Caras y caretas, 16 de septiembre de 1933

 

EL CUENTO DE MAUPASSANT

por Monteiro Lobato

 

Quince minutos haría que el tren se había puesto en marcha, rumbo al interior del Estado. Escasos pasajeros en el coche.

En los pullmans de atrás, dos viajeros conversaban, y como el tema de sus charlas me interesaba, tendí el oído:

–La vida está llena de cuentos de Maupassant. Desgraciadamente, hay muy pocos Guy...

–¿Maupassant? ¿Y por qué no Kipling, por ejemplo?

–Porque la vida es amor y muerte, y el arte de Maupassant es un encuadramiento ingenioso del amor y de la muerte.

El que así se expresaba era un joven trigueño, de unos veintiséis años de edad, delgado, de facciones enérgicas que el acento de su voz, insinuante y acariciador, atenuaba. Se interrumpió un momento, y luego prosiguió:

–Cambian los escenarios, varían los actores, pero la substancia subsiste: el amor, son los únicos momentos en que la payasada de la vida se arranca la careta y tiembla en un delirio trágico.

–¿...?

–No te rías. No hago frases. Me justifico. Verás. En la vida, sólo dejamos de ser unos payasos inconscientes, que nos macaqueamos los unos a los otros, copiándonos los gestos y mintiendo a la naturaleza, cuando ésta, reaccionando, pone al desnudo el instinto hirsuto y señala el “basta” final de la muerte, reduciendo al mal actor a polvo.

“En suma, sólo hay grandeza y “seriedad” cuando cesa de actuar el pobre payaso ese, que es el hombre”.

–¿A propósito de qué tanta filosofía, con este calor?

El convoy corría entre San José Y Quiririm. Zona arrocera, en plena faena de recolección. Los campos en siega tenían el aspecto de cabellos rubios cortados al rape.

De trecho en trecho herían nuestros ojos cuadros de Millet, en fuga lenta si lejanos, rápidos si próximos. Bultos de mujeres con cestas en la cabeza, que se detenían para ver pasar el tren. Bultos de hombres amontonando gavillas de espigas, para la trilla del día siguiente.

–Ya te diré a propósito de qué viene tanta filosofía.

Y, enfilando la mirada por la ventanilla, calló.

Hubo una pausa de minutos. De súbito, señalando un viejo ceibo, al margen de la vía, echando el busto atrás, añadió:

–Pues, a propósito de ese árbol. Fue él el comparsa en “mi cuento de Maupassant”.

–¡Vaya! Si es corto, cuenta eso.

El primer sujeto no se acomodó en el asiento, ni compuso la garganta, como es de estilo. Sin transición, fue narrando luego.

–Había un italiano, morador de esos parajes, que tenía un boliche en el camino. Tipo mal encarado y malo. Bebía, jugaba, y varias veces anduvo a vueltas con las autoridades. Cierto día – era yo delegado de policía entonces – vinieron unos lugareños a anunciarme que en tal parte yacía el “cuerpo muerto” de una vieja, cribado a punta de hoz. Dispuse las diligencias y los seguí.

–Es allá, junto a aquel ceibo – dijeron al acercarnos al árbol que acabas de ver.

¡Espectáculo repugnante! Aun tengo en la piel el escalofrío de horror que me corrió por el cuerpo al tropezar y pisar un cuerpo blando. Era la cabeza de la muerta, semioculta entre los yuyos. Porque el malvado la había descepado del tronco, lanzándola a algunos metros de distancia. Como por sistema desconfíase del italiano, lo prendí. Le habían visto salir con la hoz, a hacer leña, la tarde del crimen.

Sin embargo, por falta de pruebas, fue restituido a la libertad, muy a despecho mío, pues cada vez más me convencía de su culpabilidad. Yo presentía en aquel sórdido tipo –¡y niéguese valor al presentimiento! – el miserable asesino de la viejecita.

–¿Qué interés tenía en el crimen?

–Ninguno. Era lo que él alegaba. Era como argumentaba la pequeña lógica trivial de los más. No obstante, yo no le perdía de vista, seguro de que era el asesino.

No tardó mucho en que el sujeto traspasó el negocio y desapareció.

Yo, por mi parte, abandoné la policía y del crimen sólo me quedó, nítida, la sensación de mi tropiezo con la cabeza de la vieja.

Años después, el caso resucitó. La policía recogió indicios vehementes contra el italiano, que andaba por San Pablo, en gran estado de decadencia moral, pensionista de calabozos por hurtos y borracheras. Lo prendieron y lo trasladaron aquí, en donde el jurado iría a decidir de su suerte.

–Tus presentimientos...

El sujeto sonrió maliciosamente y continuó:

–No se resistió, no reaccionó, no protestó. Tomó el tren en la estación de Braz y vino, con la cabeza baja, sin proferir palabra, hasta San José. A partir de aquí – quien relata es un soldado de la escolta – clavaba a menudo la mirada a través de la ventanilla, preocupado en descubrir algo en el paisaje, hasta que dio con el ceibo. En este punto dio un bote de gato y se arrojó por la ventanilla. Lo atraparon muerto, con la cabeza rota, junto al árbol, en cuyo tronco se escurrían los sesos del desgraciado.

–¡El remordimientos!

–Aquí está “mi cuento de Maupassant”. Tuve la impresión de él en las palabras del soldado de la escolta: “Vino con la cabeza baja hasta San José; a partir de allí clavó los ojos en la ventanilla hasta ver el árbol y se arrojó”. En el progreso ingenuo de su narración, leí toda la tragedia íntima de aquel cerebro, sentí todo el drama psicológico que nunca será descrito...

–¡Es curioso! – comentó el otro, pensativamente.

El primer sujeto encendió el cigarrillo y concluyó, sonriente, con pausada lentitud:

–Lo curioso es que más tarde, uno de los lugareños denunciadores del crimen, e hijo de la vieja, preso por un horrible asesinato a golpes de hoz, se confesó el asesino de la viejecita, su madre...

–¿...?

–Querido, aquel pobre Oscar Fingall O’Flahertie Wills Wilde, ha dicho mucha cosa cuando dijo que la vida sabe mejor imitar el arte que el arte imitar la vida.

 

MONTEIRO LOBATO

 

 

Publicado en la revista bonaerense Caras y caretas, el 16 de septiembre de 1933

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

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