodías... Yo iba de aquí a allá, afinando el oído para escuchar las reflexiones de unos y otros, farfullando hipócritas palabras con aire de aburrimiento, mientras que de repente, el recuerdo de Guy de Maupassant invadió mi pensamiento. En esta misma necrópolis dormía el admirable autor de tantas obras maestras de observación; faltaría a mi deber si no fuese a dar fe al gran muerto de la admiración que profeso a su obra. Bastante desorientado, tuve que dirigirme a un guardián.

A mi pregunta, una dama que allí se encontraba, – vestida de negro, – se ofreció a guiarme. Se lo agradecí. Partimos sin dirigirnos palabra, observándonos mutuamente de reojo. Fue ella la primera en romper el silencio. Con frases nerviosas y apresuradas, me manifestó su afecto por el querido escritor víctima de la Locura. Ella era alsaciana y se llamaba France Glasner. Por todas partes donde la muerte hacía acto de presencia entre las filas de los grandes pensadores, ella iba, por una necesidad natural, a testimoniar su amor ideal. Un cierto malestar se apoderó de mí. Creí advertir en esta entusiasta una fiebre singular provocada por la idea fija de salvar del olvido a las más nobles memorias; caminaba en una atmósfera perniciosa para la razón...

De repente se detuvo, indicándome un rincón de tierra cercado por una pequeña balaustrada de hierro: – «Ahí está, ¡la tumba de uno de nuestros más puros artistas! ¿Puede creerlo?»

Sobrecogido por completo por la espantosa realidad, experimenté una súbita pena. – «¡Somos unos cobardes, pensaba, todos unos cobardes!» La pequeña cruz de madera negra, mal fijada al suelo, y sobre la que el nombre corto en letras blancas groseramente pintadas me parecía ser un reproche materializado; ¡algunas plantas pereciendo de sed murmuraban una desolación sin igual!

 

***

La enlutada habló entonces. Me contó sus obstinados cuidados y el obstinado deseo de una familia en no aceptar homenajes de simple admiración. Se había ultrajado la religión del Recuerdo y ahora ¿cómo protestar contra tal abuso de poder?

Despidiéndome, prometí informar al mundo de las artes y las letras por mediación de este periódico, cuya disposición hacia las buenas causas es muy conocida, que allí, en el cementerio de Montparnasse, hay una tumba, la de Guy de Maupassant, realmente indigna del gran escritor.

Mantengo mi palabra y me alzo contra la apatía de los unos y el cruel olvido de los otros, contra la inconfesable negación, pero cierta, de la masa de los intelectuales.

No dejarán de insinuar que mi pena y mi cólera no son admisibles, teniendo en cuenta que la tumba de la que hablo no es más que provisional. ¿Cómo es posible, por favor? ¿A qué esperan para hacerla definitiva? El Sr. La Vareille, administrador judicial de la familia de Maupassant cuenta con la suscripción abierta, hace más de un año, con el objeto de erigir un monumento al autor de Une vie? Ha de esperar mucho tiempo, pues hasta el momento los ingresos son parcos, y además, si los 20.000 francos que se necesitan son añadidos centavo a centavo, – esperaríamos diez años, – exigiremos que el monumento sea levantado en pleno Paris, en el corazón de la capital, donde, desdeñoso, consciente de su fuerza, el celebre aficionado de almas triunfó en la robustez de su genio, saludado por toda una generación de artistas.

Como lo comentaba elocuentemente estos días, mi colega Henri Lavedan, «las glorias decapitadas, y decapitadas tan jóvenes, tienen necesidad de ser mantenidas y cuidadas con más razón en no importa que tumbas.»

Sé bien, caramba, que bajo el mármol y el bronce, el sueño eterno es el mismo que bajo algunos pies de césped florido; sé que la publicidad no ennoblece un carácter, pero estimo que es necesario levantar otra cosa que una simple cruz destinada a pudrirse enseguida, en el lugar donde descansa uno de los más grandes literatos franceses.

Ya he apelado a la conciencia de aquellos que han conocido al hombre o leído su obra. ¿No es vergonzoso abandonar a nuestros muertos más queridos? ¿No es insultar a nuestro propio gusto haciendo mercantilismo de nuestra piedad filial a Guy de Maupassant? Aquellos cuya voz es escuchada tienen un deber que cumplir. Que nos precedan predicando la doctrina del respeto a mantener hacia tal gloria; nosotros, los insignificantes, haremos la colecta, y cuando hayamos recaudado con que pagar la estatua proyectada, así como un monumento funerario, sencillo, pero decente, veremos si tus allegados, oh pobre Maupassant, nos denegarán aún el derecho de afirmar nuestro afecto mediante signos exteriores.

 

PIERRE SANDOZ.

 

Publicado con ilustración en Le Monde artiste, el 19 de agosto de 1894

Traducción de José Manuel Ramos González

para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/