El Luchador, 8 de febrero de 1929
Pueblo Gallego, 13 de febrero de 1929
ABC, 9 de junio de 1957
MAUPASSANT Y LA NOVELA
por
Ramón Pérez de Ayala
Entre las novelas mayores de Maupassant, “Pierre et Jean” y en segundo lugar
“Une vie”, me parecen artística y literariamente las mejor conseguidas y las más
perfectas de ejecución. Al igual de las que acostumbramos calificar de obras
clásicas, se diría que en ellas nada falta ni sobra. “Pierre et Jean” va
precedido de un prólogo. Un prólogo, del propio autor, es cosa que siempre
sobra. Sin embargo, este prólogo de Maupassant no constituye una superfluidad,
ni una accidentalidad momentánea. Se lee hoy y es tan actual como en su día;
virtud de las cosas veraces y certeras. La verdad no es nueva ni es vieja; es
permanente y nunca pasa, por la sencilla razón de que la mentira, que es la otra
mitad de la vida, permanece también y tampoco pasa.
Quiero rememorar este prólogo. Rememorarlo, sin
apostillas ni escollos, que nos llevarían demasiado lejos.
Desde las primeras líneas, dice el autor: “ Voy a
ocuparme acerca de la novela en general. No soy yo el único a quien los mismo
críticos dirigen el mismo reparo, cada vez que produce un libro nuevo. A vueltas
de frases alabanciosas, hallo regularmente esto, escrito por las mismas plumas:
el mayor defecto de esta obra consiste en que no es una novela, lo que se llama
una novela. Se podría replicar con el mismo argumento: el mayor defecto del
escritor que me hace el honor de juzgarme consiste en que no es un crítico. En
efecto, ¿cuáles son los caracteres esenciales de un crítico? Es menester que sin
partidismo, sin opiniones preconcebidas, sin principios escolásticos, sin
ligaduras con una camada de artistas, comprenda, distinga, colija, las más
opuestas tendencias, los temperamentos más contrarios y admita los conatos
artísticos más diversos. Pues bien, el crítico que después de “Manon Lescaut”,
“Pablo y Virginia”, “Don Quijote”, “Los líos perjudiciales”, “Werther”, “Las
afinidades electivas”, “Clarisa Harlowe”, “Emilio”, “Cándido”, “Marzo Cinco”,
“René”, “Los tres mosqueteros”, “Mauprat”, “El tío Goriot”, “La prima Bette”, “Colomba”,
“El rojo y el negro”, “La señorita de Maupin”, “Nuestra Señora de París”, “Salambó”,
“Madame Bovary”, “Adolfo”, “El señor de Camors”, “La tasca”, “Safo”, etc., osa
aún escribir: esto es una novela y aquello no lo es, me parece dotado de una
especie de perspicacia que se aproxima sobremanera a la ineptitud”.
Se me figura que las precedentes líneas no necesitan
comentarios. Son claras como la luz.
Más adelante:
“Estos críticos, aunque no son productores, están
alistados en una escuela, y rechazan, como los mismos novelistas, todas las
obras concebidas y ejecutadas fuera de su estética. Un crítico inteligente
debería, por el contrario, investigar aquello que es más desemejante con las
novelas ya hechas y alentar en lo posible a los jóvenes a que intenten abrir
derroteros vírgenes. Todos los escritores, lo mismo Hugo que Zola, han reclamado
con persistencia el derecho absoluto, derecho indiscutible, a componer, es
decir, a imaginar o a observar, según su concepto personal del arte. El talento
proviene de la originalidad que es una manera peculiar de pensar, de ver, de
comprender y de juzgar. Por tanto, el crítico que pretende definir la novela
ateniéndose a la idea que se ha formado según las novelas que a él le gustan, y
establecer ciertas reglas invariables de composición, luchará siempre contra un
temperamento artístico que surge con una nueva manera. La mayor parte de los
críticos no pasan de ser lectores, de donde proviene que nos amonestan sin razón
o nos lisonjean sin reserva ni medida. El lector busca en un libro satisfacer
únicamente la tendencia natural de su espíritu; exige del escritor que responda
a su gusto predominante de lector, y calificará de fijo como notables y bien
escritos aquella obra o pasaje que agradan a su imaginación; idealista, jovial,
picaresca, triste, soñadora o positiva. En suma, el público está compuesto de
grupos numerosos que, cada cual por su parte, nos grita:
Consuélame. – Diviérteme. – Entristéceme.–Hazme
soñar.–Hazme reír.–Estreméceme.–Hazeme llorar.–Hazme pensar.
Sólo algunos espíritus de selección pedirán al artista:
–Haz algo bello, en la forma que mejor convenga con tu
temperamento.
