ABC, 21 de julio de 1927

EL ESPECTRO DE MAUPASSANT

 

¡Pobre Maupassant! Al cabo de tantos años transcurridos, todavía llega hasta nosotros, de cuando en cuando, un eco apagado de su lejana tragedia. Acerca de la locura de Maupassant es posible que se haya escrito tanto como acerca de sus obras. Un especialista, Lombroso, dedicó al tema un volumen entero. Otros escritores le han supuesto loco, hasta cuando estaba perfectamente cuerdo. Su extraña predilección por describir las múltiples sensaciones del miedo, su propio pavor ante el misterio de la muerte, y, sobre todo, su fantástico cuento El Horla, influyeron mucho, sin duda, en estos diagnósticos... a posteriori. La madre del gran literato fue la primera en rectificar el error. Después se ha dicho que si en alguno de los libros de Maupassant puede apreciarse algún síntoma morboso, es en el titulado Sur l’eau probablemente con el mismo fundamento que de los demás.

No hay en toda la literatura del autor de Bel Ami una sola página que haga pensar en una predisposición enfermiza. Al contrario, Maupassant, con su objetivismo, que resultaría casi fotográfico sin sus grandes cualidades de artista, su impersonalismo, su alegría de pura tradición francesa, su actitud, desdeñosa en el fondo, ante la mujer a la que suele mirar con ojos de oriental; su amor desenfrenado a la Naturaleza, y hasta su afición a los deportes violentos– culto a la fuerza – fue siempre un escritor sano. De tal modo –dice Lemaitre -, que, al referirnos a él, comenzábamos todos a hablar de salud. Y se le perdonaban los mayores atrevimientos.

Lo que hay en Maupassant de escritor complicado, acaso sea lo que hubo en él de más artificial, de más postizo. El verdadero Maupassant, el clásico, el que ha quedado no es el de las novelas, sino el de los admirables cuentos, en que resuenan como cascabeles las carcajadas de Rabelais.

La obra de Maupassant, si a todo trance queremos establecer una semejanza entre la producción y el hombre, es una obra fuerte, sanguínea, sana, como lo fue hasta el momento de ser herido brutalmente por la fatalidad aquel normando, de hombros cuadrados, tez rubicunda y testa leonina. Lo más opuesto – ya lo hemos dicho – a la obra mórbida de un candidato a la parálisis y a la locura.

No sé por qué repito yo ahora cosas tan sabidas. Acaso porque recientemente he leído una página más sobre la locura de Maupassant con el subtítulo prometedor de “Recuerdos y documentos inéditos”. ¿No habrá un poco de crueldad en insistir todavía sobre el tema? El Maupassant que nos importa es el de sus obra, no el mísero paralítico de la Maison Blanche. En estos recuerdos de ahora aparecen de nuevo – también con algo de espectral, aunque quizá viven todavía – el marinero Raymond, que patroneaba, con Maupassant, el Bel Ami, y el discreto François Tassart, ayuda de cámara del novelista, que estuvo a su lado los últimos diez años de su vida, y autor de un libro interesantísimo en el que, sin alardes literarios, pero con gran naturalidad y la documentación humilde de la vida cotidiana, acaso da una idea más exacta del carácter del escritor y, desde luego, de la catástrofe final que otros libros de mayores pretensiones.

En realidad, los documentos inéditos que ahora publica M. Borel – unas cuantas cartas de Maupassant y de su madre– no aportan nada nuevo. En cuanto a los recuerdos, se reducen a ciertos episodios, que el articulista dice haberle  relatado un tal M. Muterse, antiguo oficial de Marina, que conoció en Antibes a Maupassant, y que todavía habita la villa Le Bosquet, en que el gran escritor pasó todo un inverno. A su vez, M. Muterse declara haber escuchado lo que cuenta de labios del marinero Raymond y de François Tassart. Nada nuevo, volvemos a repetir.

“Madame de Maupassant – escribe Pierre Borel – creyó siempre que la locura de su  hijo había sido algo fulminante. Su hijo logró ocultarle su dolencia hasta el último día. Así se explica el misterio que ha envuelto hasta ahora la famosa noche de Navidad, que precedió a la tentativa de suicidio.”

No me explico lo que se pretende decir con ese hasta ahora, porque la noche terrible ha sido descrita cien veces. El relato que M. Muterse dice haber oído de labios del marinero Raymond no descubre nada que no supiéramos. Por otra parte, Raymond coincide exactamente al evocar la trágica noche del 1 de enero de 1892, con el testimonio de presencia que nos dejó en su libro el citado François Tassart, por cierto una página sobria y emocionante en su sencillez. Raymond sólo añade algunos dolorosos antecedentes: “Hacía ya muchos días que M. Maupassant nos inquietaba: una tarde, a bordo del Bel ami, comenzó a dar grandes voces a las nubes, diciendo que le perseguían. En otra ocasión pretendió que las olas silbaban, injuriándole. Otro día, en el puerto de Niza, oyó voces que le increpaban. Por aquella época, nuestro pobre amo no podía soportar el olor de los naranjos en flor en su villa de Cimiez, y tuvo que abandonarla.”

Refiriéndose a la estancia de Maupassant en la Maison Blanche, M. Muterse relata al articulista algunas escenas dolorosas, que dice haberle contado François Tassart. El discreto valet de chambre omitió en su libro (he tenido la curiosidad de comprobarlo) estas confidencias macabras. Hay en la omisión una prueba de buen gusto. Quizá hay algo más: un conmovedor respeto al antiguo amo, un delicado tributo rendido a la dignidad humana en la persona del pobre enfermo.

Yo no quiero saber nada de este Maupassant, víctima ya de todas las miserias de su inconsciencia, o, lo que es todavía más triste, luchando contra ellas con el resto de razón que se le escapa. Este espectro del gran escritor que ahora se nos presenta reclamando del enfermo barón la camisa de fuerza “porque dentro de unos instantes ya no será él mismo”, o agonizando en la soledad de un lóbrego patio, con la mirada vaga, la mandíbula caída y el busto derrengado, es demasiado lúgubre. El verdadero Maupassant es el otro, el de sus libros.

... Frente a la mesa en que escribo, y alineados en un estante, distingo los volúmenes de sus Obras completas. Es la edición Ollendorff, con ilustraciones y grabados en madera. Cojo al azar un tomo, Los domingos de un burgués en París... Y vuelvo a encontrar al Maupassant fuerte y risueño, “al cuentista tan poco moral y que, sin embargo, desarmaba inmediatamente aún a los más austeros. Porque nadie fue proclamado sano tantas veces – la frase es de Lemaître– como aquel joven que había de morir loco”.

 

Luís LOPEZ BALLESTEROS

 

   Publicado en el ABC, el 21 de julio de 1927

 

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