Caras y caretas, 16 de septiembre de 1922

 

EL PLATO DEL DÍA

 

LA VIZCONDESA CLAUDINA: Veintiocho años, bellísima y – según dicen – viuda varias veces de ambas manos; pero absolutamente irreprochable siempre en sus trajes, conversaciones y actitudes. Viste de blanco. Sus ojos y sus cabellos son del color de la miel.

DON VICENTE, MARQUÉS DEL CHÁPIRO: Seductor de oficio, algo averiado por nueve o diez lustros de vida ociosa, y con amigos en todos los buenos casinos de Europa.

La escena en un restaurante chic, al aire libre. El camarero acaba de retirar el «segundo plato», casi intacto.

CLAUDINA.– No come usted nada, marqués.

DON VICENTE.– Muy poco.

CLAUDINA.–¡Mal hecho!... Hace usted la vida de un muchacho; no se abandone usted. (Le mira coqueteando.)

DON VICENTE.– No hallo manera de despertar mi estómago: me he puesto inyecciones, me he envenenado con toda clase de aperitivos, y ¡nada!... Lo único que me estimula algo es leer, en ayunas, los telegramas que publica la prensa respecto del hambre en Rusia.

CLAUDINA hace un pequeño gesto.

DON VICENTE.– El ver comer incita a comer; creeríase que nuestro estómago se llena de envidia. Esta pasión tan calumniada dicta acciones vituperables, muy cierto, pero también nos obliga al trabajo, padre del Bien. Por envidia queremos ser gloriosos, queremos ser ricos, tener el mejor automóvil, vivir en los mejores hoteles. La envidia es amarga; todos los buenos aperitivos lo son... Cuando veo un hombre del brazo de una hermosa mujer siento envidia de su felicidad y el recuerdo de usted se recrudece: «Si ella me amase –pienso– yo sería dueño de la mujer más linda de España».

CLAUDINA (mimosa).– Hasta que se cansase usted de mí: en el amor, como en la mesa, hay un momento en que, fatalmente, llegamos a los postres.

DON VICENTE.– Ese es un grave error lanzado a la circulación por algunos psicólogos de bazar. El cáncer, cuanto más come, más grande es. Claudina: El amor que yo le ofrezco sería como el cáncer... (Transición) Esta langosta que acaban de servirnos parece excelente. ¡Hasta mi estómago se ha conmovido! ¡Voy a servirla a usted!...

CLAUDINA (afectando gravedad).– Pero, ¿es verdad lo que ha poco decía usted a propósito del hambre rusa?

DON VICENTE (Sorprendido).– ¿Usted no lee los periódicos?

CLAUDINA.– Los de «moda» únicamente.

DON VICENTE.– ¡Otra equivocación!

CLAUDINA.– ¿Cuál?

DON VICENTE.– Creer que la moda se refiere únicamente a los trajes. ¡Tiene usted candores infantiles! La moda, como la atracción telúrica, está en todas partes. La moda interviene en la indumentaria, en las ciencias, en las bellas artes... En literatura, en arquitectura, hay modas también. ¡Hasta en filosofía!... Nietzsche hace algunos años estuvo «de moda». Más tarde, el modisto de las ideas – de esas ideas que «lleva» todo el mundo – fue Bergson... La inclinación de los hombres a imitarse unos a otros ejerce influencia asimismo en los asesinos: hubo una época, por ejemplo, que podríamos llamar «la era del vitriolo», durante la cual las armas de fuego parecían decirse: «¿Para qué nos habrán inventado?...»

CLAUDINA (interrumpiéndole).–Sí, pero... el hambre rusa...

DON VICENTE.– A eso voy; el arte culinario no podía substraerse al momento histórico que sufrimos: actualmente el «plato del día» es la carne humana.

CLAUDINA.– ¡Qué horror! (Moja sus labios en una copa de chablis.)

DON VICENTE.– Generalmente son las naciones poderosas y ricas las patrocinadoras de «la moda». En el caso que nos ocupa ha sucedido lo contrario, y hay una graciosa paradoja en el hecho de que no sea un pueblo harto si no un pueblo famélico el descubridor de ese nuevo plato. Maupassant asegura que, una vez, por curiosidad, comió carne de niño, y que no le gustó...

CLAUDINA.–¡Marqués!... (Suplicante.)

DON VICENTE.– La encontró insípida...

CLAUDINA (melindrosa).– Conseguirá usted que la langosta mehaga daño.

DON VICENTE (seguro de que la vizcondesa se queja por gusto).– Pero de Guy de Maupassant, que finó sus días en un manicomio, no debemos hacer caso. Además – y esta consideración la estimo capital – en su época la carne humana «no era moda». Francia la primera, y luego Inglaterra, Alemania, Italia, los Estados Unidos, han impuesto al mundo sus trajes, sus químicos, sus músicos, sus deportes. ¡Buenos Aires, un día, cruzó el Atlántico y conquistó Europa con su «tango argentino»!... Únicamente Rusia, la inmensa, la desconocida, permaneció postergada hasta este momento, en que sus cocineros han revolucionado el arte culinario universal con un plato nuevo.

CLAUDINA (divertida).– ¿Cree usted que la moda se impondrá?

DON VICENTE.– Probablemente, no; pero supone un anhelo de renovación y debemos aplaudirla. Sin embargo, Rusia haría mal si se adjudicase íntegro el mérito de su descubrimiento: el canibalismo bolchevique tiene sus antecedentes en España.

CLAUDINA arquea sus cejas discretamente pintadas.

