Caras y Caretas, 4 de julio de 1931

 

LA CASACA ROJA

 

El año pasado, cuando estuve en París, me encontré por primera vez con el padre de mi amigo Raúl, un anciano que vivía en tranquilo retiro en el campo, y que ese día se había trasladado a la capital para consultar a su médico. Almorzamos juntos. Era un caballero alto, delgado, de cabellos blancos. Llevaba cosida a la solapa la cinta de la Legión de Honor.

–Usted es un escritor norteamericano, según me dice Raúl – me dijo.– ¿Conocen en los Estados Unidos a nuestros escritores franceses?

Respondí que los conocíamos bien. El mozo se aproximó para pedir órdenes. Nos indicó algo, y probablemente yo mencioné pescado, pues el anciano exclamó, con acento irritado:

–¡No! Jamás como pescado.

Me dirigió algunas preguntas acerca de mi labor y me dio consejos paternales, que atenuó declarando que no era literato. Cuando salimos del restaurante nos dirigimos a su hotel, donde pidió que nos llevaran el café a su habitación. En los primeros momentos me pareció que pasaría una tarde aburrida, pero, de pronto, el anciano se frotó las manos  comenzó a narrar algo que jamás he podido olvidar. Empezó con algunas observaciones discretas y generales acerca del extraño género de vida que llevan los escritores y de las diversas acechanzas a que se exponen y en las que a menudo caen. Hablaba al principio con claridad y lentamente, pero, poco a poco, sus observaciones tomaron un giro personal y entraron de lleno en el siguiente relato que, en cuanto me sea posible, procuraré reproducir con las mismas palabras del anciano.

 

En aquel entonces era yo un oficial que acababa de regresar de África y me consideraba uno de los afortunados, no tanto por la condecoración que había ganado, cuanto por mi compromiso con cierta joven dama. Era esto en 1889. Hace mucho tiempo, como ve, y ya no hay por qué guardar secreto. Estaba profundamente enamorado de Luisa, joven bella y alegre. En verdad, poseía todo: familia, posición, belleza, ingenio, personalidad y, debo agregarlo, para completar el retrato, su padre era un general retirado cuya influencia aun se dejaba sentir en los círculos militares. Eran gente refinada y culta, con medios suficientes para viajar y exenta de las comunes preocupaciones por la existencia. Ya ve por qué me consideraba uno de los afortunados. Pero ciertos grupos sociales tienen un reverso horrible y cruel. Luisa era encantadora y parecía radiante de dicha. Como dije, poseía todo, todo excepto ese sentido sutil que rara vez es dado a los ricos: el sentido de distinguir lo que es cómico y lo que es trágico.

Ninguno de ellos lo poseía, y precisamente por eso me sentía yo un tanto desconcertado. Mientras me hallaba en África nos escribíamos con frecuencia, y hoy mismo suelo recordar cuán agradable era leer sus relatos de la vida en París. Cartas, las suyas, muy bien escritas. Llenas de vida, me infundían el anhelo de regresar. Me describía detalladamente fiestas y acontecimientos sociales y relataba las menudas intrigas y las bromas, a veces pesadas, que animaban la sociedad. Cierta vez me escribió acerca de un joven que se había instalado con un negocio de antigüedades en la calle Jacob. Visitaron su negocio y simularon haber descubierto un Rembrandt colgado en la pared. El pobre hombre se excitó tanto que un momento después salió corriendo con el cuadro bajo el brazo. Lo llevó a diversos comerciantes de cuadros y todos se le rieron en las barbas. El joven había desconfiado siempre de los comerciantes de cuadros y en esa ocasión decía que se burlaban de él a fin de comprarle el cuadro a vil precio. Esto ocurrió poco antes de que Luisa conociera al escritor de cuentos.

