ABC, 27 de noviembre de 1982
GUY DE MAUPASSANT, HOY
Guy de Maupassant, contemporáneo de Flaubert y de Zola, parece haber quedado
oscurecido por la gloria de ambos. Sin embargo, su singularidad de escritor le
da un puesto propio aun dentro del ámbito de esas grandes figuras. Su maestría
en el cuento y en el relato corto no parece discutible. Su prosa seca, nerviosa,
dotada de una precisión y de una nitidez que nos prende, llega a alcanzar cotas
de perfección. Se ha dicho de Maupassant que tiene ideas filosóficas, pero lo
que no trata es de expresar ninguna filosofía; que sería imposible buscar ideas
morales en sus escritos, desde luego no es un moralista, no es esa su misión,
aunque si se llega hasta el fondo de sus relatos su intención puede darnos
varias sorpresas. Se le tacha de cínico. Pero la crítica social, el sentido
humano que encontramos de su obra, la escondida compasión, incluso la ternura no
se avienen a tal juicio. Si descubre las lacras humanas, y a veces parece en
verdad tener poca fe en el hombre, habrá que pensar que desvela la realidad que
conoce. Tampoco podrá tachársele de parcial, porque en sus relatos encontramos
casi siempre otra cara de las cosas. La opinión de que en su supuesto realismo
sólo tenga en cuenta las apariencias, choca con la evidencia de que no es
posible encasillarlo en una escuela dada. Si Balzac o Flaubert o Zola pueden
llegar a nosotros vivos, por el hecho de haber sido hombres de su tiempo,
incluso representantes de ese tiempo, Maupassant a veces nos parece haberlo
rebasado hacia adelante.
Nació Maupassant en el castillo de Miromesnil en el
departamento de la Seine Maritime, en 1850, año de la muerte de Balzac, murió en
París en 1893. Había llegado a París en 1869 para seguir los estudios de
Derecho. Después, la guerra con Prusia en la que participó, y que está viva en
su obra, basta recordar «Bola de sebo» que le dio a conocer como escritor, no
volvió a reanudarlos. Habrá que reseñar que su padrino fue Flaubert, gran amigo
de la familia de su madre, y que bajo la tutela de Flaubert empezó su vida
literaria. Perteneció al célebre Grupo de Medan, formando parte de los nuevos
escritores a quienes se denominó «La cola de Zola», aunque en su caso no se
justifique el burlón calificativo.
El peso de los acontecimientos que se suceden en
Francia, la guerra, la caída del Segundo Imperio, la implantación de la tercera
República, todo ello condiciona el movimiento literario de transformación que da
paso al naturalismo llamado a arrinconar al realismo, a sustituirlo con un afán
tanto de renovación como de ruptura, aunque no le será posible prescindir de lo
que el realismo supone como herencia intelectual, como la encarnación del
espíritu ideológico, contra el que el romanticismo había alzado, la rebeldía del
sentimiento. Con su fe en el progreso va a representar el naturalismo, sin
embargo, una vuelta atrás, en busca de su centro de gravedad, situado en el
siglo XVIII; por otra parte, entre ideólogos positivistas y naturalistas de 1920
a 1880, existe una línea de enlace. La razón, que no había abdicado de sus
derechos, se afirma en su terreno ante el campo libre reivindicado por la
imaginación.
Maupassant era en sus comienzos un poeta, joven poeta,
que escribía poemas impregnados de romanticismo, pero también desvergonzados,
escabrosos, a manera de historias rimadas. Habrá que tener en cuenta que a
fuerza de arropar sucesiva variedad y ambigüedad de significados las palabras
llegan a encontrarse despojadas del exacto sentido que en un principio se les
atribuyó. La palabra naturalismo, diversamente entendida y aplicada, acabó
incorporando una excesiva carga de conceptos. El romanticismo comparte, quizá
más a fondo, ese destino. De encarnar una teoría literaria pasó a ponerse al
servicio de una actitud vital, que, manifiesta o no, se supone permanente en el
espíritu humano. Y también en el romanticismo podremos encontrar una estrecha
relación entre el acontecimiento político-social y el literario. La marea
romántica había empezado a descender antes de 1830, pero fue la revolución de
julio la que abrió vía libre a la teoría del «arte útil» que se impone a la del
arte por el arte, triunfante en años anteriores.
