ABC, 6 de enero de 2007

ESCRITORES DOLIENTES

PROUST, CAMUS, DOSTOIEVSKI, NIETZSCHE, BALZAC, SWIFT, MAUPASSANT: LA LISTA ES INTERMINABLE. AUTORES CUYAS VIDAS ESTUVIERON TAN LIGADAS A LA ENFERMEDAD QUE BUENA PARTE DE SU OBRA QUEDÓ MARCADA POR ELLA.

     En los últimos meses, pasaba gran parte del tiempo recluido en su habitación forrada de corcho; las pesadas cortinas de terciopelo echadas durante todo el día, para evitar la luz, y respirando los vapores del polvo Legrás, cuyo olor penetrante provocaba las quejas de los vecinos. Durante años, Proust había sufrido habituales, intensos ataques de asma. Los médicos le habían cauterizado casi una decena de veces las fosas nasales, una operación dolorosa e inútil, para hacerlas menos sensibles al polen, y cuando salía al campo lo hacía en un automóvil cerrado herméticamente. El polvo de su casa era periódicamente aspirado por una empresa especializada que retiraba los muebles y limpiaba los lomos de los libros. Y su criada, Celeste, que le cuidó hasta el final, desinfectaba el correo con formol antes de que Marcel lo tocara, para evitar contagios. Abusaba de los estimulantes, fundamentalmente café y adrenalina, con los que combatía los efectos narcóticos del Veronal que tomaba para dormir.

     TOSER TRES MIL VECES. Las últimas semanas sufrió asma y vértigos, fiebre alta y bronquitis, depresión, taquicardias, laxitud muscular y, finalmente, se le diagnosticó una neumonía. Dejó prácticamente de comer, y sólo ingería algo de fruta y leche. Cuando los ahogos le impedían hablar, se comunicaba por medio de notas manuscritas que Celeste conservó: «Acabo de toser más de tres mil veces, tengo el estómago, la espalda, todo destrozado. Creo que voy a volverme loco», se lee en una de ellas.
Poco antes de morir, su hermano médico como su padre, ordenó practicarle una sangría, pero las ventosas apenas consiguieron adherirse a la piel de su espalda. A pesar de todo, en aquel ambiente de sábanas empapadas y olor a linimento, no dejó nunca de trabajar. Las últimas correcciones, cuando ya no podía escribir, tuvo que dictárselas a Celeste, y por eso aparecen escritas con su letra y llenas de faltas de ortografía. «Pienso que sí existe una vinculación entre literatura y enfermedad – señala Luis Mateo Díez–. Tal vez porque escribir sea, de algún modo, una enfermedad. Una enfermedad saludable y en general no destructiva. Por eso a mí no me disgusta esta imagen paralela, porque hay en la enfermedad una zona límite, a medio camino entre la sensibilidad y la obsesión extrema, que está muy cerca del que escribe.»
     Edith Sitwell sufrió atrofia muscular, Camus tuvo problemas pulmonares, Dostoievski era epiléptico. Nietzsche tenía un parálisis general progresiva, Balzac una cardiopatía, Swift fue asmático y padeció, al parecer, vértigos de Ménière... En las biografías de algunos de los más importantes escritores contemporáneos aparece de forma recurrente la dolencia: las imágenes de los sanatorios de montaña, las galerías blancas de los dispensarios o las salas de urgencia. Y la figura del escritor doliente, del poeta atormentado, ha sido reivindicada en multitud de ocasiones. Se cuenta de Eliot – lo decía Virginia Woolf – que se maquillaba con polvos verdes para resaltar su aspecto enfermizo.

     LA PRESENCIA DE LA MUERTE. «Thomas Mann es un caso interesante porque hay una etapa en su vida en la que parecería que buscara enfermar – afirma el crítico Blas Matamoro–. Mann es un hipocondríaco obsesionado con su salud, que observa constantemente sus malestares y que se automedica. Tuvo un cáncer de pulmón, del que consiguió recuperarse, y la reflexión sobre la enfermedad y la presencia de la muerte es algo que aparece, de alguna manera, en todos sus libros. Escribió Doctor Fausto mientras padecía terribles dolores, después de la operación, durante una convalecencia larga y penosa, y La montaña mágica transcurre en un hospital de tuberculosos.»
     A Mann le atraía de la enfermedad su indudable poder simbólico, y elige para sus novelas dos de las más literarias: la sífilis en Doctor Fausto, que padecieron, entre otros, Karen Blixen, Maupassant y Bram Stoker, el creador de Drácula; y la tuberculosis, la misma que sufrieron Paul Éluard, Antón Chéjov, Poe o Emily Brontë, una dolencia de artista, de creadores, relacionada con la bohemia y la vida literaria. «Cuando a Mann le preguntaron, al final de su vida, por el libro que salvaría de toda su obra, eligió un cuento, Tonio Kröger – apunta en ensayista Javier Gomá Lanzón–. Es un relato en el que muestra el antagonismo entre el joven Kröger, un chico dotado para el arte pero físicamente disminuido, y Hans Hansen, un personaje lleno de vitalidad, pero carente del don poético. Este antagonismo entre el arte y lo enfermo, y lo sano y lo vital, es un argumento que recorre toda la vida de Mann, y buena parte de su obra. En Doctor Fausto cuenta la historia de un señor que vende su alma al diablo para conseguir el genio. De nueve aparece el dualismo entre arte, padecimiento, marginación y muerte, y la vida, la salud, la belleza y la carencia de aptitudes artísticas.»
     La morbidez febril, la melancolía, el ensimismamiento, el aislamiento del exterior que conlleva la convalecencia se convierten a veces en una máscara, un escenario literario. La Condesa de Noailles recibía a menudo en la cama, donde la retrató Zuloaga, pretextando la existencia de algún mal. Y en la cama también paso los diez últimos años de su vida Colette, víctima de una artrosis de cadera que le impedía prácticamente ponerse de pie. Prisionera en lo que ella misma llamó «trampa para ratones»– una cama en la que, rodeada de cojines, leía o escribía, y desde la que, ayudada por un par de bastones, cogía todo aquello que necesitaba–, en su habitación pintada de rojo, vivió la Liberación, y allí escribió París desde mi ventana, obra en la que aparece el punto de vista de una enferma, la vida parisina contemplada desde la cárcel de la inmovilidad, la postración.

