ABC, 17 de febrero de 1937

 

CRÓNICA DE RETAGUARDIA

«Bola de sebo»

 

Todos conocéis el admirable cuento de Guy de Maupassant “Boule de suif”, modelo en su género e insuperado hasta hoy, incluso en Francia, donde son pléyade los maestros en estas novelas breves, penas de humor, de esprit o de humanidad.

La de “Bola de sebo” es tanta, que vemos reproducido el episodio con ligeras variaciones tan pronto como la vida nos pone en el trance de tener que dar de lado a los prejuicios y conveniencias sociales ante las exigencias del estómago.

Ahora, en plena guerra y en pleno trastrueque de clases, “Bola de sebo”, la infeliz cortesana menospreciada por sus convecinos, reivindicada transitoriamente merced a la bien repleta cesta de vituallas y sacrificada luego a la salacidad del enemigo, que para eso era carne que se daba para satisfacer las rijosas apetencias de los burgueses del pueblo, y no tenía derecho a sentir escrúpulos, se nos aparece a diario. La hemos visto en el barrio popular en los primeros tiempos de la guerra. Sus admiradores milicianos se mostraban pródigos con ella y le regalaban vales canjeables por comestibles. Ella los repartía con la generosidad característica en las de su triste condición. Después, sus amigos en las milicias de retaguardia le facilitaban subsistencias, regateadas a los demás ciudadanos. Las comadres convecinas, las que antes rehuían su saludo, la halagaban para obtener por su mediación el trozo de carne, el bote de leche, el bacalao, los huevos o las patatas.

La que encontramos ahora tiene su medio en más elevadas capas sociales. Habita un confortable piso bajo de un moderno inmueble de un barrio de los que llamamos aristocráticos. Su protector o protectores desaparecieron en el mes de julio. Ella, pueblo, se sintió identificada con la causa de la Libertad.

En la casa han quedado media docena de familias, gente bien, de es que pudiéramos llamar “sexta columna”, pues carece de arrestos para formar en la “quinta”, pero la secunda, y todos los días pide a Dios el triunfo de los generales rebeldes para recuperar sus privilegios, gozar de la existencia muelle y ver en los palacios a sus huidos dueños. A las primeras incursiones de los aviones facciosos buscaron precipitado refugio en el sótano. A pesar de la diligencia del portero, el local resultaba inmundo. Era el almacén de combustible para la calefacción. Había ratas que alarmaban a las señoras. Olía a humedad. Se ensuciaban los vestidos.

La “pájara” del bajo gozaba de una situación de privilegio. Su piso era el único que tenía sótano propio, además de ser el que de por sí mayores seguridades ofrecía. Los inquilinos, al bajar y ascender de la caverna, miraban con envidia la puerta del cuartito. Sarita, o Aurorita, al sonar las sirenas se limitaba a apagar las luces; pero permanecía cómodamente sentada al fresco junto a los balconcillos del patio.

Una madrugada, entrado ya el otoño, al pasar los inquilinos por delante de su puerta, soñolientos y tiritando, les invitó a entrar.

–Si no quieren molestarse... Aquí no hay peligro... Si lo desean, y quieren estar más seguros, abajo tengo la cocina, la despensa, un cuartito, todo muy limpio y con ventilación.

Dos Agapito, el ex magistrado, con un bufido, dio las gracias y empujó hacia la caverna a su esposa y a las niñas. De un modo semejante, pero sin dar las gracias, se comportó la viuda del segundo. Don Raimundo, el bolsista, aceptó. Siempre había mirado con ojos tiernos a Sarita, lamentando que no viviera en otra casa. También aceptaron las hermanas del ático, las solteronas no resignadas al celibato, que tanto se escandalizaran cuando Sarita se instaló y las que, según malas lenguas –incluida la de la portera –, fueron las autoras de ciertos anónimos dirigidos a la familia del protector.

Sarita hizo gentilmente los honores de la casa. Los timoratos descendieron a las dependencias del sótano. Los demás permanecieron con Sarita en el piso, conversando afablemente.

Todos salieron encantados.

–¡Qué muchacha más amable...!

–Nadie diría que lo es.

–Sin duda, aunque, nada dice, es de buena familia. Alguna desgracia...

Al siguiente apagón hubo más visitantes; poco después toda la vecindad se reunía en el piso de Sarita.

–¡Qué demonio de chica! ¡Qué ordenada y qué previsora! Parece mentira en una así... Tiene la casa limpísima y puesta con mucho gusto. No carece de nada. Ha sabido acaparar a tiempo.

–A mí me dio ayer dos libras de chocolate.

–A nosotras nos está surtiendo de azúcar.

–Pues, ¿y la bodega?

–Se ve, se ve que el amigo sabía gastarse el dinero y se daba buena vida.

–¡Digo! Hay que ver los cigarros que fumaba.

–Y los cigarrillos. A mí me está haciendo feliz Sarita. No se encuentra tabaco rubio ni para un remedio.

–Como que se lo envían a los milicianos. Un disparate. A lo mejor, como no están acostumbrados, no les gustan los cigarrillos ingleses y los tiran.

Se sucedieron los criminales “raids” de los trimotores facciosos. La intranquilidad entre los vecinos fue aumentado, sobre todo desde la madrugada en que las bombas incendiarias destruyeron varias casas. El presidente del Comité de vecinos –Sarita había rehusado a serlo pretextando su sexo – estimó que era un peligro, sobre todo para los inquilinos de los pisos altos, pernoctar en ellos. Sarita ofreció el suyo.

–Nosotras tememos abusar...

–Es que nosotros somos cuatro...

–Vamos a incomodarla...

Sarita, cariñosa y afable, atajó a todos los peros. Las seis familias se repartieron las habitaciones, dejando a la dueña de la casa en el “office”. A las diez comienzan a bajar. Se reúnen en el cuarto de estar, donde las niñas de don Agapito han instalado sus turcas. La servidumbre se ha repartido entre el sótano y la vivienda de la portería.

Se toma café. –¡Qué pícara muchacha! ¿Cómo se arreglará para que no le falte? – Se bebe buen coñac. –¡Qué paladar el del amigo! ¡”Courvussier” legítimo y del caro! – Se comenta los apuros para adquirir los comestibles. Sarita es el paño de lágrimas. Como a ella no le importa ir a las colas; como sus criadas la sirven de cabeza –¡claro, las trata de igual a igual!, critican las solteronas –: como tiene tanta labia– pueblo que se reintegra al pueblo – tiene de todo; le sobra todo.

A las once, cada familia se acomodo en el rincón que ha requisado. Duermen tranquilos, seguros...

Sarita sonríe satisfecha ante la consideración de los que la menospreciaban. Indudablemente, en su limitada biblioteca no hay una traducción de la novelita de Maupassant.

 

X.X.X.

 

Publicado en ABC, el 17 de febrero de 1927

Fuente y propiedad: Hemeroteca del ABC

Digitalizado en el presente formato por José M. Ramos para

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