ABC, 4 de abril de 1954
RECUERDOS DE MARIA BASHKIRTSEFF, “MOUSSIA”
Es lástima que Pierre Borel no haya continuado la publicación de los “Cahiers
intimes” de “Moussia”.
Su “Journal” estaba destinado a la publicidad. Ella
misma lo dice en varias ocasiones. Al principio pensó entregárselo a Guy de
Maupassant, al extremo de que, sin conocerlo personalmente, se relacionó con él
por medio epistolar. El intercambio de cartas (“Moussia” ocultaba su verdadero
nombre) terminó de mala manera: insultos por ambas partes. Cuando Maupassant se
enteró de quién era su comunicante, sintió con la mayor sinceridad sus
exabruptos. “Moussia”, jamás.
Más tarde le ofreció el “Diario” a Edmundo de Goncourt.
Este no le hizo caso. Pero conociendo por referencias el carácter de la
escritora, le contestó con la novela “Chérie”, que amargó las últimas horas de
la joven.
Por cierto que, muerta ésta (a los veinticuatro años),
en una comida íntima de Goncourt con Alfonso Daudet y Maurice Barrés, salió la
conversación a propósito de María. El anfitrión recordó la carta de ofrecimiento
que había recibido y el desdén con que la había tratado. A lo que Barrés,
entusiasta de la escritora, le reprochó el desvío: “Por esta vez no estuvisteis
muy acertado, amigo Goncourt.”
¡Quién le hubiera dicho a éste que María Bashkirtseff
viviría en el corazón de los lectores franceses más entrañablemente que él
mismo!
Paralelamente al “Journal” escribía “Moussia” unos
“Cahiers intimes” no destinados a la publicación, en los que desahogaba sus
caprichos de joven antojadiza y mal educada; pero tan llenos de ingenuidades
unas veces, y de “rebotica” otras, que es una delicia leerlos. En su testamento
dejó ordenado que se quemaran a su muerte. Ella ni pudo hacerlo, porque los
últimos veinte días de su vida fueron de continua
agonía.
Yo le pregunté a Maroussia, sobrina de la escritora,
hija de su hermano Pablo, por qué no se había cumplido la voluntad de la muerta,
a lo que me contestó que no había de culparse sino a sus dificultades
económicas. Así era seguramente, porque en los años en que la conocí vestía con
harta humildad. Tanto es así, que en una carta suya que poseo, escrita a lápiz
en su lecho de muerte, me propone la adquisición de un cuadro pintado por “Moussia”,
el retrato de la condesa de Toulouse-Lautrec no de la familia del pintor
deforme, sino de la rama rusa. El precio era doce mil francos. Yo no los tenía.
Propuse su adquisición a un Museo y no fue aceptada.
Maroussia era muy morena, como su padre Pablo, según se
aprecia en el retrato que le hizo María y que cuelga en el Museo Cheret. María,
en cambio, era rubia, de un rubio e oro celebrado en su época. Yo poseo un rizo
de su cabellera. Cierto día bajé con Maroussia a la cripta del panteón, en el
cementerio de Passy; ordenó al conserje que levantara la piedra del sepulcro y
pude ver el rostro momificado; a la luz de una vela, una cosa negruzca, rodeada
por un cendal blanco. Su sobrina le cortó un rizo y me lo entregó.
Maroussia, cuando yo la conocí, frisaba con los cincuenta años. Mi primera
impresión fue la de estar viendo a madame Bashkirtseff, la madre de María, que
había muerto en Niza a los noventa años, sobreviviendo a su hija en treinta y
seis. Ya no era ni sombra de aquella dama que yo había visto algún tiempo antes.
Madame Bashkirtseff, que había conocido el fasto y la
riqueza en sus años prósperos de París, vivía ahora, en 1920, como una mendiga,
en un pabellón de madera que se alzaba en el jardín de un palacio que había sido
de su propiedad, enclavado en el Bulevar de los Ingleses, Niza. Dicho palacio
fue adquirido por Inglaterra para instalar en él el Consulado. Ignoro si
continúa habitándolo.
Cualquier que descendiese al Bulevar por la calle de
Francia podría, asomado a la verja, contemplar a una anciana, que aun conservaba
cierta dignidad en su porte, entretenida con tres o cuatro perros y dos monos,
los únicos seres vivientes que presenciaron su muerte en el interior del
pabellón. Fue en el otoño de 1920. Sorprendidos los del Consulado de que durante
unos días no había hecho la anciana su aparición en el jardín, forzaron la
puerta del habitáculo, donde la encontraron muerta y sentada en su sillón
habitual. Los animalitos se lanzaron como salvajes a la puerta y desaparecieron
para siempre.
De esta curiosa, nómada y absurda familia, no queda,
que yo sepa, sino una sobrina, nieta de “Moussia”, llamada Tania, que debió de
casarse hacia 1930. Era muy rubia, como su tía-abuela, y no desprovista de
“ángel”. Maroussia me decía que todas sus esperanzas estaban cifradas en que
emularía a la escritora y pintora, prosiguiendo “la gloria de los Bashkirtseff”.
Nada he vuelto a saber de ella.
Una notable escritora de nuestros días, Elisabeth
Mulder, se admiraba recientemente de que no se hubiera escrito la novela de
nuestra heroína*. Existe un libro de Alberic Cahuet, titulado justamente “Moussia”,
que pretende ser su biografía un poco novelada. Y una novela del mismo, titulada
algo así como “La masque aux deux claires” (no recuerdo bien), en que María es
uno de sus personajes. También, en una de mis últimas estancias en París, supe
que se estaba haciendo el guión de una película, que sería el resumen de su
vida, tan corta como accidentada.
En fin, María Bashkirtseff, la gentilísima “Moussia”,
como la llamaban sus amigas de Paris, “la histérica”, como la ha nombrado Baroja
con alguna razón, no vivió sino veinticuatro años (de 1860 a 1884), después de
haber conquistado París más con sus extravagancias de niña rica y mimada, que
con su paleta. Quienes la trataron, Franciso Coppée, Maurice Barrés, André
Theuriet, Bastien Lepage, confesaron que no podrían olvidarla jamás. Publicado
su “Diario”, se ha instalado su recuerdo en el corazón de millares de jóvenes
que han suspirado, reído y llorado con ella. Es lástima que después de la
segunda guerra mundial se haya suspendido la publicación de los “Cuadernos
íntimos” que nos transmitieron una versión mucho más interesante de sus
sentimientos, manías e ilusiones.
Antonio J. ONIEVA
Publicado en el
ABC el 4 de abril de 1954..
Fuente y propiedad de texto e imagen: Hemeroteca del ABC.
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