Blanco y Negro, 20 de febrero de 1927
LA TRAGEDIA
DE UN NOVELISTA
GUY DE MAUPASSANT
Para renovar el interés de la obra de un escritor o de un artista de nombradía
mundial, los que administran su gloria, cuidando, naturalmente, de sacar de ella
un buen tanto por ciento, entregan su vida íntima a la curiosidad del público.
Con eso la obra no gana, pero, conocido el hombre, el lector puede explicarse el
mecanismo de su talento, por un cotejo o paralelo entre las impresiones del
artista y sus libros. No siempre, sin embargo, el artista literario refleja
fielmente las ondulaciones pasionales del hombre. Con frecuencia, de un
temperamento alegre brota una literatura saturada de melancolía, y, al revés, un
escritor taciturno de suyo puede torcernos de risa con los frutos de su ingenio.
Así, pues, el procedimiento de explicarnos las modalidades de una obra por las
tendencias temperamentales de su autor dista mucho de ser infalible. A eso hay
que añadir que el poder creador del artista depende menos de sus metamorfosis
espirituales que de su experiencia sensorial, transformada en recuerdos
psicológicos y en representaciones materiales vivas. Eso, que sería una verdad
tratándose de un moralista cualquiera, en Maupassant es como la definición de su
temperamento literario. El mismo nos ha confesado que, aun antes de padecer la
deformación que impone el oficio al carácter, jamás pudo situarse delante de un
aspecto cualquiera de la vida sin sentirse escritor, esto es, testigo atento de
algo que pasa o va a pasar ante sus avizoradas retinas.
Pero ahora no queremos entrar en relaciones con el
novelista, maestro en el género, sino con el hombre que agotó prematuramente su
fuerza vital y los tesoros de su genio. ¿Cómo era Maupassant? ¿Qué uso hizo de
su corazón y de sus poderosas energías? La demencia, que nos lo arrebató
tempranamente, era, hasta ahora, un hecho comprobado, pero en el que nadie quiso
entrar con paciencia de investigación. El loco no lo es siempre por extenuación
nerviosa, ni por avariosis cerebral descuidada. A menudo la enfermedad es una
deuda que paga con usura a sus ascendientes. Guy de Maupassant estuvo en ese
caso. Hijo de un padre fatigado y un poco excéntrico, y de una madre epiléptica,
esos estigmas debían arraigar, andando el tiempo, en el cerebro del gran
escritor. Todavía en la juventud, la vida sana, de aireación constante y de
sobriedad, le preservó del mal; pero, en cuanto el éxito puso a Maupassant en
contacto con un mundo que le halagaba con sus tentaciones, la diátesis morbosa
hizo progresos formidables y rápidos.
Hay una edad en la cual la naturaleza nos engaña,
porque nos insufla apetitos inmoderados, sin preocuparse de acrecentar nuestras
energías en proporción de las que dilapidamos. Un ánimo entero y unos músculos
fornidos parecen darnos la ilusión de que somos invencibles. A esa edad, el
hombre se atreve a todo, seguro de su invulnerabilidad. Se trabaja sin método y
se vive intensamente, con menosprecio de la higiene, la cual, tarde o temprano,
nos pasa la factura de nuestras desobediencias a sus órdenes. En esa cuenta
suelen figurar las perturbaciones digestivas, punto de partida de casi todas las
neurosis, los desórdenes renales y los trastornos del sistema nervioso central,
que anuncian muchas veces la existencia de una lesión incipiente e incurable.