La primera noticia que me dio de ese escritor era por cierto curiosa. Al parecer, Luisa y su madre habían asistido a una recepción dada por cierto noble. Reunidos los invitados y mientras los criados pasaban entre ellos con grandes bandejas cargadas de copas de champaña, el dueño de casa pidió atención para decir:

–Esperamos a un individuo muy entretenido. Excéntrico y tosco. Un escritor hábil, según dicen por ahí, pero con poco talento refinado. Me preguntó repetidamente cuál era el traje que convenía para esta recepción y le hice creer que sería una fiesta de fantasía y que, por consiguiente, podía presentarse con casaca roja de caza.¡Ja, ja! De antemano les digo que vamos a divertirnos con él.

Todo esto para confabularnos en el secreto de la broma. Pocos minutos después llegó el escritor, y a una señal convenida – alguien dejó caer una copa, – todos los presentes se volvieron y lo saludaron con una inclinación. El hombre de la casaca roja no se confundió en lo más mínimo. Parecía muy sereno, y se inclinó dos veces, contestando al saludo general. Sonrió, se dirigió rápidamente hacia el grupo que vestía con mayor sobriedad, y antes de que el dueño de la casa lo presentara, él mismo se presentó.

Otra carta de Luisa que recibí una semana después me informaba de que, gracias a ese autor normando excéntrico que decía haber escrito una docena de volúmenes de novelas cortas, su temporada social resultaba entretenida. Agregaba que el hombre se jactaba de su fuerza y decía a uno y a otro de los pesos extraordinarios que podía levantar y de las regatas que había ganado. Y así sucesivamente. Durante todo el invierno me hablaba carta tras carta de ese individuo extraño que se había colado de pronto en la sociedad parisiense y que, creyendo que las bromas a sus expensas eran una especie de iniciación, continuaba de buen humor proporcionándole materia de burla.

En el invierno siguiente regresé de África y, naturalmente, en seguida de ver a Luisa le pregunté por el escritor que les servía de payaso. Luisa se echó a reír y dijo que no tardaría en conocerlo.

– Es infinitamente divertido. La última vez que vino a casa pidió a mamá que vigilara sus modales en la mesa y le advirtiera si cometía alguna torpeza. Esto con la mayor seriedad, y luego, volviéndose a mí, me dijo que uno de estos días debía verle los músculos de la espalda. Suele remar en el Sena. Lo invitaremos a cenar la semana que viene. Le aseguro que vale la pena.

Y lo conocí. Se hallaba en el salón cuando yo entré. Era un hombre de cabeza cuadrada, tez un tanto morena, cabello abundante, aceitado, y bigotes encerados. Cuando me estrechó la mano noté que sus dedos eran gruesos y cortos, pero su apretón era recio. Había en sus ojos una vivacidad nerviosa.

–Es mi novio, el capitán Aubert –dijo Luisa, – y nuestro amigo, el escritor señor de Maupassant.

Se sentó a la mesa junto a mí. En sus modales había una mezcla extraña de atrevimiento y de timidez. Sus palabras eran simples, como las de un niño, pero detrás de sus palabras se sentía un pensamiento extraño, obsesionante, como de otro mundo. Su mirada era penetrante. Evidentemente, su interés en las prácticas sociales era demasiado reciente para permitirle observar en todo una discreta medida.

–¿Es cierto – preguntó – que existe la costumbre para los caballeros que entran en el salón de la condesa Seville, de ir a arrodillarse delante de cada dama y besarle la mano?

–Perfectamente cierto – respondió Luisa.

Y, ante el asombro mío, su madre asintió e inmediatamente explicó que esa formalidad tenía origen en la familia de Seville mucho antes de la Revolución.

Era pura invención. No existía tal costumbre en ninguna familia parisiense. Evidentemente, preparaban otra burla al infortunado hombre de genio. Mi situación era incómoda. No debía contradecir a la dueña de casa y no me avenía a complicarme en su ligereza.