DON VICENTE.– Todas las semanas en la «crónica roja» de nuestros periódicos leemos noticias rotuladas así: «Terrible mordisco». O bien: «Se queda con la oreja de su rival entre los dientes»... Esto demuestra que la renovación culinaria de que hablamos pudo nacer en España; desde luego estamos obligados a reconocer que únicamente debía producirse en un pueblo mal alimentado. Desgraciadamente el español es perezoso, todas sus cosas las hace a medias, y por eso nuestros antropófagos no acaban nunca de cerrar perfectamente las mandíbulas; además comen poco y con un par de mordiscos se sienten satisfechos. Evidentemente la raza declina; estamos depauperados. De aquí que la gloria de haber aplicado a la cocina moderna el canibalismo de «los primitivos» corresponde a Rusia.

CLAUDINA.–¿Qué lástima, verdad?

DON VICENTE.– Yo estoy inconsolable; tanto más cuanto que nosotros hubiéramos puesto en ese «último grito» del arte culinario una gracia latina. El pueblo ruso no es capaz de nada semejante; el ruso – oiga usted a sus grandes novelistas– es rudo, brutal, cruel...

El delicioso momento de la sobremesa ha llegado. El camarero trae el café y las copitas para los licores. La señora vizcondesa beberá Marie Brisard, que es dulce. El marqués del Chápiro prefiere el Kummel. Un silencio.

DON VICENTE.-– Una revista rusa que aparece en París publica noticias interesantísimas acerca del canibalismo moscovita. Los psiquiatras aseguran que la mayoría de esos antropófagos, que sin haber llegado a la locura del hambre comen carne humana, son individuos de malos antecedentes y de inteligencia mezquina. La revista habla de un caníbal de veintitrés años que ha devorado diez y seis personas.

CLAUDINA.– ¡¡No!!... (Se cubre los ojos con las manos.)

DON VICENTE (galante).– No sé si gano o pierdo mirándole a usted las manos en vez de mirarle los ojos.

CLAUDINA (horrorizada sinceramente).– ¿Ha dicho usted diez y seis personas?

DON VICENTE.– Sí, vizcondesa; diez y seis: la primera fue su esposa.

CLAUDINA.–¡Oh!... ¡qué fiera!... ¿Es posible? Los otros quince crímenes son horribles también; pero el de comerse a su mujer es el más espantoso de todos: ¡Vale por los quince!...

DON VICENTE (siempre paradójico).– Según consideremos la cuestión. Se ha observado que los infelices rusos, cuando ya no pueden resistir la desesperación del hambre, no salen a la calle, sino que se mastican «en familia»: los padres se comen a los hijos, y viceversa; la esposa se concierta con sus hermanas para guisar al marido. En una palabra: los actos de canibalismo ocurren siempre entre personas que se quieren. Es una teoría que hallo bastante defendible, especialmente en el caso del marido que devora a su mujer.

CLAUDINA se santigua.

DON VICENTE.– ¿De qué asombrarse? Una de las manifestaciones supremas del amor es la crueldad: por amor se perdona... por amor se mata...

CLAUDINA (ríe, hace guiños dubitativos).– Sí, sí; acaso tenga usted razón. Desgrieux perdona...

DON VICENTE.– Y Otello mata.

CLAUDINA.– Pero de matar a Desdémona, a comérsela...

DON VICENTE. – No hay tanta distancia como usted supone. (Irónico) Vamos, vizcondesa, un poco de memoria... Usted ha sido amada.

CLAUDINA (vivamente).– Mucho, marqués.

DON  VICENTE.– Lo sé; y ... de «aquél» recibió usted, seguramente, más de un buen pellizco.

CLAUDINA (evasiva).–¡Bah!...

DON VICENTE.–¿Verdad? Y acaso algún mordisco...

CLAUDINA en la imposibilidad de ruborizarse vuelve la cabeza.

DON VICENTE.– ¿A qué negar? La pasión ciega, la que vendó a Cupido los ojos, no sabe, fijamente, si besa o si muerde.

CLAUDINA.–¿Podrá usted callar? Me hace usted reír... Llamamos la atención...

DON VICENTE.– ¿No ha oído usted como las madres, en sus raptos de amor, dicen a sus hijos: «Mi vida, mi luz, te comería»?...

CLAUDINA.– Sí, muchas veces.

DON VICENTE.– Y usted misma, al despedirse en una carta del hombre amado, ¿no ha escrito nunca esta hipérbole, divina y bárbara: «Adiós; te «como» a besos»?

CLAUDINA ríe, vencida.

DON VICENTE.– ¿Y dónde dejamos aquella frase tan frecuente en las novelas: «Fulano miraba a Zutana «devorándola» con los ojos». Convenimos, pues, que entre un amante y un antropófago apenas existe diferencia.

CLAUDINA (apurando su cuarta copita de Marie Brisard). – Lo que usted disponga.

DON VICENTE (entusiasmado y ahuecando la voz cómicamente).– Vizcondesa... yo llevo dentro un ruso.

CLAUDINA.–¿Quiere usted ser juicioso? (Rie a carcajadas. El licor la ha aturdido.)

DON VICENTE.– Vizcondesa... ¡me la comería a usted!... (Está encendido)

Pasa un camarero.

CLAUDINA (aprovechando la oportunidad). ¡Garçon! (Al marqués, aparte.) Pida usted la cuenta.

 

Eduardo ZAMACOIS

 

Publicado en Caras y Caretas, 16 de septiembre de 1922

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

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