Por otra parte ¿cómo enfrenar los instintos mozos,
sobre todo, si la fortuna nos ha puesto en condiciones de saciarlos? Joven, bien
plantado y célebre, Guy de Maupassant, no acertó a resistir a las tentaciones de
la vida. Al no estar resentido de un desequilibrio ancestral, el gran novelista
hubiera podido vencer sus achaques y dolamas de las madurez, pero ya se ha dicho
que trajo, al venir al mundo, un sistema nervioso averiado. La parálisis a que
sucumbió tuvo sobre su organismo una acción fulgurante. Hoy tal vez se hubiese
curado, sobre todo si hubiese caído en las manos de un buen psiquiatra, pero
entonces no se conocía el procedimiento de detener la marcha del ocaso mental,
que es la parálisis... Maupassant era de origen aristocrático y él, tan
emancipado de ciertos prejuicios, se envanecía de su limpieza de sangre. Sus
abuelos fueron marqueses, y si el futuro novelista se vio obligado a ganarse el
pan con el trabajo desde muy joven, fue porque su aparición en la tierra
coincidió con la ruina de sus padres. ¿Nació en Fécamp o en el castillo de
Miromesnil? Sobre ese punto sus biógrafos no están de acuerdo. A los veinticinco
años nos lo encontramos de oficinista del Estado con 125 francos al mes, exigua
cantidad, que le permitía vivir contento y entregarse a su deporte preferido,
que era el canotaje. Normando y sanguíneo, Maupassant amaba profundamente el
campo y el mar, los cuales le suministraron los mejores tipos y las escenas más
patéticas de sus cuentos. Pero el éxito acabó por retenerle en la ciudad, que
debía ser, en definitiva, la cantera de sus novelas más ponderadas. En ella
encontró el gran escritor una humanidad más compleja, seres de una civilización
más refinada, que se prestan, menos que el sencillo campesino, a dejarse
explorar por el observador. Sus libros más importantes son, por decirlo así, de
origen urbano. El amor, simple instinto en el campo, no se adultera en la
ciudad, pero se reviste de oropeles literarios y artísticos, que lo hacen más
atrayente, porque disimulan su fondo animal. La complicidad del poeta y del
músico en la deformación del amor está demostrada. Pero Maupassant no se limitó
a observar lo que pasaba en la sensibilidad de sus contemporáneos. Demasiado
impetuoso, no tuvo la cautela de un Bourget o de un Meredith, y en sus
relaciones con las gentes de su tiempo, hombres y mujeres, hizo intervenir tanto
a su propio corazón como a sus facultades de psicólogo. Una sociedad muy
civilizada es casi siempre un tanto corrompida por los abusos de la sensualidad
y la inhibición del sentido moral. Nadie rehúsa el placer que está a la mano y
menos en plena juventud. Guy de Maupassant, lanzado en aquel ambiente, debía
sucumbir y sucumbió. Unos amores desventurados hicieron presa en su espíritu y
en su carne, y le consumieron por dentro, y como además no dejó de trabajar un
sólo día entre los treinta y los cuarenta años, la ruina de su sistema nervioso
aceleró, con el agotamiento, el proceso cerebral, que debía costarle la vida, a
los cuarenta y tres años. El gran novelista quiso reponerse lejos de la ciudad y
buscó en el mar la soledad infinita de los espacios cósmicos, pero ya era tarde.
El incremento del mal quitó a sus amigos toda esperanza de que sanase, y
Maupassant murió en el sanatorio del doctor Blanche, a los cuarenta y tres años
de edad.
... De regreso a mi casa, paso muchas tardes por el
parque Monceau y veo el busto del gran escritor, erguido sobre un zócalo de
piedra, que guardan algunas mujeres en actitud pensativa. Su rostro, de líneas
enérgicas, no da idea de que fuese un sensitivo abierto a todas las inclemencias
del amor y del odio. Y siempre que paso frente al monumento vuelen a mi memoria
unas palabras de Maupassant, que le definen mejor que el crítico más sagaz. “Es
preciso amar y amar locamente, sin ver lo que se ama, porque ver es comprender,
y comprender es despreciar.”
Solamente un corazón herido y desolado podrá hablar así de un sentimiento, que
es la ventura de los seres vulgares, de los que, por limitación del pensamiento,
no hemos percibido la nada insondable que se oculta detrás de una palabra
mágica...
Manuel BUENO
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