Caras y caretas, 11 de abril de 1936

 

LA LOCURA DE MAUPASSANT

 

Posiblemente, el acontecimiento literario más saliente de estos últimos años ha sido la publicación de “La historia de San Michele”, el por tantos conceptos interesante libro autobiográfico de Axel Munthe. Este médico sueco, residente ahora en Capri, tuvo larga y destacada actuación en París. Fue amigo de príncipes y eminencias de la política y el arte y ha podido dejar, así, una serie de retratos y apuntes psicológicos de os cuales no es de los menos intencionados este que dedica a Maupassant, el gran cuentista.

 

Maupassant – dice Munthe, – hablaba siempre de hipnotismo y toda clase de perturbaciones mentales y no se cansaba de tocar el tema sin duda para conocer lo escaso que yo sabía de tales materias. Entonces reunía el material para su terrible obra La Horla, cuadro fiel de su mismo trágico futuro. Una vez me acompañó hasta Nancy para visitar la clínica del doctor Bernheim y también fue durante dos días huésped de su yate. Me acuerdo muy bien de una noche entera que nos pasamos hablando de la muerte en el saloncito de su Bel-Ami, anclado en el puerto de Antibes. Maupassant temía a la muerte. Dijo que la idea de la muerte no le  abandonaba casi nunca. Quería conocer las propiedades de los distintos venenos, su rapidez de acción y su relativa ausencia de dolor. E insistía particularmente en interrogarme acerca de la muerte en el mar. Yo le dije que la muerte en el mar, sin un cinturón salvavidas, era relativamente fácil; pero que, con el cinturón, debía ser la más terrible de todas. Aun me parece estar viéndole contemplar con sus ojos profundos los salvavidas colocadas en la puerta y oírle decir que los arrojaría a la mañana siguiente. Le pregunté si pensaba ahogarse en nuestro proyectado viaje a Córcega. Quedóse un rato en silencio y al fin dijo que no, que, en medio de todo, pensaba morir en brazos de una mujer. Le respondí que con la vida que él llevaba, tenía muchas probabilidades de cumplir su deseo...

Hasta dónde era él responsable de sus actos, eso es ya otra cosa. El temor que le acosaba el cerebro atormentado día y noche se traslucía ya en sus ojos – al menos yo lo consideraba ya como un hombre perdido.– Yo sabía que el sutil veneno de su misma Boule de Suif había comenzado la obra destructiva en aquel magnífico cerebro. ¿Lo sabía él también? Con frecuencia me parecía que sí. Sobre la mesa que había entre nosotros estaba el original de su obra Sur l’eau, algunos de cuyos capítulos acababa de leerme; y yo pensaba que era lo mejor que había escrito en su vida. Continuaba produciendo con velocidad febril obras maestras una tras otra, estimulando su excitado cerebro con champaña, éter, y toda clase de drogas.

A veces corría a toda prisa por las escaleras de mi casa y sentábase en un rincón de mi aposento mirándome en silencio, con aquella morbosa fijeza de la mirada que tan bien le conocía. Con frecuencia permanecía diez minutos parado contemplándose en el espejo de la chimenea, cual si mirase a un extraño. Un día me contó que mientras, sentado en su escritorio, escribía una nueva novela, habíase sorpredido mucho al ver entrar en su despacho a un extraño, a pesar de la severa vigilancia de su doméstico. El forastero sentóse frente a él y comenzó a dictarle lo que él iba a escribir. Estaba a punto de llamar a François para que lo echase de allí, cuando vio con horror que el intruso era él mismo...

Dos meses después vi a Guy de Maupassant en el jardín de la Maison Blanche, en Passy, el conocido manicomio. Daba vueltas apoyado en el brazo de su fiel François, arrojando chinitas a los cuadros de flores, con el movimiento del Sembrador de Millet. – Mira, mira, – decía, – en primavera crecerán todas, como otros tantos pequeños Maupassants, con tal de que no llueva...

 

 

Publicado en la revista bonaerense Caras y Caretas, el 11 de abril de 1936

Fuente y propiedad de texto e imagen: Hemeroteca Nacional (BNE)

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