Esto se ha escrito ya mil veces. Y no obstante, será
preciso repetirlo siempre.”
Es inexcusable una observación. Las novelas que cita
Maupassant son, sin duda, heterogéneas. Se distinguen entre sí con rasgos
acusados, contradictorios, inconciliables. Pero cualquiera de ella, ¿no guarda
semejanza más intima y familiar, más próxima consanguinidad con todas las otras,
que no con una pieza de teatro o con una antología de poesías líricas? Desde el
momento que universalmente y de siempre a todas estas obras se las llama novelas
y no dramas u odas, es porque tienen algo, lo esencial, de común entre sí: es
porque constituyen un género literario definido. Digo y recalco “género
definido”. Ya Aristóteles señalaba las dos partes indefectibles en toda
definición, a saber: género próximo y última diferencia. a fin de definir (darle
el contorno, perfil, o límite y fin de su alcance y figura: y su finalidad, o
sea, su función intencional y hacia qué hito apunto y tiende) a fin, repito, de
definir una nueva novela, habremos de señalar ante todo su género próximo; esto
es, clasificarla en un grupo de novelas que más se le asemejan, pues dentro de
la novela en general, o género remoto, se descubren a primera vista múltiples
grupos o tendencias que son otros tantos géneros próximos. Y la última
diferencia estribará en aquello que tiene de original una nueva novela y que es
irreductible a la comparación con ninguna otra, puesto que a ninguna otra se
parece. Es obligación elemental del crítico precisar estos dos extremos: a qué
otras obras anteriores se parece una obra nueva (su genealogía o casta), ya que
es inconcebible que haya una obra sin ningún antecesor literario, y finalmente
en qué se distingue de toda la producción anterior. Obra que no prosigue la
tradición literaria, es decir, que no añade a lo ya hecho, carece de valor, y
por ende de interés. Por otra parte una obra que no lleva aparejado con su
aparición un escalofrío nuevo, un saber nuevo, una nueva factura, una nueva
perspectiva, algunas ideas nuevas, algunos nuevos hechos; en definitiva,
cualquier elemento flamante, sorprendente, personal, inédito, es obra desdeñable
y que nace muerta.
Los críticos suelen dividirse en dos categorías. Unos
no ven en la nueva producción sino sus similitudes con el resto de la producción
literaria histórica, y así se desviven, deshojan y enardecen en ir apuntando,
con fastidiosa prolijidad, una por una, aquellas dichas similitudes, siempre
obligadas, ciertas veces similitudes efectivas, pero que otras veces sólo
existen en la imaginación limitada del crítico. Abrumadora tarea, pues claro es
que una obra literaria cualquiera se asemeja a todas las otras en una cantidad
de circunstancias inconmensurable, la casi totalidad de las cuales no hay para
qué indicar. Estos críticos, como monos de imitación que son, no saben ver sino
imitaciones, y el arquetipo caricaturesco de la especie es el crítico que todo
lo nuevo lo juzga plagio de lo antiguo. Por el contrario, otra clase de
críticos, los misoneistas, poseen un raro olfato para lo nuevo, porque es cosa
que les lastima, ofende y desconcierta, y con la sensación de malestar que
reciben se ciegan para todo el resto de aquello que no puede menos de haber en
cada obra, de parejo y continuo con lo usadero y tradicional. No echando de ver
sino lo desacostumbrado e insólito, se ofuscan, la sangre se les amontona en la
cabeza, fulminan anatemas iracundos y gritan furibundos: esto no es una novela,
esto no es un drama, esto no son versos, ni Cristo que lo fundó.
El buen crítico debe estar dotado de actitud suficiente
para abarcar el género próximo y la última diferencia; lo tradicional y lo
nuevo.
En cuanto a lo que Maupassant advierte de que cada
grupo del público solicita del autor afectos y efectos muy diferentes, esto no
estorba a que el autor que aspira a la grandeza se ufane en sumar el mayor
número de estos efectos. Una novela será tanto más valiosa y duradera si sirve
para consolar, divertir, entristecer, enternecer, hacer sonar, hacer reír,
estremecer, hacer llorar, y hacer pensar al lector. Y más efectos todavía, todos
los cuales se resumen en uno: contribuir a reforzar la sensación y esclarecer la
conciencia del enigma de la vida.
Ramón PEREZ DE AYALA
Publicado en El Luchador el 8 de febrero
de 1929
Publicado en Pueblo Gallego el 13 de febrero
de 1929
Publicado en el ABC el 9 de
junio de 1957.
Fuente y propiedad de: Hemeroteca del ABC.
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