Después de la cena, las damas propusieron a Maupassant que ensayara su entrada en el salón de la condesa Seville, pues había sido invitado a una recepción en casa de la condesa. El hombre hesitó y luego, cambiando de conversación, preguntó:

–¿Creen ustedes que en otros planetas hay seres que pueden venir al nuestro y hallarse entre nosotros, pero invisibles?

–¡Qué ocurrencia! – comentó el anciano general.

–Pues yo lo creo posible, general.

–Pero, ¿con qué propósito?

–¡Propósitos! ¡Bah! Habría más de un centenar. Si nosotros poseyéramos ese poder, dominaríamos el mundo. ¿No es posible que esos seres de Marte, o de donde ustedes quieran, aburridos de su planetita, se decidan a descender sobre nosotros como un humo incoloro y ponzoñoso? Como...

Pero las damas, interrumpiéndolo, insistieron en lo del ensayo. El pobre hombre consintió. Salió al corredor. Le oímos toser detrás de la puerta.

–Listos. Lo esperamos – dijo Luisa.

–No hubo respuesta. Alguien se acercó a la puerta y la abrió. Vimos al escritor poniéndose el sobretodo y luego tomando el sombrero.

– Supongo que no se irá – exclamó la madre de Luisa – sin haber hecho el ensayo.

Lo alcanzaron en el vestíbulo y le quietaron el sombrero y el sobretodo. Creí notar en el hombre, parado bajo la lámpara del vestíbulo, una expresión de tortura íntima. Pero cuando las damas lo tomaron de los brazos, sonrió y consintió en realizar el ensayo.

Entró en el salón, serio y erguido. Se dirigió hacia el diván donde Luisa se había reclinado. Arrodillóse, besó la punta de los dedos de la joven y se puso de pie. Luego se dirigió hacia la madre e iba a repetir la ceremonia, pero yo no pude soportar más.

–¡Muy bien! ¡Muy bien! – exclamé, y adelantándome rápidamente, me aproximé a él y lo hice volver.

–Me dicen, señor – le dije,– que usted entiende en eso del levantamiento de pesos. Esa cosa me interesa...

–Por supuesto. Por supuesto. Y estoy en condiciones de decirle algo curioso acerca del extraño poder que habilita a un hombre ordinario para levantar cargas relativamente enormes.

Lo aparté del centro del salón y noté en las damas una expresión de disgusto. Pero había conseguido mi propósito y no presté mayor atención a lo que me decía. Me habló de un hombre que durante un incendio y, sin duda a cusa de la tensión emotiva provocada por el peligro, cargó y retiró de la casa incendiada un piano que en circunstancias ordinarias requería cuatro hombres para ser transportado. Yo me preguntaba, mientras él hablaba, en virtud de qué tensión emotiva soportaba él esa sociedad de encaje y perfume. Llegó el momento de retirarse.

– Ha estad usted poco atento esta noche – me reprochó Luisa al despedirme.

No supe que contestar.

Una vez en la calle aceleré el paso y alcancé  al escritor.

–Pero, ¿no lo ve usted? – le dije. – ¿Es ciego? ¿No ve que se están burlando de usted? ¿Por qué lo permite? Creo de mi deber decírselo.

Permaneció callado un instante y luego dijo, con acento pueril:

–¿De veras¿ ¿Cree usted eso? Es la primera persona que me lo dice. Pero creo que tiene usted razón. El año pasado, cuando me presenté con casaca roja en una fiesta, todos los demás vestían traje negro de etiqueta. Se me dijo que a último momento se había decidido suprimir el traje de fantasía y que me habían mandado avisar por medio de un mensajero que sin duda no me encontró.

–¡No es cierto! - exclamé. – ¡Todo es mentira! No enviaron aviso alguno.

–Sí; es lo que yo también pienso – declaró ingenuamente.

–Y también mentira lo de la condesa Seville. No existe tal costumbre en ninguna casa de París. Lo que quieren es que usted les sirva de payaso.

–Pero todos me han hablado de esa costumbre...

–Sí, porque todos se han confabulado para burlarse de usted.

–También lo pensé. Pero cuando todo el mundo dice a uno la misma cosa, uno concluye por creerla. Recibí tres cartas de la condesa, y tres veces me dice que la invitación ha sido postergada. Extraño ¿verdad? Sí, muy extraño...

De pronto, clavándome la mirada con expresión interrogadora, exclamó:

–¡Y usted! ¡Usted! ¿Por qué me lo dice? ¿Por qué no está de acuerdo con ellos? ¿Por qué no se burla también? ¿Por qué?

–No sé...–repliqué. – No sé...

–Es horrible, ¿verdad? ¿Por qué se burlan de mí en esa forma? Déme un consejo, por favor. ¿Qué haría usted en este caso?

–¿Yo? En verdad... no sé qué haría...

Comprendiendo su vivo anhelo de relacionarse con gente de la aristocracia, no me atrevía aconsejarle que se apartar de ella.

Me visitó al día siguiente. Traía un libro bajo el brazo. Un libro que contenía algunos de sus relatos novelescos. Casi inmediatamente me preguntó:

–¿Cree usted que una francesa que ha perdido en la guerra su único hijo es capaz de al albergue en el pajar a algunos soldados enemigos y luego encerrarlos e incendiar el heno para que perezcan en las llamas? ¿Cree usted que una mujer haría eso?

–Sí – repliqué; – creo que lo haría.

–¿Y cree que una sirvienta campesina conduciría a un grupo de enemigos a un sótano donde hay vino, los encerraría y por un agujero del piso haría penetrar agua en el sótano hasta que los enemigos muriesen ahogados como ratas?

–La guerra no sabe de misericordia – dije.

–Pero los críticos dicen que eso no es posible. Dicen que no es natural, que nunca puede ocurrir y que en el supuesto de que sucediese, el relato escrito que lo narrara no tendría nada de artístico. Le he traído el libro que contiene esos relatos, para que los lea y juzgue, usted que es soldado.

Me mostró luego una carta de la condesa Seville que le anunciaba una nueva postergación de la recepción, pero lo invitaba a ir la noche siguiente, a determinada hora, “para charlar a solas”. La carta terminaba con estas palabras: “Venga. Ansío contemplar una vez sus más grandes ojos tristes. Usted me narrará un bello relato y yo olvidaré hasta que punto pude asediar la soledad a una condesa. Afectuosamente, su amiga Seville”.

–Esto no ha sido escrito por ella – le dije. – Se trata de otra broma. Lo sé y conozco a la condesa. Ha hecho escribir esa carta por su mucama. Ella y sus degenerados amigos, escondidos detrás del cortinaje, lo espiarán a usted cuando se presente, contento e iluso, para la entrevista. Es una trampa vil.

No quería creerme. No le parecía posible. Llegó hasta insinuar que yo, envidiando la simpatía que le demostraba la dama, me proponía impedir que acudiera a la cita. Se despidió diciéndome:

–Si soy un tonto, por lo menos, lo seré honradamente. Ya lo verá usted.

Al cabo de varios días vino a verme.

–Tenía usted razón – me dijo con acento de amargura. – Era una trampa vil.¡Oh, ,pero lo hacían tan bien!... De pronto, a una señal...¡Oh, fue horrible! ¿Por qué hicieron eso? ¿Por qué fui? ¿Por qué?

En esa forma torturaron a uno de nuestros escritores más originales. ¿No se dan cuenta? ¿seguirán así?, preguntábame. Le estreché la mano y le dije:

–¡Olvídelos! ¡Olvídelos! Han nacido así. Son así. Su mundo es extraño a usted y usted es extraño a ellos. Se burlan porque... porque no sabe... porque no comprenden.

Las lágrimas le asomaron a los ojos. Me abrazó y exclamó:

–¡Usted es mi amigo! Un buen amigo. Le haré caso. Aconséjeme.

