Le Monde Artiste, 25 de marzo de 1894

 

El defecto capital del francés es olvidar demasiado rápido. En la vida pública como en la privada, profesamos mal la religión del recuerdo, sobre todo cuando se trata de los grandes artistas. Siempre, en el ajetreo de las escaramuzas de orden político y social, solemos perder el respeto por las queridas memorias. Y mientras, en un impulso de grosera admiración, elevamos estatuas a los promulgadores de leyes feroces, a los industriales enriquecidos a menudo por negocios inconfesables, nos despreocupamos de los hombres cuya espiritualidad provocó nuestra dicha, y nuestro egoísmo camina a la par con nuestros equívocos sentimientos del momento presente.

Que no se dude de que la literatura habrá sido la primera de las artes en este siglo XIX tan atormentado. Por sus fórmulas nuevas, su ideal utilitario, sus manifestaciones progresistas, ha preparado un porvenir glorioso a los filósofos del futuro. ¿De dónde procede sino el dicho de que la pluma vale más que la espada, que el escritor no es igual al pintor o al músico? Muerto Gounod, se han obtenido treinta mil francos y más en algunos días; después de un año, apenas se han recaudado siete mil francos para el monumento del gran observador que fue Guy de Maupassant. El caso no es aislado: Hugo, Balzac, Flaubert y otros aún esperan.

En lo que concierne en particular al autor de Une Vie y de otras notables obras maestras, no entiendo la pereza del reconocimiento mostrado por el público de élite. Se ha reconocido bajo todos los techos que Guy de Maupassant fue ante todo un contador querido por las damas. Antaño, las castellanas no olvidaban en la muerte a los trovadores a los que habían amado. ¿Cómo es posible pues que las grandes lectoras modernas no hayan tenido corazón para dar una lección a los políticos de sus maridos? ¡El sacrificio de algunas chucherías, seguramente hubiese asegurado la glorificación de uno de nuestros más delicados pensadores!

Pero no, la vida está así hecha en nuestro días. La vanagloria ante la gloria y la admiración de sí mismo prima ante el respeto de los demás. ¡Pobre Guy de Maupassant! Ni los aburguesados, hartos y encumbrados Zola, ni los académicos Brunetiére, ni los grotescos Sarcey, ni los sucios Goppée, ni los bedeles de las capillas donde la Diosa Crítica se ha rebajado al rol de una furcia, ni los unos, ni los otros aportarán la piedra, el cemento, el laurel, el bronce para afirmar el espíritu del recuerdo.  Un presidente de no importa que, no está hecho para dar ejemplo, me parece, sino para supervisar el movimiento de las buenas voluntades. Los comités son centinelas sin munición, agitando la bandera verde de las esperanzas y nunca la bandera roja de las ardientes conquistas. Los críticos se han convertido en francotiradores aislados que matan cobardemente y no en unos predicadores enseñando el deber. ¡Oh! El triste día en el que, salido de su camisa de fuerza, el gran escritor fue inhumado en la tierra, las lágrimas hipócritas fluyeron, y las lamentaciones daban pena – «¡Va a morir, ha muerto!...» balaron nuestros aristarcos con voz trémula. Pero hete aquí que la cuestación comenzó y el banco de la primera fila quedó desierto en un abrir y cerrar de ojos. Algunos más atrevidos – oportunistas de segunda mano, es cierto – actuaron gritando: «Dad, dad», luego girando los talones se alejaron silbando cualquier tonadilla al salir del cementerio.

Puesto que los doce mil francos necesarios para la erección del proyectado monumento están lejos de ser recaudados, no me dirijo a los queridos colegas, sino a las mujeres, cuyo capricho, cuando se vuelve espontáneamente hacia la bondad, hace maravillas.

¡Oh, vosotras, modelos del querido pintor de vuestras almas bizarras, grandes damas, burguesas o pobres, abrid una gran hucha, luego volved a leer la obra del querido difunto. Pagad la dulzura de las lágrimas y las sonrisas, y que el oro y los grandes centavos caigan en la bolsa del recuerdo.

Y cuando el escultor Raoul Verlet haya finalizado la Mujer simbólica encima de la cual el busto del narrador sonreirá, experimentaréis el orgullo de haber honrado una bella memoria tan francesa, y os resultará dichoso deshojar unas rosas alrededor de vuestra estatua.

 


PIERRE SANDOZ.

 

Publicado en Le Monde Artiste, el 25 de marzo de 1894

Traducción de José Manuel Ramos González

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