ABC, 14 de febrero de 1984
MAUPASSANT Y «EL OTRO»
ALBERTO SAVINIO
Editorial Bruguera, S.A. Barcelona, 1983. 142 páginas.
La palabra epígono estuvo muy de moda hará un siglo, aproximadamente; gracias a
ella se ampliaron las facilidades a los dedicados al comentario y la
clasificación literarios. Una manera cómoda de enunciar dependencias y
filiaciones. Se hacía aparecer a la literatura – a su curso y desarrollo
histórico– como un lógico encadenamiento de discípulos a maestros, sirviendo
además de dialéctica complementaria a las teorías evolucionistas, desde el
costado de las trabazones y las mutaciones estéticas.
Para los profesores y tratadistas, por lo general
perseguidores de sencillas reducciones pedagógicas, Maupassant era un aventajado
y leal epígono de Gustavo Flaubert. Así nos lo enseñaron, con doctoral
entonación, los manuales de historia literaria. En ellos aprendimos que Henry
René Albert Guy de Maupassant había nacido el 5 de agosto de 1850, «sea en
Fécamp, sea en el château de Miromesnil». Las vacilaciones sobre el lugar exacto
en que viera la luz tienen su origen en el esnobismo de su madre, de soltera
Laure Le Poittevin, hermana del malogrado poeta Alfred Le Poittevin, gran amigo
de Flaubert en su juventud. No podían tolerar las pretensiones aristocráticas de
Laure, basadas en un dudoso marquesado concedido por un emperador austriaco en
el siglo XVIII, que su hijo hubiera nacido en el hogar burgués de una pequeña
ciudad de provincia. Para enmendar esa errata, que venía a empañar los lustres
de la mitificada estirpe, se arrendó el lujoso castillo, no demasiado antiguo,
pero dotado de pequeñas torres, altos ventanales y un jardín asomado a un
desnivel del terreno, con apariencias de baluarte.
Al «animal literario» que sería Maupassant le sentaban
muy bien estos adornos biográficos. Resultando de valor inapreciable para el
tipo de ensayo sin orillas que Alberto Savinio compondría en torno a la figura y
obra del autor de «Bel Amí». A Savinio le gustaba el desacato y la irreverencia.
Hijos de su misma existencia, constituían sus modos de acercarse a las cosas.
Pero antes de seguir adelante veamos quién fue Juan
Alberto Savinio. Para comenzar aclaremos que esa rúbrica era su «nombre de
batalla», su pseudónimo literario y artístico. De orígenes sicilianos había
nacido en Atenas el 25 de agosto de 1891, siendo su nombre verdadero Andrea de
Chirico. Hermano menor del extraordinario pintor Giorgio – también nacido en
Grecia el 10 de julio de 1888 – quizá una de las razones de enmascarar su
apellido brotara de los escrúpulos por evitar la confusión a que pudiera inducir
el uso del suyo legítimo. Giorgio de Chirico, con la grandeza y originalidad de
sus concepciones plásticas, había logrado con rapidez la universalización de su
firma.
Si me he detenido, aunque sumariamente en los orígenes
de Alberto Savinio ha sido porque sin una breve noticia acerca de ellos es muy
difícil hacerse cargo de sus actitudes frente a Maupassant. En el arranque y
germinación de los movimientos europeos de vanguardia hubo mucho de reacción, de
plantarle cara a lo precedente, es especial a los agitados flecos y
extremosidades del «realismo» y sus secuelas «naturalistas»; pero cascabeleaba
también, entre las ansias y pirotecnias renovadoras, entre las búsquedas de «un
aire nuevo», el retozo aparentemente desprevenido de los espíritus burlones, de
los factores lúdicos.
En el libro, laberínticamente concebido, de Alberto
Savinio se conjugan los dos impulsos que acabamos de señalar. Las direcciones
estéticas deben ser rectificadas; y Maupassant, claro representante de las
últimas quintaesencias decimonónicas, se ofrece como magnífica pared de frontón
contra la que descargar sucesivos y espectaculares pelotazos. Las posibilidades
del juego completarán la operación, entre los desahogos de una patética y
algarera alacridad.
Sí, «Maupassant y el otro» se configuran como un
patético desfogue, obediente a las reglas del desacato. Savinio recalca desde el
comienzo cuanto pueda encontrar de ridículo y caricaturesco en el personaje.
