La Acción, 24 de mayo de 1921

 

UN MUERTO SERÁ EL VERDUGO

 

Un revuelo de sensación alzóse en la tertulia al aparecer en el salón don Raimundo de la Mata, en cuya finca de Asturias había ocurrido dos días antes un misterioso suceso, al cual consagraban amplias informaciones los periódicos.

–Pero, ¿qué ha sido eso? Cuente usted, cuente usted.

–Huyendo vengo de allá. Ha sido una cosa terrorífica... Todavía traigo en la retina el horror de aquel cuadro dantesco.

El viejo hidalgo estremecíase al recordar la visión horrenda.

–Yo, que voy a visitar mis heredades cada dos o tres años, y tan sólo por unos días, he tenido la desgracia de que haya ocurrido el suceso hallándome cazando en mis cotos asturianos.

–Pero, cuente usted, don Raimundo– exigieron los impacientes–. A ver, a ver, antecedentes del hecho.

–Comprendo la curiosidad de ustedes. En realidad, ni la musa atormentada de Maupassant, ni la calentura necromántica de Poe, pudieron jamás representarse circunstancias tan extraordinarias como las que concurren en el suceso de que han sido testigos mis ojos.

Hizo una pausa el acaudalado y veterano cazador, y prosiguió de esta guisa:

–En una de las posesiones de mi patrimonio vivía dese tiempo inmemorial una familia de hortelanos que de una en otra generación venía transmitiéndose fórmulas y ensalmos secretos para sanar de sus dolencias a hombres y bestias y asegurar las cosechas en los sembrados. El último taumaturgo de esta dinastía de saludadores era el viejo Zacarías, un octogenario apergaminado y sarmentoso, a quien se atribuían siniestros pactos con las brujas de la comarca y todo linaje de artes de hechicería. Con Zacarías vivía un matrimonio joven, ligado al anciano con doble parentesco, ya que entrambos cónyuges eran bisnietos de aquél. El viejo los tenía ojeriza. No comía jamás en la mesa de ellos ni les dirigía palabra alguna. Como un can sin dueño, el abuelo erraba, huraño y maldiciente, en torno de la casa, mascullando imprecaciones y denuestos. No faltaban motivos al viejo, según el rumor público, para observar esta actitud sorda y colérica. Su nieta habíase casado en segundas nupcias, apenas transcurrido un año de la desaparición inopinada y sospechosa de su primer marido, que era hermano del segundo consorte; y al decir de la gente, el desparecido había sido inmolado a la pasión incestuosa de aquellos dos seres sórdidos y depravados, cuyos infames devaneos estorbaba. Por eso a nadie causaban extrañeza los anatemas del viejo Zacarías, que a diario clamaba con voz profética: «Han de purgar su crimen. De las entrañas de la tierra saldrá quien castigue su pecado, y un muerto ha de ser su verdugo». Yo mismo hube de oír alguna vez esas terribles palabras de labios del anciano, que en momentos tales transfigurábase magníficamente, agitadas por la cólera sus barbas fluviales de patriarca... Y la profecía su cumplió...

–¡A ver, a ver! –interrumpieron escépticos los tertulianos–. Ya entramos en la esfera de lo fantástico.

–En la esfera de los hechos– repuso severamente don Raimundo–. No se trata de un suceso que hayan inventado los corresponsales de la Prensa para dar interés a los periódicos. Son hechos que he presenciado yo, y no creo ser víctima de alucinaciones.

–Vengan los hechos.

–Ahí van, escuetamente.

El domingo pasado, a media mañana, presentáronse en mi casa algunos aldeanos de los contornos, acompañados del juez municipal del distrito. Por una ventana baja de la casa de Zacarías habían visto al viejo saludador, muerto en su lecho. La casa estaba cerrada y nadie en ella contestaba a los aldabonazos y voces de fuera. El juez municipal deseaba practicar las diligencias de rigor; más, por atención y respeto a mi persona, no quiso que yo dejara de presenciarlas. Fui con ellos a casa de Zacarías. Violentando la cerradura de la puerta, penetramos en el zaguán. El aposento donde dormía el anciano, encontrábase abierto. El viejo Zacarías hallábase vestido, sobre el lecho. Sus muertas pupilas abiertas desmesuradamente, conservaban todavía un fulgor siniestro y fatídico. No pudimos apreciar en el cadáver huella alguna de violencia. Al otro lado del zaguán, hallábase el dormitorio del matrimonio. La puerta estaba cerrada. Abrimos, y un espectáculo horripilante ofreciose a nuestros ojos espantados. Al pie del lecho, derribado en el suelo, hubimos de encontrar, cadáver, al marido. Tampoco su cuerpo mostraba señal alguna de violencia. Pero lo más horrible, lo más tremendo y monstruoso de aquel cuadro, se resiste a reseñarlo la memoria... En el lecho, entre las ropas revueltas, una mujer joven, con una mueca de indescriptible espanto en el rostro, yacía aprisionada entre los brazos putrefactos de una momia sobre cuyos huesos renegridos veíase adherido todavía el moho de la tumba. «¡Es el primer marido, que ha venido a reclamar sus derechos! –clamaron los aldeanos– La predicción del brujo Zacarías se ha cumplido.»

El veterano cazador guardó silencio, después de estas palabras.

–Pero, bueno – preguntó alguien en la tertulia–; usted, don Raimundo, ¿cómo se explica el suceso?

–Mis conjeturas me llevan a reconstruir los hechos de una manera lógica. El viejo Zacarías halló enterrado el cadáver de su nieto en las inmediaciones de la casa. Llegada la noche, preparó un narcótico al matrimonio, y esperó a que el brebaje produjera sus efectos. El resto, pueden ustedes imaginarlo. La momia fue llevada al lecho por Zacarías, después de sacar de la cama al nieto incestuoso.

–Y al viejo, ¿quién lo mató?

–Debió de envenenarse él mismo.

–¿Y al matrimonio?

–Los asesinos murieron de terror al despertar de su letargo.

 

Alberto MARIN ALCALDE

 

Publicado en La Acción, 24 de mayo de 1921

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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