Julio de 1830 marca el momento en que el romanticismo
pierde sus posiciones, agota su ímpetu, pese a que continúa aún suscitando
fervores, en esa forma de directa y clamorosa comunicación que es el teatro.
Y aun dentro de un campo de relaciones y dependencias
cabría aludir al acontecimiento científico; la teoría que maduraba en la mente
de Zola, y que formuló en «La novela experimental»; se juzga que tuvo expresión
posible en la «Introducción al estudio de la Medicina experimental», de Claude
Bernard, libro de tan amplia repercusión y al que se ha considerado como el
«discurso del método» de la ciencia positiva. Cuando el positivismo había
apagado los últimos rescoldos románticos, el naturalismo encuentra vía
despejada. Ese espíritu enciclopedista convertido en una guardiana de corrientes
visibles y subterráneas se encontró, a plena luz del día, rebautizado como
positivismo por su heredero espiritual, el filósofo Augusto Comte, el filósofo
matemático, bajo cuya batuta que domina toda una etapa intelectual, el
positivismo va a cumplir su papel, va a representar la vuelta a lo que Taine
definió como «nuestra filosofía, el verdadero método del espíritu frances...».
Mientras se desdeña y menosprecia aquello que, también según Taine, representaba
«el sueño, la abstracción, la exaltación sentimental, la pérdida del estilo
preciso, el olvido del análisis, el descrédito de la simplicidad, el odio por la
exactitud, la pasión de creer sin pruebas».
Habrá, sin embargo, que insistir en el hecho de que,
aunque el optimismo de las innovaciones se asiente en la negación de lo
inmediato, no es fácil partir de cortes definitivos en la línea que enlaza la
novela romántica con la realista y a ésta con la naturalista, su sucesora y
heredera. Testimonio de ello y testimonio valiosos pudiera ser Maupassant, no
porque se pretenda hacerlo representante de una u otra corriente, sino por el
carácter complejo, integrador, que da una gran riqueza de perspectivas a sus
obras. Pero es circunstancia que no lo singulariza, las escuelas realistas
fueron, en principio, un poco alegremente identificadas con la escuela de
Balzac, mientras que Balzac sucesivamente se le catalogaba como un gran escritor
romántico y un cultivista de la llamada «literatura industrial», para acabar
entroncándolo con el naturalismo.
Flaubert, que con «Madame Bovary» se afirma en la
cumbre de la escuela realista, será reconocido como uno de los representantes
máximos del naturalismo francés. Y, sin embargo, Flaubert se había formado en el
romanticismo y nunca renegó de esta formación. Los caminos que van marcando en
sus obras el empeño de disciplina y austeridad no pueden ocultar su gusto por la
riqueza de la imagen, por la gracia rítmica del lenguaje. Y habrá que recordar
además que Flaubert expresamente afirmó su desvío del realismo, su rechazo a
Zola.
Pero de Zola, bueno es recordarlo, dijo J. Lemaître que
era un poeta épico. Un poeta perdido en horizontes desmesurados: «Cuando se
asiente en el terreno de la epopeya, cuando crea personajes míticos... tiene
páginas de una grandeza sobrecogedora. El mismo estilo pesado, incorrecto,
tosco, cargado de imágenes tomadas del tacto, del gusto, del olor, ayuda a este
efecto, da la sensación de una fuerza brutal y aplastante. Es bárbaro, pero es
poderoso. Pero cuando intenta la poesía idílica... cuando quiere pintar la vida
real de los aldeanos..., los medios burgueses..., la gente que celebra la boda
cuando hace, en fin naturalismo, es lamentable y repugnante...» Habrá que dejar
a Lemaître con su opinión de las obras de Zola a las que denomina «epopeya
pesimista de la animalidad humana... epopeya abyecta». A propósito de ellas
Anatole France había hablado de estas «geórgicas de la crápula». Pero cabe
preguntarse en dónde está hoy Anatole France y dónde está Zola, cuya serie
monumental, «Les Rougon-Maquart», alcanza en la actualidad cifras de tirada
difícilmente superables dentro del movimiento editorial.