–¡Olvídelos! – repetí. –Dedíquese a su trabajo y olvídelos.

–Sí, sí; es lo que haré.

Salió de la habitación, pero volvió al momento y me dijo:

–Olvidaba preguntarle una cosa.¿Cree usted que espíritus invisibles pueden tener una fuerza, semejante a la muscular, capaz de reducir a la impotencia al hombre? ¿O cree usted más probable que puedan penetrar por la noche en las habitaciones, a manera de un humo sutil, colándose por las rendijas de las puertas y chupen la vitalidad de su víctima dormida? ¿Cuál es su opinión? Deseo conocerla, porque estoy escribiendo algo sobre este punto. Yo me decidiría por lo de la víctima dormida, pues me parece haberlo experimentado más de una vez. Me despierto de noche, de pronto, y me siento débil y exhausto, como si algo me acabara de extraer vitalidad. Consultaré con mi médico al respecto. Pero usted sabe cómo son los hombres de ciencia...

Adiós. Es cierto: tenía usted  razón. Fue una trampa.¡Qué horrible momento!

Y salió.

¿Por qué no se daba cuenta nadie de lo que ocurría a ese hombre? ¿Cómo era posible que disfrutaran de la contemplación del tormento que se exacerbaba en su cerebro? ¿Cómo podían reír ante los gestos grotescos de ese cuerpo poderoso que perdía la razón? ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Eran todos ciegos? ¿O está en el orden de las cosas que todo soñador, todo artista creador debe llegar al desequilibrio a fin de interesar?

No volví a verlo durante una semana o más. Un día fue a visitarme, entró, se sentó y permaneció en silencio. Le pregunté como estaba y me dijo que mejor, pero que su médico le había aconsejado un viaje. Luego permaneció una hora, quizás más, sin pronunciar otras palabras. De pronto se puso de pie y se retiró.

Poco después recibí una carta suya en la que me anunciaba que iba a ofrecer una cena de despedida a algunos amigos en determinado restaurante, y me invitaba a asistir a ella. Vino a verme la víspera de la cena para pedirme que tuviese la bondad de ir más temprano, a fin de que lo acompañara cuando llegaran los demás invitados.

Llegué al restaurante a la hora convenida. Había hecho reservar un saloncito en el que se había tendido la mesa para veinte invitados. Vi en el aparador una fuente de plata con un gran pescado, lista para ser servida. Dos pequeños calentadores de alcohol conservaban caliente la fuente. Mi amigo tenía puesta la casaca roja de caza. Me agradeció sonriendo que hubiese llegado temprano.

Los platos distribuidos en la mesa tenían cada uno una tarjeta con el nombre del invitado al que correspondía ese sitio. Mi asiento , indicado por la tarjeta, era el inmediato al anfitrión. A mi derecha se sentaría Luisa y a su lado la madre. Frente a nosotros debían sentarse la condesa Seville y no sé qué príncipe de apellido ruso. Los demás sitios estaban destinados a personas a quienes yo no conocía.

–¿Vendrán todos? – pregunté.

–Sí; todos aceptaron.

–Me parece extraño.

–¿Qué? ¿Cree usted que no vendrán? Me prometieron venir. Contestaron por carta y todo está listo.

–Me parece extraño.

Miró el reloj y dijo:

–No es hora todavía. Verá que vendrán. He preparado un discurso para ellos.

Esperamos una hora entera y nadie se presentó. Mientras yo le hablaba de la vida en África, mi amigo consultaba el rejo a cada momento. Al fin llamó al mozo, desdobló la servilleta y dijo:

–Puede servir. Estamos listos.

Noté que había puesto una llave junto a su plato, en la mesa preparada para veinte personas a la que sólo nos sentábamos dos. Volvió repetidas veces la cabeza para ver si aun seguí ardiendo la llama en los calentadores de alcohol. Cuanto terminamos la sopa, dijo al mozo.