Acoge con júbilo panfletario el grotesco episodio, promovido por el esnobismo
materno, sobre el trasiego y simulación de su lugar de nacimiento. De semejante
manera se comporta frente a su aspecto físico. En una expresiva nota recoge la
frase de Flaubert que le describe como poseedor de la «fisonomía de un pequeño
toro normando», avalada por Hipólito Taine, quien opina que «Maupassant tiene el
aire de un toro triste». La travesura de Paul Morand – jubilosa referencia para
cualquier vanguardista de la época de oro – redondea las observaciones
tauromáquicas en un extenso párrafo, que cierra resumiendo: «Tuvo sus años de
pastizaje, sus años de procreación y de lardeo a golpe de jeringa de Pravaz.»
Es evidente que a Maupassant, por mucho que gusten los
logros de su artesanía literaria, le faltaba grandeza. El mismo delata – en «Una
vida»– su inclinación hacia «la humilde verdad». Cronista del complejo social de
la «Tercera República», de «la jeunesse de Marianne» y de los desfallecientes y
desolados centelleos finales del «Segundo Imperio», Maupassant representa los
desencantos y pesimismos de un burgués acomodaticio, que no encuentra a mano ni
el clavo ardiente salvador de las preocupaciones espirituales o las
consolaciones filosóficas. Lo cercan las «pequeñas gentes», que poco a poco van
invadiendo el espacio de sus narraciones; anegándolo, sería un mejor decir.
Un ligero trémolo de patriotismo se deja sentir cuando
a sus páginas acuden los recuerdos de «la debacle» que cerró, junto con los
terrores de «la Commune», la etapa de horror y sangre de la guerra
franco-prusiana. Acaso el poso de esos sentimientos, al agitarse en el admirable
relato «Bola de sebo», determinaron en buena medida las razones del éxito. Corre
el año 1880 y Maupassant comienza a vivir su apoteosis. La de «la época de la
estupidez», tan inaguantable para Alberto Savinio.
Pero Savinio es un hombre tenaz, un escritor que, pese
a sus enmascaramientos, va a lo suyo. Del Maupassant «naturalista», dócil toro
normando, relator de las vidas mediocres, está dispuesto a sacar al enajenado
pionero de la escritura automática, una de las claves válidas para penetrar en
la técnica literaria del surrealismo. Cuanto más se golpee al Maupassant
oficial, al discípulo, al hijo espiritual de Gustavo Flaubert, de acuerdo con la
letra de los manuales; al cronista erótico y galante; al instrumentador de los
cuentos rápidos y agudos apoyados en el quiebro ingenioso y en la lascivia a
flor de piel, más estrepitosa surgirá la figura del «otro», el agazapado tras la
niebla de la locura.
Gracias a la penetración de la espiroqueta pálida en el
vigoroso organismo del Maupassant bovino y flaubertino, Alberto Savinio va a
encontrar en el cronista del meretriciado de «La casa Tellier» la pasarela entre
una sociedad y una estética abominables y la aurora incendiaria de las rebeldías
redentoras. Ciertamente los episodios finales de la existencia de Maupassant
prefiguran el desarrollo de una tragedia surrealista, imaginada bajo la
inspiración de Jarry y Apollinaire. Aquel suicidio frustrado por la previsión y
fidelidad de su sirviente Tassart, que ha quitado los proyectiles a las cápsulas
del revólver, constituyen, con la subsiguiente idea de Maupassant de
considerarse un inmortal a prueba de balas, una deliciosa escenificación
vanguardista, casi rocambolesca. Lo malo es que el convencimiento de la
inmortalidad lo empujó a repetir la experiencia, esta vez con un cuchillo, y el
intento de autodegollación hizo brotar la sangre de la garganta.
Pero a Alberto Savinio ya le importa poco uno u
otro resultado. El segundo Maupassant, el liberador, ha derrotado al primero, al
filisteo triunfante. El «otro» ha vencido. Maupassant agonizará en un manicomio,
anunciando su propia muerte, y Savinio compondrá con esos mimbres un ensayo de
interpretación biográfica, iluminado por las bengalas del surrealismo y las
técnicas psicológicas aprendidas de Freud.
Savinio –Andrea de Chirico – murió en Roma hace poco
más de veinte años. Con «Maupassant y el otro», escrito en 1944, nos demostró
varias cosas, además de las expuestas; tales, la vigencia del surrealismo y su
resentimiento de italiano como reacción por los olvidos y menosprecios de los
franceses.
José María ALFARO
Publicado en el
ABC el 4 de febrero de 1984.
Fuente y propiedad de texto e imagen: Hemeroteca del ABC.
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Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant