ABC, 1 de octubre de 1925

GUY DE MAUPASSANT Y SU OBRA
II

 Si comparamos a Guy de Maupassant con los grandes escritores de su época, forzoso es reconocer que su obra literaria, a pesar de las modas y las evoluciones, sigue disfrutando de una vitalidad de la cual ya carecen muchos contemporáneos suyos. Recientes ediciones de sus libros demuestran palpablemente que el público aún lee y se interesa en Maupassant, aunque hayan dejado de interesarle otros astros de la escuela naturalista, como Zola, por ejemplo. La gloria estruendosa de Zola padece hoy un eclipse, y sus voluminosas novelas yacen olvidadas en la trastienda de las librerías. Nadie se siente con bríos suficientes para emprender ahora la ruda y árida tarea de leerse la interminable serie de los Rougon Macquart, ni de interesarse por el árbol genealógico de tan fecunda familia. Con razón decía Alphonse Daudet, irónicamente: “Si yo hubiese sido capaz de hacer un árbol como el de Zola…, me hubiese colgado a una de sus ramas.” En efecto, las teorías materialistas de Zola, sus pretensiones científicas, su ambición insensata de aparecer ante las masas como un profeta social, malograron y adulteraron su temperamento de romántico retrasado. Zola fue un visionario, un pintor de multitudes, cuya obra se asemeja a veces al desbordamiento de una inmensa alcantarilla poetizada por la mágica paleta del artista. La jaula del “naturalismo” era estrecha para sus vuelos líricos de águila. Fue el naturalismo un concepto demasiado mezquino de la vida, que adulteró el arte y desvió a no pocos de sus adeptos. Entre ellos a Huysman, al Huysman de A Rebours, que no presentía aún su evolución mística. A Octave Mirbeau, apasionado y violento, en quien la sátira agria y la hiel corrosiva ahogan a menudo sus producciones artísticas. A los mismos hermanos Goncourt, que al bajar a la calle y hasta al arroyo, para reflejar con escrupulosa exactitud las escenas de Germinie Lacerteux, o de La fille Elisa, forzaban su sensibilidad de artistas aristocráticos aficionados a la torre de marfil, a las vitrinas y a las colecciones. La obra de los Goncourt tiene, a pesar de sus intentos de retratar los bajos fondos sociales, un ambiente cerrado de estufa. Hoy, más que sus novelas, se lee el extenso e interesante Diario, dónde las anécdotas de la vida literaria se mezclan con la murmuraciones de portería. en fin, de esta generación materialista y pesimista que no creía en la inmortalidad del alma, pero sí en la inmortalidad de la obra artística, quedará siempre un nombre aparte: el de Alphonse Daudet. En Daudet, el “realismo” halla el verdadero paladín de su época. Tiene el sentimiento humano de la simpatía, que le falta al mismo Maupassant, y su visión de la vida es más amplia que de otros autores de su tiempo, porque no ve sólo el dolor, sino también la alegría y la luz. En su obra, la risa se une a las lágrimas, como en la existencia misma. Daudet, en su inmortal Sapho, ha llegado tan hondo en el corazón humano y sus tormentas pasionales como pudiera llegar el propio autor de Fort comme la Mort. En cambio, Maupassant no poseía el don de humorismo que engendró a Tartarín, ni la fina ironía que inspiró las páginas satíricas de L’Inmortel.
         El arte de Maupassant en sus comienzos fue de un realismo crudo, objetivo, casi fotográfico. Daba la impresión de “un trozo de vida”, según los consejos de su maestro, Flaubert. Su estilo claro, sobrio, vigoroso, del más puro francés, procuraba ser del todo impersonal, presentando sólo al lector las escenas o episodios acaecidos a sus dos personajes, como al través de unos prismáticos.

Antes de publicar su primera novela, Boule de Suif, Maupassant había hecho ya un duro aprendizaje literario; pero aún vacilaba entre optar por la prosa o el verso. La publicación de esta novelita en el volumen Les Soirées de Médan, inspirado por Zola y escrito entre varios colaboradores, decidió su vocación. Boule de Suif, decía Flaubert, entusiasmado, aplastaba todo el resto del volumen. De golpe el autor había entrado en la celebridad. No sólo el público, sino los críticos, ensalzaban su arte de narrador, su observación de tipos, su estilo vigoroso, su plasticidad. Desde entonces, durante diez años, los grandes periódicos se disputaron la firma de Maupassant, que publicó en ellos casi todos sus cuentos, reunidos luego en diversos volúmenes. El mundo que describe Maupassant es el de los campesinos de Normandía, el de los burócratas, empleadillos, estudiantes y mujeres alegres, y sus personajes parecen copiados del natural. Pero con ser admirables los cuentos de Maupassant, donde se revela un maestro en la nouvelle, género intermedio entre el cuento y la novela, que había tenido ya un glorioso predecesor con Merimée, y que hoy renace en Francia con el cosmopolita Paúl Morand y sus imitadores. Bajo ese aspecto, el creador de Boule de suif, de La maison Tellier, de Les Soeurs Rondoli y otras narraciones semejantes, tiene asegurado un puesto inamovible entre los primeros escritores franceses del siglo XIX, lo cual basta y sobra para confirmar su inmortalidad.

Pero la fama de cuentista de Maupassant ha perjudicado mucho, que no el éxito de sus grandes novelas, al menos su celebridad de novelista. La crítica se empeñó en clasificarlo y encasillarle como narrador intenso, aunque de rudimentaria psicología humana. Acaso esta injusticia o quizá el deseo de ampliar su horizonte literario obligó a Maupassant a abordar la novela, variando de ambiente social. En Bel Ami – obra que en su tiempo causó escándalo – crea el tipo de arrivista cínico, explotador de mujeres, sirviéndose de su éxito para hacerse una brillante situación personal. en Une Vie traza el doloroso calvario de una mujer atormentada sucesivamente por su marido y por su hijo. Poco a poco, Maupassant va abandonando la cruel objetividad de su primera época, y en su obra entra el dolor, la emoción, la piedad. Esos es lo que la purifica y engrandece. A los que le negaban dotes de psicólogo, Maupassant respondió con la publicación de Pierre et Jean, novela única entre las suyas, y con el célebre prefacio en el que tan bien vapulea a sus censores, en especial a los Goncourt. No es exagerado decir que Pierre et Jean es una obra maestra de la literatura novelesca. El drama interior pasa todo en el alma de los dos hermanos, uno de los cuales descubre en el otro la mancha del pecado maternal y en el mudo terror de la madre arrepentida, hasta el inesperado desenlace. Recuerda esas hondas tragedias de la vida burguesa que Ibsen ha llevado al teatro. La sensibilidad cada vez más aguda de Maupassant había de vibrar aún en dos novelas como Notre Coeur y Fort comme la Mort, obra amarga, desoladora, en la que palpita su filosofía pesimista de la vida. El horizonte espiritual de Maupassant es siempre negro, triste. Acaso sea ésta su limitación. No halla consuelo ni en la vida humana, ni cree en un paraíso ultraterrenal. Desconoce la risa franca y la luz del optimismo, que también alegran el mundo. Ello no obsta para que su visión trágica haya dejado escritas páginas incomparables, que vivirán mientras viva la novela francesa.

 

Alvaro ALCALA GALIANO

San Sebastian, Septiembre 1925

      Publicado en el ABC del 1 de octubre de 1925, (continuación del publicado el 17 de septiembre)

 

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