–Sirva el pescado.

El mozo me sirvió, y cuando se disponía a hacer lo mismo con él, mi amigo dijo:

–No. Sirva primero a los demás.

El criado miró a uno y otro lado. No había nadie, excepto nosotros dos. El escritor insistió:

–Sirva primero a los demás invitados y por último a mí.

El mozo recorrió la mesa dejando en cada plato vacío una porción de pescado. Servidos así los “veinte”, se encogió de hombros y salió del saloncito.

Apenas cerrada la puerta, mi amigo me murmuró al oído:

–¡No coma el pescado! Usted es amigo mío. ¡No coma! Espere y verá.

En seguida se puso de pie, tomó la llave y fue a cerrar con ella la puerta. Hecho esto volvió a su asiento.

Al cabo de pocos minutos se puso de pie, y con voz clara y fuerte comenzó a decir:

–Señoras y señores: les he preparado un breve discurso que, con el permiso de ustedes, pronunciaré en seguida. Tantos amigos míos me han preguntado cuál es el motivo de esta cena, que me parecen oportunas algunas palabras de explicación. Soy siempre breve y prometo que esta vez no he de ser cargoso. Como ven, tengo puesta la casaca roja, como lo hago siempre que se trata de complacerles, y si ustedes me piden que me arrodille, que diga frases de amor o que me ponga a bailar, me encontrarán dispuestos a darles el gusto. Siempre dispuesto; pero en este momento debo recordarles que se han olvidado de algo, una cosa menuda, sin duda, pero importante: han olvidado que un día u otro habría de llegar mi turno. Ustedes me han enseñado y ahora yo marcaré el compás y a ustedes les tocará bailar, arrodillarse y besarme las botas. Les repito que les tocará hacerlo y sé que lo harán. Sí, mi querido príncipe Brostsky, usted también, aunque no haya traído traje de fantasía. Y también mis queridos críticos que llevan en el bolsillo instrumentos quirúrgicos comidos por la herrumbre para disecar todo lo viviente. Ustedes estaban equivocados: la historia de la anciana que incendió el pajar puede ser real y también puede serlo la de la sirvienta... Una autorizada opinión militar me lo ha confirmado. – Y volviéndose a mí, preguntó: –¿No es así, señor? – Luego continuó: –Sí, mis queridos críticos, ustedes están en el error, y ustedes, damas y caballeros, juzgarán cuál es el más cruel. Estos críticos dicen que yo soy cruel, y quizás lo soy, pero cuando uno quiere mostrar la vida, su carne desnuda no debe hacerle parpadear. Debo decir que por lo menos soy honrado y que mi obra es también honrada. Pero ustedes, los que no saben de término a sus torturas, ustedes y ellos, son producto de la falsía y del fraude. Eso es lo que pienso de ustedes. Y también de usted, mi querida condesa. Su mucama la sustituye para fingir amor, y sus amigas espían detrás del cortinaje. Y usted, mi querida y encantadora Luisa, permítame que le diga que debajo de su barniz de decorado hay una leche agria y corrompida. ¡Qué linda Madonna sería usted para la Sociedad de Pornógrafos!... Piensa que se casará con un militar y que disimulará la hediondez que exuda de su naturaleza vil. ¡Y él no tardará en descubrir el secreto! Pero yo he dispuesto las cosas de otro modo. Mi querida Luisa, usted me hará el favor de arrodillarse; todos, todos deberán arrodillarse a las plantas de la condesa de la inmundicia humana. Señoras y señores: tengo el honor de anunciarles que al fin he llegado a ser refinado y humano. El pescado que acaban de comer estaba envenenando. la puerta está cerrada con llave y la primera persona que intente gritar será estrangulada por mis propia manos.

Las manos le temblaban convulsivamente. Las dejó caer con toda su fuerza sobre la mesa. Saltaron los platos y algunas piezas de la vajilla de plata cayeron al suelo. Resonó un golpe en la puerta. El criado intentaba entrar.

