Blanco y Negro, 28 de julio de 1924

 

CUANDO LOS GATOS MIRAN...

 

Cuando el gato despierta, de súbito, y, con los ojos iluminados por ascuas interiores, mira tenazmente a un punto de la estancia, ¿qué misterioso contacto ha sacudido sus nervios, que imperceptible llamamiento ha sobresaltado su atención? Nuestros sentidos no han observado ruido ni movimiento. No ha crujido un mueble, no ha volado un insecto, no ha vibrado una hoja de papel rozada por la brisa. El gato parece petrificado. No hay en sus ojos ansias de acecho, sino un deslumbramiento extraño; no corre por su espina dorsal el temblor característico que le producen siempre las sensaciones inesperadas. Al cabo de unos segundos sale de su éxtasis; se recoge, vuelve a dormir...

Lo habréis visto mil veces. ¿Y no ha oscurecido ese vulgarísimo suceso familiar vuestro pensamiento con un temor  vago y confuso, como si proviniese de insondables lejanías psíquicas?

Desde que, por primera vez, Hipócrates y Galeno atisbaron que el cerebro podía ser habitación del alma, los sabios vienen desfibrando minuciosamente el laberinto de nuestra cabeza, y los últimos descubrimientos de la psicofísica han llegado a concretar en tangibles fórmulas matemáticas una gran parte de la vida inmaterial. Pero hay algo, ¡oh, varones clarividentes! que no sabréis nunca. Cuando el gato recorre los estantes de mi librería y va oliendo displicente volumen por volumen, paréceme que sonríe con ese desdén aristocrático que es privilegio de su raza. Le vi un día posar suavemente su mano de negro terciopelo sobre una obra inmortal mientras me miraba mefistofélicamente, como diciendo: “¿Y esto es todo?”

 

Salió mi familia, y me quedé solo en casa con propósito de trabajar. Había leído poco antes páginas de Maupassant y Poe, y sentía el alma a flor de piel; algo así como verse en carne viva y gozar con ello. Me dejé caer en un butacón, encendí un cigarrillo y contemplé el retrato de mi hija, un gran retrato de mi hija muerta.

No hay duda: los retratos de las personas amadas que murieron sonríen plácidamente cuando se los mira con amor. Aquella tarde, como otras muchas, el retrato y yo hablamos mucho tiempo sin palabras.

Al pie del retrato había una silla, y en la silla dormía el gato con sueño profundo. No sé por que, la inquietante bestezuela tenía la costumbre de reposar allí, bajo la efigie de la pobre criatura cuyas manos le acariciaron tanto.

Pronto la confluencia de las dos imágenes provocó en mí el inevitable fenómeno. Mi fantasía evocó escenas en que tantas veces se habían recreado mis ojos. Cuando mi hija recorría la casa con su gatito en brazos, apretándolo contra su pecho, y él forcejeaba por desasirse y la mordisqueaba los deditos...

Era absoluto el silencio; era ese silencio de la casa vacía, que es para el espíritu lo que la atmósfera muy clara y muy oxigenada para el cuerpo. Afínase en él la percepción, destácanse más vivos los recueros, la imaginación vibra más ágil, más elástica... Era sentir como si el corazón fuese incorpóreo, y latiese dentro de una campana de cristal, y lanzase a las arterias soplos de éter, y no corrientes de sangre roja, espesa y turbulenta...

 

De repente, el gato despertó; se irguió; quedóse mirando a no sé qué; a algo inmóvil, porque sus ojos estaban quietos en las órbitas... ¿Miraba, acaso, sin ver, como los hombres cuando buscamos algo en la tiniebla de nuestro interior? Y en sus pupilas magnetizadas chispeaba, no obstante, algún misterio... Quise en vano inquirir el objeto de su atención. Un terror instintivo me tenía clavado en la butaca, sentí algo difícilmente definible, que el silencio de la casa se había cuajado dentro de mi en niebla helada...

Sin desviar el rumbo de su mirada, bajó pausadamente de la silla, anduvo unos pasos, creo que automáticamente, cual si le atrajese un fantasma hipnotizador. Y entonces... Aun el espanto me alucina y ara mis carnes como una aguja de nieve... Entonces su cuerpo se tornó ingrávido y se elevó del suelo, impulsado poco a poco por algo que podía ser una brisa ultranatural. A la altura del pecho de un niño como mi hija muerta, quedose en dulce recogimiento, en la postura del gato que duerme en brazos cariñosos... Vi que sus orejas se abatían y se erguían alternativamente bajo la suave presión de la caricia de manos invisibles...

Aniquilado por la angustia más horrenda que me poseyó jamás, buscando instintivamente auxilio, volví los ojos al retrato. La figura de la niña habíase disuelto en un vapor luminoso. El lienzo me pareció la luna de un espejo en que se reflejase un cielo de tempestad.

Violentamente surgió mi amor de padre y se sobrepuso a mi horror. Mi hija estaba allí. Corrí como un loco a abrazarla, a reencarnar su espíritu con mis besos... El gato descendió de golpe, lanzado al suelo por la sombra fugitiva; se estiró perezosamente, subió de un brinco a su silla, volvió a dormir.

 

Regresó a casa mi familia. Mis hijos me besaron alborozadamente. Mi mujer, viéndome pálido, desencajado el rostro, bañado aún en frío sudor, pasó su mano por mi frente, que fue como aplicar una hoja fresca de azucena a una herida sangrante, y me dijo: “¡Pobre! ¡Has trabajado mucho!”.

Mis ojos buscaron suplicantes los ojos del retrato, que no sonreían, que miraban graves, melancólicos.

¡Ah, sí! Las sombras familiares que ambulan por el hogar y nos acompañan hasta la muerte no son invisibles para el gato.

 

Felix LORENZO

Dibujos de Regidor

 

 

Publicado en Blanco y Negro, el 28 de junio de 1924 (pág 38 y 39)

Fuente y propiedad de texto e imagen: Hemeroteca del ABC

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