EL SEÑOR MORINI

 

Esa mañana, como de costumbre, Morini se levantó temprano, se lavó la cara, se visitó lentamente y bebió a pequeños sorbos, sibaríticamente, su taza de café con leche que le había preparado la señora Morini.

El señor Morini era contador en un gran establecimiento nacional, desde hacía tiempo; había sido, y era cuando yo lo conocí, el tipo perfecto y acabado del empleado: su vida árida en acontecimientos, no había tenido para él ninguna de esas alegrías ni ninguna de esas desgracias que forman un carácter. Hijo de italianos modestos y acomodados, su vida había sido de una vulgaridad desesperante. Era trabajador más por rutina que por virtud y sus días eran todos iguales. Se casó. En su matrimonio no hubo amor, siguió la ley natural y obedeciendo a lo que le aconsejó su lógica así lo hizo, y en su hogar hubo el miso orden y la misma limpieza que en una página de su libro mayor.

Un día en el Haber, hizo la siguiente anotación: un hijo. Y su cerebro hecho a las matemáticas no vio en ese acontecimiento más que una suma; y siguió viviendo.

La señora Morini, una de esas burguesas bajitas, gruesas y sonrientes que nos pinta Guy de Maupassant, parecía hecha para su marido; la virtud para ella era lo que el trabajo para él: una rutina. Su madre había sido virtuosa, su abuela también, y ella, por consiguiente, lo era.

El hogar de los Morini era, pues, el reloj de arena del que van cayendo los granos sin sentir. Sin embargo lo que nada había conseguido hacer en el señor Morini, lo hizo el tiempo, con el crecimiento de su hijo. En su estrecho cerebro se efectuó una evolución lenta pero segura. Comprendió que aquello era suyo. Y la solemne misión de la paternidad fue en él un sentimiento mezcla de egoísmo y de ternura a la vez. Era algo; algo que había producido él y de que estaba orgulloso.

Morini se levantaba para ir a su oficina, como antes de había levantado para ir al colegio, muy temprano. Se acostaba también siempre antes de las diez. Una vez, una sola, y esto lo contaba como anécdota, había llegado a su casa a la una de la mañana; encontró la casa en conmoción, se había temido una desgracia, tuvo que contar sucintamente que la pérdida de su tren había sido la causa de su retraso Fue algo de que se habló por mucho tiempo en su casa y Morini cuando contaba la cosa decía: aquella noche; y la señora Morini estereotipaba en su cara un gesto de terror que reflejaba las angustias de aquella noche fatal.

Como decíamos, pues, Morini se había levantado para ir a su oficina. En su carácter de contador era mirado con cierto respeto; y a la hora del almuerzo (se almorzaba allí) se le oían con paciencia los insulsos incidentes que él contaba con deleite, dándose siempre en ellos el nombre de contador. Al contador le pasó tal cosa; imagínense el susto del contador, etc., etc.

Al poco rato de llegar a su oficina, cosa muy rara en él, pues era de una salud a toda prueba, tuvo un fuerte vahído que le obligó una vez repuesto a retirarse, previo permiso tímidamente solicitado al director.

Al dirigirse a su casa iba ligero, a grandes trancos, sin saber porque: ese cambio en un horario que seguía hacía veinte años le había trastornado. Llegó a su casa y le pareció notar algo raro; creyó que era la hora porque estaba acostumbrado a llegar de noche y aun había sol; pero un rumor de voces lo detuvo. Se quedó inmóvil un instante y escuchó. No había duda, su mujer hablaba con un desconocido. Pero confiado, y curioso y a la vez, empujó la puerta y entró. Un grito tenue y un movimiento brusco del desconocido le revelaron la verdad. Lo engañaban; lo engañaban miserablemente.

En el primer momento no se dio bien cuenta de su desgracia. Se quedó como cuando descubría un error en alguno de sus libros; sorprendido y confuso. Inmóvil, azorado, junto al marco de la puerta, abarcaba la escena con una mirada apagada. Ante aquella enormidad, ante aquella infracción a la ley de su existencia no se acostumbraba.

Aprovechando su asombro el desconocido huyó. Él parecía sonámbulo. Lo volvieron a la realidad los sollozos contenidos de la señora Morini: unos sollozos tímidos, acompasados, desgarradores en su media tinta. Él la veía llorar y no sabía que hacer; se acordaba que su deber, puesto que ella lloraba, era consolarla, pero comprendía que había algo que se lo impedía. Entonces se acercó y empezó a interrogarla; pero a interrogarla sin  brusquedad, casi cariñosamente.

Ella, entre sollozos le contó la vulgarísima historia de siempre; el engaño, la sorpresa; y lloraba, pero de un modo entrecortado, casi ridículo y su carita mofletuda, colorada y lustrosa inspiraba risa.

Él entonces se sintió lleno de una ternura inmensa, infinita; la compadeció como nunca había compadecido a nadie en su vida, y junto al mismo sillón donde hacía instantes estaba el otro, se arrodilló, y acariciándole la cabeza dulcemente, y llorando él también, le decía a ratos, sacudiendo la cabeza de un modo monótono, casi inconsciente:¡Pobrecita, pobrecita!...

 

Carlos GUTIÉRREZ LARRETA

Dibujo de Zavattaro.

 

 

Publicado en Caras y Caretas. Buenos Aires, 31 de julio de 1909.

Fuente y propiedad de texto e imagen: Hemeroteca Nacional (BNE)

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