ABC Ilustrado, 14 de julio de 2001
CONTRA LOS PERIODISTAS (Y OTROS CONTRAS)
Bel Ami. GUY DE MAUPASSANT. Traducción de
Carlos de Arce, Debate. Madrid, 2001.345 páginas, 2.600 pesetas
Desde la segunda mitad del siglo XIX escritores y novelistas toman conciencia de galo ya irremediable que condicionará todo el futuro: guerras, maniobras políticas, manipulaciones de la opinión, carreras privadas, difamaciones, luchas entre los partidos, grandes operaciones financieras y, sobre todo, sus propias vidas. «Si la Prensa no existiera habría que evitar inventarla », clamó el pesimista Balzac en 1842. Comienza a crearse, pues, un blanco favorito de protagonistas literarios, los periodistas, la mayor parte de las veces turbios y embaucadores, o como mucho, inocentes plumas de conciencia atormentada, devoradas por el sistema, y al servicio de una maquinaria poderosa, imparable e interesada, los periódicos, que dan sustento a su ambición o simplemente a su necesidad de sobrevivir. Surgen grandes obras maestras sobre el tema, como Las ilusiones perdidas (1837-1843) de Balzac y Bel Ami (1885) de Maupassant, a las que se añadirán otras menores, de no menos grandes autores, como el vienés Arthur Schnitzler (Los periodistas, también titulada Merle y mimosas, 1903-1911) o Los periódicos (1913) de Henry James (Alba, 1998).
El poder de la Prensa
Igualmente, una larga serie de novelas españolas de fin de siglo y comienzos del XX seguirán la moda desatada y tendrán como protagonistas al poder de la Prensa y su importancia primordial como foco de agitación política y social, como es el caso de Palacio Valdés (El cuarto poder, 1888); Ciges Aparicio (El libro de la decadencia: del periodismo y de la política, 1907); José López Pinillos (El luchador, 1916); Araquistáin (Las columnas de Hércules, 1921) o Manuel Bueno (Los nietos de Danton, 1936). Temidos y detestados, cortejados y despreciados, los periodistas se convierten en bestias de primer orden, a perseguir y satirizar, como hizo sin descanso Karl Kraus, rey absoluto de la vida intelectual vienesa de principios de siglo, y redactor único desde 1911 de Die Fackel (La Antorcha), donde publicó todo tipo de salvajes aforismos contra esta profesión («no tener una idea y poder expresarla: eso hace el periodista») a la que juzgaba cobarde, manipuladora, desprovista de deontología, sin ningún tipo de principios y una guarida de farsantes y demagogos que sólo miran el provecho de las ventas, del « consenso » o como mucho de los chismes. Pero, sobre todo, Kraus los creía culpables de la degradación y decadencia de la palabra, una palabra travestida, banalizada y degenerada tras la que sólo brillaba la idiotez más absoluta de los lugares comunes que, según él, favorecían la corrupción general de la vida vienesa. Más idealista y romántico, otro de estos grandes autores austrohúngaros, Joseph Roth, magistral articulista y periodista de su época, corresponsal del Frankfurter Zeitung, aparte de escritor, dejaría magníficas crónicas realizadas por toda Europa (Rusia, Albania, Polonia, Alemania, Serbia). En su libro Las ciudades blancas (Minúscula, 2000), dedicado a Francia, comenzará diciendo: «Me hice periodista, desesperado porque ninguna profesión era capaz de colmarme… Conozco la dulce libertad de representarme únicamente a mí mismo».
El gran maestro del cuento
Guy de Maupassant, que hoy en día está considerado como el gran maestro del
cuento del siglo XIX, junto al ruso Chéjov, escribió además varias novelas,
entre las que destaca, sin lugar a dudas, su más «balzaquiana», vigorosa y
despiadada creación: Bel Ami, ahora reeditada en nuestra lengua (existe,
igualmente, una excelente versión de Esther Benítez en Alianza, 1985). Alumno y
ahijado literario de Flaubert, Maupassant rendirá también tributo al maestro
indiscutible Balzac en su novela, citando a uno de sus protagonistas, el judío y
financiero M. Walter (sin privarse de ninguno de los tópicos antisemitas), como
de «una tacañería digna de Balzac». La novela narra la historia de un apuesto
provinciano, Georges Duroy (más tarde, conforme escale, «Du Roy»), rebotado de
una corta y fracasada carrera militar en la Argelia colonial, y que desde que
llega a París tiene como única obsesión encontrar la manera de salir de la
«mediocridad moral de su situación» y descubrir, cuanto antes, «por qué medios
escalar las alturas donde se hallan la consideración y el dinero». Con
paciencia, pero «astuto, rápido y sutil», sin un minuto de reposo, Duroy irá
escalando poco a poco posiciones gracias a su oficio de reportero, más tarde
columnista de los ecos de sociedad, y por fin cronista político. Pero sobre
todo, sabiendo de antemano que todas las mujeres sienten hacia él «una
inclinación singular, instantánea». Todas, sin excepción, caerán, hasta que ya
no necesite de ellas: bohemias aventureras, burguesas decentes, la mujer de su
jefe y la más importante de todas, con la que se casará, su hábil guía y maestra
que redacta y da forma a sus artículos, su Pigmalion, con la que formará una
provechosa sociedad, hasta que una y otro, ella convirtiéndose en la amante del
nuevo ministro de Exteriores, cuyo nombramiento han favorecido, y él poniéndose
como meta la joven hija del director y propietario de su periódico, rompan el
saco de sus ambiciones y se encaminen, ya por separado, a nuevos y triunfantes
objetivos.
Maupassant, que detestaba profundamente a los políticos
y también a los militares («expertos en carnicerías humanas»), se cebará con
ellos en esta novela, que tendrá como trasfondo temático y ambiental la
corrupción e hipocresía durante la Tercera República, la política colonialista
en el norte de África, así como la formación y consolidación de una clase
dominante basada en la especulación financiera y en las turbias relaciones de la
Prensa con ciertos grupos de presión. Para Maupassant, los políticos, en lugar
de favorecer el desarrollo de la nación y el interés general de su patria,
buscaban las coyunturas más trágicas, como por ejemplo las guerras, para servir
a sus mediocres destinos privados. No hay más que leer la definición que hace de
uno de ellos en Bel Ami: «Era uno de tantos de los que brotan en el estereotipo
popular del sufragio universal… un maquiavelismo de aldea le hacía pasar por
inteligente entre los colegas, es decir, entre los sin profesión y los
fracasados que suelen hacerse diputados».
Triunfador sin escrúpulos
Pero sobre todo, este amargo y genial misántropo se propuso escribir su epopeya antiheroica y abyecta del triunfador sin escrúpulos, del arribista cínico y compulsivo, cuya tremenda fortaleza es lo indestructible de su misión –él mismo– en la batalla de la vida. Esas batallas que nunca se dan por vencidas y en las que, como decía Balzac en Las ilusiones perdidas, sobreviven sólo los más fuertes, aquéllos que superan «la rebelión de las circunstancias» y se salvan «escalando con un terrible esfuerzo hacia lugares superiores». Ebrio de triunfo, excitado siempre por el deseo de complacer, Du Roy se hará invulnerable a todo y a todos, a los que atravesará con un «vigor sobrehumano, un ánimo dotado de una decisión invencible y una esperanza infinita».
Mercedes MONMANY
Publicado en el
ABC ilustrado el 14 de julio de 2001.
Fuente y propiedad de: Hemeroteca del ABC.
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por J.M. Ramos para
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