Flaubert, y hay que volver a él tratándose de
Maupassant, afirma claramente su desvío del realismo. Suyas son estas
aparentemente contradictorias palabras: «Todo lo que se inventa es
verdadero...la poesías es una cosa tan preciosa como la geometría, la inducción
vale tanto como la deducción y, además, llegando a cierto punto, uno no se
equivoca en lo que corresponde al alma; mi pobre Bovary sufre y llora, sin duda,
a esta misma hora en 20 ciudades de Francia... » «Para mí la novela debe ser
científica, es decir, debe permanecer en las generalidades probables...» Y
«Madame Bovary» fue en efecto uno de los puntos de arranque de las novelas
científicas del siglo XX. Es, además, la obra maestra de su autor, y en su
repercusión un hecho literario de importancia definitiva. Pero en ella quedó
cerrado Flaubert. Pese a que se estimen, y mucho, otras de sus obras, nunca
alcanzaron igual consagración. Recuerdo ahora que Corpus Barga, que consideraba
imposible la novela histórica más allá de la perspectiva de un siglo e invocaba
para ello el caso de Galdós, creía que podría hacerse una excepción con la
magnífica «Salammbó», sobre todo por la maestría de las recreaciones del
ambiente, por lo que contiene de espléndida evocación. «Salammbó» y «Las
tentaciones de San Antonio» son dos obras que interesan ante lo apuntado
anteriormente, como expresivas de la evasión hacia el deslumbramiento de un
Oriente delicado y salvaje, añorado con el entusiasmo por lo exótico de que
podrían sentir los románticos.
Bajo la tutela de Flaubert, empezó, pues, Maupassant su
vida literaria. Pertenecía al grupo de Medan y era colaborador de sus «Soirées».
La influencia del maestro consistía principalmente en eximirlo de la necesidad
de aprendizaje, y, por otra parte, fue breve tal influencia, aunque habría de
dejarle profunda huella. Maupassant no sobrevivirá a su padrino de bautismo y
literario más que trece años, muere a los cuarenta y dos, tras una etapa de
internamiento que lo tuvo prácticamente anulado.
Muerto Flaubert, la personalidad de Maupassant se desarrolla libremente. Había
publicado ya «Bola de sebo», que le proporcionó un reconocimiento general y lo
situó en el campo de la narrativa. Era, literariamente y como persona, un ser de
difícil catalogación, lleno de contrastes. Se ha dicho de él que se complació en
confirmar la idea de Taine cuando refiriéndose al hombre hablaba del «gorila
feroz y lúbrico». Pero a Maupassant no es fácil cuadricularlo, no es fácil
encajarlo en conceptos previos. Pese a su denuncia del realismo, Flaubert, que
lo previno, aunque hoy nos parezca mentira, contra los excesos románticos de
Zola, lo había formado en el respeto a la verdad visible, en el culto al
testimonio sensible. Al prólogo de «Pierre et Jean», en el que se contiene una
especie de poética, pertenece este párrafo en el que Maupassant da cuenta de la
instrucción de su maestro: «Se trata de ver todo lo que se quiere expresar
durante bastante tiempo y con la suficiente atención para descubrir un aspecto
que no haya sido visto por nadie. En todo existe lo inexplorado, porque estamos
habituados a no servirnos de nuestros ojos más que con el recuerdo de los que
han pensado antes que nosotros sobre lo que estamos contemplando. La menor cosa
contiene algo desconocido. Descubrámoslo...» Maupassant asimiló estas lecciones.
Es justo que se le considere uno de los realistas más poderosos, aunque no por
la razón que se invoca de que el realismo consista en no tener en cuenta más que
las apariencias. Pero si no se le puede definir en exclusiva dentro del concepto
del realismo, menos cabrá admitir la afirmación de León Jules de que sus
personajes no tienen alma, de que son bestias humanas y nada más que bestias
humanas.
En Maupassant hay que partir del cinismo, del
pesimismo, de la escéptica lucidez; sin embargo, su personalidad literaria es
más compleja, más rica de matices. Lo mismo sucede con su personalidad humana.
Llegaba del Norte, donde había vivido una infancia y una adolescencia de noble
heredero en el castillo de Miromesnil, entre las brumas de Normandía. Fueron
años estimulantes, gozosos y también torturados por los propios problemas y por
los conflictos familiares. A los veinte años tomó parte en la guerra. Vuelve
después a París. No invoca méritos ni privilegios, renuncia, incluso, a la
desinencia que acredita su nobleza. Desempeñó empleos modestos en dos
Ministerios. Contaba como único capital con su talento, y su único timbre de
gloria era una salvaje vitalidad manifiesta en una potencia amorosa de la que se
jactó toda su vida y en la que iba a quemar su vida. Murió, apenas rebasado los
cuarenta, destruido por la parálisis progresiva y recluido, tras un intento de
suicidio, en una casa de salud de Passy. Pero las circunstancias no agotaron su
sensibilidad, ni en el desenfreno juvenil ni en las tremendas pruebas mentales y
físicas que abrumaron su madurez. Su sensibilidad tuvo una finura comparable a
la lucidez de su conciencia. Fue, precursor en esto y en otras cosas, uno de los
novelistas expresivos de la toma de conciencia, tal y como hoy la entenderíamos,
lo mismo que lo fue de la angustia y del miedo. También puede decirse que de la
incomunicación: sus personajes padecen una patética incapacidad de salir de sí
mismos, aislados entre ellos, perdidos en un mundo hostil del que nos llega una
sobrecogedora impresión de absurdo. Pero no son seres privados de alma. No es
tampoco el vacío lo que encontramos en el campo narrativo de Maupassant, del que
se beneficiaron sin escrúpulo algunos de los novelistas que le sucedieron.
Salvo la triste etapa final de reclusión, que duró
dieciocho meses, aún abatido por penosas circunstancias, Maupassant no dejó de
escribir. Fue autor exigente y fecundo: dejando aparte sus primeros afanes
poéticos y sin detenernos tampoco en sus tres volúmenes de impresiones viajeras
y en sus piezas teatrales, de 1880 a 1890 publica, además de las seis bien
conocidas novelas largas, 300 novelas cortas. Es el de la novela corta el género
en que se acredita como maestro. La amarga denuncia, la desolada visión de mundo
social no logran ahogar en muchos de sus relatos el hondo sentido humano, esa
piedad que es como corriente soterrada a lo largo de su narrativa, Maupassant,
con su don de llegar a los resortes psicológicos, gusta también de las
situaciones extremas. Difícil será desvelar la ignominia, la hipocresía, la
vileza que se esconden tras las apariencias respetables, con la penetración con
que el lo hace en relatos como por ejemplo «Bola de sebo».
Como representante del naturalismo, uno de sus grandes
representantes, no puede quedar sin embargo definido Maupassant, este poeta de
la angustia, del terror vital, que a un tiempo ha acertado a dar forma con
estremecedor acierto, a la atracción que sobre él ejerce la realidad y a su
hondo malestar ante ella; y también al amor, al temor y al dolor, al profundo
desengaño que en contrastes enlazados percibía en sus buceos en profundidad
sobre la existencia del hombre.
Concha CASTROVIEJO
Fuente y propiedad de texto e imágenes de la Hemeroteca del ABC http://hemeroteca.abc.es
Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant