ABC, 22 de septiembre de 1995

MONT-ORIOL
Guy de Maupassant

Traducción de T. Gallego y M.I. Reverte. Alba. Barcelona 1995. 290 páginas, 2.200 pesetas

     «Mont-Oriol», que se publicó en 1887, es una de las novelas menos conocidas de Maupassant, aunque quizá la preferiremos a otras de más fama; aún hoy se lee con mucho interés, y tiene ese sólido oficio que nos recuerda que para su autor escribir era un trabajo exigente en el que había que asegurarse la calidad de los materiales y de la buena factura del artesano.
     Maupassant había aprendido de su venerado maestro Flaubert (incluso se llegó a sospechar que podía ser su hijo) que no sólo se es novelista por vocación, sino también por profesión; que hay que hacer las cosas a conciencia, observar, saber contar, graduar los efectos, encuadrar debidamente la intriga; que más que un inspirado, el escritor es un retratista de las complejidades humanas, y que todo está en los matices.
     Empieza por pintarse un balneario de la Auvernia como un mundo aletargado y mezquino; médicos de provincias que compiten ridículamente entre sí –Maupassant, enfermo crónico, no deja de vengarse de ellos–, campesinos astutos y codiciosos, y un puñado de gente de la buena sociedad de París que pasa allí una temporada aburriéndose y cuidando achaques reales o imaginarios.
    Pronto advertimos que su verdadero problema no es la salud, sino su manera de ser, y la inesperada distracción de la voladura de un peñasco, que hace brotar un manantial, se convierte simbólicamente en el alumbramiento de algo que todos llevan oculto en su interior; del fondo de aquella tierra volcánica, que se compara con las almas dormidas de los personajes, va a surgir un torbellino de vida y pasiones.
     Despiertan el amor, o lo que se toma por tal, o ideas de negocios, intereses y ensueños, alguien nacerá, se conciertan bodas, se firman contratos, el dinero cría dinero, las fantasías sentimentales, que según como se mire son también muy carnales, hacen concebir ilusiones. Todo va a quedar en simulacros y antojos, en caprichos y olvido, excepto las ganancias, que van en serio.
     La plácida existencia de los agüistas, que transcurre entre baños, vasitos de agua mineral, giras campestres, amoríos, chismes y partidas de billar, todo amenizado por una lamentable orquesta, va a sufrir una brusca sacudida. El mundo se mueve, avanza, crea riqueza, aunque por dentro los hombres y las mujeres siguen siendo tristemente iguales a sí mismo.
     En este marco muy bien descrito, en el que Maupassant se acuerda de su maestro, el artista maniático de la perfección de la pincelada, hay un idilio de un romanticismo exaltado; Christiane, la malcasada parisiense, imagina estar viviendo un adulterio bucólico que se complace en juzgar amor eterno, porque hay que dar nombres sonoros a los arrebatos y a las necesidades.
    El marido, un banquero judío que tiene la manía de calcular el precio de todas las cosas, y diríase que también de todas las personas, no es simpático, pero tampoco odioso, a su manera tiene grandeza, y no cae en ninguna de las trampas del corazón; lo suyo son las cifras, dotes, parcelas, bancales, lo que consta en el registro castastral, vivir como inversión.
     Y al voluble Paul Brétigny, que conquista a Christiane luciendo sensibilidad, el escritor le atribuye sus propios rasgos («apasionado, brutal, sincero»), incluso físicamente: «Tenía en el rostro algo brutal o inacabado que le daba un aspecto un poco tosco», «un encanto poderoso y rudo». Edmond de Goncourt dijo de Maupassant que era como «un chalán normando», pero aquí el novelista, sin dejar de presumir de bruto, mejora su imagen literaria haciéndose rico, mundano, brillante, como le hubiera gustado ser.
     Los componentes de este triángulo no van a entenderse jamás, se engañan con una relativa buena fe que les halaga, y al final todos se conforman con lo que pueden dar de sí, y la historia termina sin énfasis, sin más dramatismo que el de la aceptación de la inercia que les ha hecho ser como son. No había que hacerse ilusiones ni llamar amor a todo eso.
     Maupassant fue el rey de las narraciones breves, de los cuentos, como esos atletas que o tienen rival en las carreras cortas y rápidas, y en sus novelas suele haber alargues, episodios que se rellenan con cuadros de costumbres muy al gusto del naturalismo; pero en «Mont-Oriol» esos pasajes se resuelven con efectividad, y el conjunto está hábilmente equilibrado para sugerir las fracasadas aventuras del sentimiento que se equivoca.

Carlos PUJOL

Publicado en el ABC literario del 22 de septiembre de 1995.
Fuente y propiedad de: Hemeroteca del ABC. http://hemeroteca.abc.es/

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