Caras y caretas, 12 de mayo de 1907
(Maupassant en la literatura de otros)

 

LA LITERATA

 

Las pecas, de un amarillento intenso, empalidecían la blancura turbia de la tez en donde los polvos de arroz con que Amalia se embadurnara, semejaban diluvios de caspa.

Alta, delgada, de busto largo y enclenque y cara solemne, animada, sin embargo, por ojos azules y soñadores, esa joven, – tendría 25 años confesados, – leía, sentada en un diván, un voluminoso manuscrito, copiado con perfilada y clara letra inglesa.

Amalia había seguido los cursos de la facultad de filosofía y letras y era, forzosamente literata. De una fecundidad mental que compensaba su aparente e hipotética esterilidad física, pues estaba tan flaca, tan lamentablemente esmirriada por los disolventes ensueños, que su silueta parecía esfumarse en quien sabe que místico desvanecimiento, escribía con impenitente grafomanía.

Destilaba versos como si los sudara. Era un motor de odas, una bobina de poemas, madrigales y «suspirillos germánicos». ¡Oh, el amor!... ¡Qué de matices exquisitos tenía para su imaginación caldeada ese sentimiento arrebatador del que no sabía prácticamente ni siquiera la anagnosis! y El se erguía en sus composiciones ardientes como el Raúl inefable, galante, valeroso, bello y... ¿por qué no?... un poquito neurasténico.

Unas veces la amaba, otras la sumía en dilacerantes angustias. Y también cambiaba de fisonomía, pues, tan pronto era rubio con ojos de turquesa, como trigueño con cabellera de endrina.

Todos esos versos fueron publicados en revistas femeniles y en periódicos de barrio, forjando una reputación de poetisa romántica y voluptuosa a la señorita Amalia Gensen. Hasta salió su retrato en una revista, después de una velada literario-musical en la que conferenció sobre «Las bellas artes y las bella».

Ese retrato fue una obra maestra fotográfica. Los retoques dieron al rostro contornos redondeados y suaves, curvas de besos a los labios, finura aristocrática a la nariz y opulencias maternales al busto ceñido con elegancias de avispa. Hubiérase dicho un grabado de modas coronado por la clásica cabeza de un figurín.

La citada fotografía originó una novelita de amor que, por primera vez, vivió Amalia. Un colega de la literata le escribió larga carta, inmediatamente respondida, que trabó en ambos un «idilio cerebral» semejante al célebre amor de correspondencias entre Maupassant y María Bastkirssef (sic).

Amalia ya había dirigido epístolas a muchos jóvenes de nombradía literaria, so pretexto de postales o mendigando consejos de estilo, pero sin consecuencia amatorias. ¡Temen tanto al ridículo sentimental los adultos de las letras!

Y sufrió cruentas decepciones, hasta el momento feliz en que un poeta desconocido, Abraham Goloff, joven de origen hebraico pero de estilo castizo y elegante, le dirigió la carta de un colega apasionado.

La literata escribía en sus memorias, memorias que databan desde su primer vagido y, como es lógico, pensaba ampliarlas con la extraordinaria aventura de sus correspondencias.

Aquel día leía la copia definitiva del primer tomo de su «Diario» que iba a publicar con un pseudónimo, bajo el título de «Sinsabores de una virgen». Pero esa lectura respondía al propósito de rastrear un hueco donde cupiese su idilio, para dar interés romancesco al volumen preliminar de la serie.

Se emocionaba a medida que ojeaba el manuscrito.

–¡Qué desgraciada he sido, Dios mío!

Pero, de pronto, la sensación de ser amada por un hombre superior, ¡por otro poeta!, la hizo estremecer de júbilo, sintiendo un redoble irregular de latidos hacia la izquierda del pecho. Su rostro, que parecía pasmado a causa de los polvos, reflejaba, en su turbia blancura, la dicha de los enamorados.

Representábase a su Abraham como un caballero de imponente estatura, gallarda presencia, rizada melena, bigotes retorcidos a la húngara, muy negros y muy sedosos, frente espaciosa, ojos de carbunclo, nariz aquilina y... boca... ¡oh! ¡esa boca! ¡esos besos!...

Era el recuerdo de un violinista checo, vestido con polonesa, a quien viera en un concierto hacía años y del cual sufriera una aguda obsesión durante mucho tiempo.

–Quiero ver a Abraham, – se dijo nerviosamente.

Y allá fue la consabida carta-cita.

Naturalmente, se verían desde lejos, ella con un ramos de miosotis en el pecho y blusa beige, mientras él debería ostentar en la «boutonnière» un crisantemo amarillo, aparte del reconocimiento natural por el apresuramiento de sístole y diástole del corazón. Todo esto en el Zoo, a las tres de la tarde del domingo, frente al cobertizo de los elefantes.

Acompañada por su hermanita menor, una chicuela insignificante de trece años, acudió Amalia, temblando, a la cita.

Desde las dos a las tres, miró sin ver al proboscídeo, sobresaltándose cada vez que alguien le dirigía la mirada. Al fin divisó el crisantemo.

Pero no era El.

Rubio, grueso, de estatura mediana y bigotito recortado, tenía un aire trivial, mientras que su acompañantes, un mozo de pelo castaño y cuidadosa elegancia, atraía la atención de las mujeres por un no sé qué en la pupila brillante y cierto gesto fatigado de los labios.

Amalia sólo tuvo ojos para éste. Quiso seducirlo, fascinarlo. Y él, con la negligencia del buen mozo seguro de sus triunfos, se decidió a abordarla a fin de soplar la dama al amigo. Estaba enterado de todo.

Acercóse, pues, remolcando a Goloff y, saludando respetuosamente a la escritora, repitió la eterna y vulgar frase que siempre causa efecto:

–Señorita, permítame que le presente al señor Abraham Goloff... La señorita Amalia Gensen.

Ella sonrió, encantada.

–Aunque muy irregular, acepto la presentación. Ahora sólo falta que el señor Goloff me diga el nombre del introductor de embajadores.

Coqueteaba donosamente, haciendo recordar, por quien sabe que asociación de ideas, a esos perros viejos, ciegos y dormilones que, de improviso, se entregan a locas carreras con gambetas, para luego acostarse jadeantes y asmáticos.

–El señor – dijo Abraham ligeramente cortado – es Raúl...

–¡Raúl!

Y casi se puso colorada.

–Dispensen, – agregó – tengo un primo llamado Raúl, que se parece mucho al señor, y por eso...

–Me felicito, señorita, de la semejanza con un miembro de su familia.

Etcétera, etc.

Ella nadaba en pleno azur, como se decía extasiada. ¡Conque era su Raúl! ¡el amante incógnito de sus sueños virginales?!...

Desde ese momento Abraham fue un poroto, a pesar de las cartas intelectuales y de sus románticas efusiones. Y más tarde, después de una hora de charlas con Raúl, mientras el otro arrastraba la cadena de la chicuela insignificante, la indignación de Amalia no tuvo límites al saber que aquél era quien escribiera las cartas de Goloff, pues el descendiente de judíos ni siquiera tenía ortografía.

Raúl contó eso a la escritora porque, según él, para farsa aquello era demasiado. Concluyó pidiendo un perdón, otorgado de antemano, y Amalia fulminó al supuesto falsario:

–Señor Goloff. Espero que no habrá dado importancia a nuestra correspondencia. Le escribía por... pura gimnasia intelectual, pero ahora que «lo conozco», demos todo por terminado.

–Pero, señorita...

–Basta, señor. Adiós.

Y estrechó la mano de Raúl, dejando abismado a Goloff. Quince días después, apareció en la sección de policía de un diario, entre la crónica de «Palomas viajeras», el nombre de Amalia. Pasada otra quincena, Raúl la abandonó y, años más tarde, la señorita de Gensen dirigía con mucho éxito una revista literaria.

Como no había perdido su manía epistolar, se enamoró de un brillante novelista, Alberto Gil, quien acababa de publicar un libro notable, y ¡claro está! le enjaretó una carta.

La respuesta vino al día siguiente en una tarjeta:

«Abraham Goloff, tiene el sentimiento de participar a la señorita Amalia Gensen que su pseudónimo de Alberto Gil no le ha cambiado moralmente hasta el extremo de renovar gimnasias intelectuales.»

Amalia comprendió que Raúl la había engañado indignamente y, recordando aquellas sus primeras cartas de amor, volvió a soñar con Goloff, pero no el Goloff de la realidad, sino un tipo de bigotes a la húngara, ojos de carbunclo y frente espaciosa.

 

Antonio MONTEAVARO.

Dibujos de Fernández Peña.

 

 

Publicado en la Revista Caras y Caretas, el 11 de mayo de 1907

Fuente y propiedad de texto e imágenes: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

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