     FILOSOFÍA DEL PESIMISMO. «Hay dos casos especialmente interesantes en su actitud respecto de la enfermedad: Leopardi y Aleixandre – explica el poeta Antonio Colinas–. Leopardi es un erudito, políglota, escritor de una obra amplísima, que empieza de joven a destruir su propia salud: tiene un problema con los ojos que prácticamente le deja ciego, una enfermedad de columna, una cifosis, que se manifiesta en una joroba y que marca su vida para siempre. Y son los problemas de salud los que le llevan a una filosofía del pesimismo que es la que caracterizó su pensamiento.»
     Aleixandre es un caso diferente. En 1925 se le diagnostica una nefritis tuberculosa que, años más tarde, tras complicaciones y recaídas, obliga a extirparle un riñón. A partir de ese momento, vivirá una vida de reposo. «Su enfermedad se habría curado hoy con antibióticos –añade Colina–. Pero entonces requería cuidados especiales, un tipo de vida ordenada y sedentaria que acabó siendo para él una costumbre en la que veía algo salutífero. Aleixandre escribió toda su obra en la cama: se levantaba, desayunaba, se duchaba y se metía otra vez en la cama, a trabajar, luego comía y hacía un reposo, por la tarde, que no alteraba por nada. En invierno recibía en un sofá, y en verano en el jardín, en una tumbona bajo un cedro que plantó cuando acabó la guerra, y que ahora está protegido, no como la casa, por cierto.»
     También existe la vindicación de la dolencia como figura literaria, como materia de indagación. Los abismos del desasosiego, la enfermedad, el padecimiento: Huxley, Camus Lowry... «En mi experiencia novelesca la enfermedad, el trastorno, es un asunto muy recurrente – asegura Luis Mateo –. Los personajes enfermos que encuentran en la enfermedad lo que tiene de desconocimiento de si mismos. Son personajes con una gran vida interior que suele ser misteriosa, que incita a la dolencia espiritual, un mar de fondo que permite explorar ámbitos y lagunas donde las emociones y sensaciones son intensas, casi febriles, irreales. Como si tuvieran siempre unas décimas.»

     AL LADO DEL CORAZÓN. En 1897, Antón Chéjov cenaba en Moscú con su editor cuando le sobrevino un ataque de tos, tras el que empezó a escupir sangre. Fue ingresado en una clínica donde sus amigos apenas podían hablar con él porque el más mínimo esfuerzo le ocasionaba fatiga. Cuando Tolstói acudió a verle, le confesó que prefería morir a verse condenado a vivir de esa manera. Tolstói bajó la mirada y empalideció. «Chéjov y Dostoievski son dos escritores en los que la enfermedad se refleja en su obra de manera persistente y sutil – señala Juan Eduardo Zúñiga–. Turguéniev padeció gota durante gran parte de su vida; Pushkin, a parecer, tuvo sífilis, pero el caso de Dostoievski y Chéjov es diferente porque la enfermedad tiene gran importancia en su literatura. Dostoievski sufre epilepsia desde joven, una vida llena de problemas y desórdenes, de fracasos y errores, y sus mismos personajes tienen esos rasgos: son gente torturada, que vive en un enorme estado de inquietud interior, que de algún modo presagia la expectativa del sufrimiento... Chéjov tiene una enfermedad incurable, él es médico y lo sabe, y también en su literatura aparecen con frecuencia esos tipos mesurados que aceptan la fatalidad, conformistas, personajes que ocultan un secreto, como el secreto que guarda la propia tuberculosis, en el pecho, al lado del corazón.»
     Y acabamos con Beckett. Hubo, al parecer, un momento en que fue llamado a declarar en descargo de Fernando Arrabal,, acusado de blasfemo. Subido al estrado, alto, delgado, el gesto impasible, declaró: «Es mucho lo que tiene que sufrir el poeta para escribir, señor juez, no añada nada a su propio dolor». O eso cuentan.

JESÚS MARCHAMALO

Publicado en el ABC el 6 de enero de 2007.
Fuente y propiedad de: Hemeroteca del ABC. http://hemeroteca.abc.es/

Digitalizado en el presente formato
por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant