ABC, 31 de marzo de 1925
EL ETERNO FEMENINO
El traje ¿es la mujer? o, para dar un sentido más amplio al concepto: la mujer
¿es la toilette, comprendiendo en ella todo el ARS COSMÉTICA femenino, secretos
de tocador, adorno de la figura, joyas, telas, perfumes, artificios?
Un proceso reciente, seguido en París – antes
hubiéramos dicho, un proceso muy fin de siglo –, presta cierta actualidad a
estas interrogaciones que envuelven, en el fondo, una cuestión de estética y –
como se verá – hasta un problema legal, atenuado en su aridez jurídica por no sé
que vaga esencia del eterno femenino.
He aquí los hechos extractados de uno de los periódicos
de París que los relata:
La condesa de Hautpould había encargado su retrato, en
busto, al Sr. Thevenet, miembros hors concours, de la Sociedad de artistas
franceses. Suma convenida, 3000 francos. Para las primeras sesiones, madame de
Hautpould había escogido, como era de rigor una toilette encantadora: vestido
blanco escotado y manto de púrpura, de tan agradable efecto, que el pastelista,
entusiasmado, propuso a su modelo ejecutar un retrato de cuerpo entero, por el
mismo precio. La condesa aceptó, pero un día, antes que la obra estuviese
terminada, partió para la Costa Azul. El artista mudó de parecer y le envió
simplemente el retrato en busto primeramente convenido. Pero queriendo utilizar
los estudios que había bosquejado para el retrato de cuerpo entero, hizo otro
cuadro, sirviéndose de una modelo provisional, que aparecía vestida con el
maravilloso traje blanco y el delicioso manto rojo.
Aquí surge el conflicto.
Madame de Hautpould, visitando la Exposición, se
encuentra un cuadro en que reconoce su manto y su vestido. La cara
indudablemente no es la suya – la de madame de Hautpould–, pero ello no obsta
para que la dama exclame, sin vacilar:
– Este es mi manto; este es mi traje.
Y en seguida:
–¡Esta soy yo!
¿Comprende el lector lo arduo del problema?
“Todas las mujeres – comenta el cronista – se
explicarán la exclamación de la condesa de Hautpould. ¿Es posible dudar que lo
que constituye la esencia de una personalidad femenina no sea la toilette? El
gesto, la figura, la fisonomía no tienen importancia. ¿Qué importa el parecido
en un retrato? Si el Sr. Thevénet, el pintor, hubiera expuesto una reproducción
del busto de madame de Hautpould con otro traje, la dama, probablemente, no lo
hubiera advertido siquiera.” ¡Pero su toilette, su manto rojo, que la envolvía
como una llama…! En efecto, ¿qué mujer hubiera tolerado semejante despojo? La
condesa de Hautpould ha acudido a los Tribunales, y éstos, en una especie de
juicio de Salomón, han negado a la condesa la propiedad del cuadro, pero han
condenado al pintor a un franco de multa en concepto de daños y perjuicios.
La noticia de este curioso proceso y los comentarios
del cronista, ¿no evocan nada en la memoria del lector?
El proceso, no de un caso semejante, sino de toda
psicología femenina, que ha hecho posible un litigio como el promovido por
madame de Hautpould, está seguido y fallado en una de las mejores novelas de la
literatura contemporánea. Las páginas admirables de Notre Coeur no son
otra cosa. Maupassant nos dejó en su libro, con la figura encantadora de madame
Michelle de Burne – ejemplar ya un tanto demódé de la mujer moderna –, el
rastro, bien perceptible, de aquella personalísima misoginia suya, que nunca se
disimula por completo ni en la vida ni en la literatura de Maupassant, aunque en
una y en otra aparece frecuentemente como apasionado de la mujer. En el fondo la
despreciaba, como Schopenhaüer, como Prudhomme, con un desdén intelectual, que
es el más duro, el más agresivo.
Notre Coeur es la historia de la
mujer-artificio; pero un artificio tan refinado, tan espiritualizado, que es
casi un arte y una estética, y ha subsistido, cambiando el sentido profundo del
eterno femenino – dice Maupassant – al antiguo encanto natural del sexo.
A través de uno de los personajes – el Lamarthe de la
novela –, Maupassant le grita a la mujer-artificio su cólera y sus denuestos.
“Ellas son su vestido, sus alhajas, sus perfumes. No son mujeres, son enigmas,
son monstruos. Embriagan, pero exasperan los nervios, porque en ellas todo es
adulteración y engaño. No valen lo que el buen vino en otros tiempos. Todas son
ratés, deliciosas ratés, que cuando son sensibles, a su manera,
sólo saben reventar de pena envejeciendo.”
La heroína de Notre Coeur – ya lo he indicado –
es un espécimen retrasado de mujer moderna. Pero los veinticinco primeros años
del nuevo siglo, al moldear otro tipo de mujer, sólo han añadido a la psicología
femenina nuevas complicaciones. el automóvil y el deporte, que las ha acercado a
la naturaleza, no las ha hecho más naturales ni más mujeres. Las Garçonne,
las Don Juan no curarían probablemente a Maupassant de su misoginia.
Para saborear el antiguo encanto natural de la mujer – el trago deleitoso de BON
VINO de nuestro Arcipestre, diríamos nosotros, traduciendo libremente al
castellano la frase pagana de Maupassant –, para encontrar a la mujer, que
siempre ha gustado de adornarse y de embellecerse; pero que sabía que el
atractivo supremo, el verdaderamente irresistible, era ella propia, habría que
seguir el ejemplo de Moriolle de la novela y buscar, fuera del gran mundo, la
petitte Elisabeth, que nos vengase de la mujer enigma, de la mujer-artificio, de
las Michelle de Burne, enamoradas de sí mismas e incapaces de amar.
A estas y otras divagaciones me llevó insensiblemente la noticia del proceso
ultramodernista promovido y medio ganado a su pintor por la dama del vestido
blanco y el manto de púrpura…
Luís LOPEZ
BALLESTEROS
Publicado en el
ABC del martes, 31 de marzo de 1925.
Fuente y propiedad de: Hemeroteca del ABC.
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Digitalizado en
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por J.M. Ramos para
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