–¡Mueran, ratas! ¡Puntapíes para los imbéciles y venenos para las ratas! ¡Bailen ahora y que su agonía les enseñe al fin a conocer la comedia!

Dejóse caer en el asiento. Se repitieron los golpes en la puerta y entonces se levantó y fue a abrirla. Dos criados entraron aun tiempo y miraron asombrados a su alrededor. En el saloncito sólo estábamos nosotros dos. Mi amigo permanecía silencioso y ceñudo.

–Traiga la cuenta – ordenó – Hemos comido bastante. Nos iremos en seguida.

Echamos a andar, en silencio, en dirección a su casa. Antes de separarnos, me tomó de un brazo y me dijo:

–Es lástima que no hayan venido. Por supuesto, el pescado no estaba envenenado. Pero les habría hecho bien creer que lo estaba. ¡Linda escena la que hemos perdido! Mañana me iré. No formule votos de buena suerte. Tengo que cruzar una noche obscura y larga y nada puede impedirlo. Llevaré mi casaca roja de caza. Es alegre y brillante. Me conducirá a través de la noche. ¡Adiós!

Nos abrazamos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

–¡Adiós! ¡Adiós!

Lo dejé en la puerta de su casa y seguí andando hasta el final de la calle, donde me senté, como un sonámbulo, a una mesita de café. Al cabo de una hora me levanté, me di ánimo, llamé un coche y me hice llevar a casa de Luisa.

Apenas entré, notaron por mi expresión que me ocurría algo extraordinario.

–¡Qué pálido está usted! ¿Qué le pasa?

–¡No se acerque! – exclamé – ¡Quédese ahí! He venido para decirle que jamás me casaré con usted. ¡Jamás en este mundo de Dios! Usted y sus imbéciles amigos han torturado a un hombre hasta llevarlo a la locura. No necesito explicar más. No quiero pertenecer a la clase de ustedes. ¡Jamás! ¡Jamás!

Al día siguiente partí para África. Sufrí lo indecible procurando olvidar a Luisa. No creo que ella sufriera mucho, pues pocos meses después supe que se había casado con un hombre disipado, de su clase social, que poseía título nobiliario. Al cabo de uno o dos años su recuerdo sólo hacía asomar a mis labios una amarga sonrisa de desdén. En todo ese tiempo sólo recibí una carta de Maupassant. Se hallaba entonces recluido en un sanatorio particular.

Tres años después volví a Paris. Regresaba en compañía de uno de mis jefes que traía varios caballos árabes para hacerlos correr en las pistas francesas. Una tarde asistía las carreras. Vi a Luisa entre los concurrente. Vestía a la última moda. Sus formas habían perdido algo de esbeltez. Los rasgos de su cara pintada eran duros y acentuados, con no sé qué acritud. Recordé en ese instante las palabras de la cena de mi amigo: había en ella una leche agria y corrompida.

No esperé las carreras. Salí y llamé un coche.

–¡A Passy! – ordené al cochero – ¡A Passy, rápidamente! Al sanatorio de la calle René.

Llamé a la puerta del sanatorio. El hombre que acudió a atenderme me dijo que llegaba demasiado tarde: Maupassant había muerto esa misma mañana. Agregó que al día siguiente aparecería la noticia en los diarios.

En una de las perchas del vestíbulo vi colgada la casaca roja de mi amigo. Me aproximé, besé la manga y me retiré lentamente.

 

MANUEL KOMROFF*

Dibujos de Valdivia

 

 

Publicado en Caras y Caretas el 4 de julio de 1931.

Fuente y propiedad de texo e imágenes: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos González para

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*Manuel Komroff, escritor americano nacido en Nueva York el 7 de septiembre de 1890 y fallecido en Woodstock el 10 de septiembre de 1974. Escribió novela, teatro y guiones cinematográficos. (Nota de J.M. Ramos)