Caras y Caretas, 18 de septiembre de 1926

 

Un amor cruel, caprichoso e incoherente arrastró a la locura al más notable de los cuentistas del pasado siglo: Guy de Maupassant

 

Cuando Guy de Maupassant ingresó en la casa de salud del doctor Blanche, en la calle de Bertón, en Passy (muy próxima a una cierta calleja de Raynouard, donde siete años antes conoció las horas más bellas de su existencia amorosa), ya estaba enfermo desde hacía tiempo. Fue en 1892, y desde el año 1880 la correspondencia que cambió con Flaubert no deja lugar a ninguna duda respecto al terrible mal que habíase posesionado de su cerebro.

Las cartas citadas por Jorge Normandy en una biografía de reciente publicación son más que una prueba para insistir sobre esa locura la cual François, el fiel ayuda de cámara, fue el primero en descubrir y lamentar. Entre esas cartas hay una de Lombroso, harto elocuente:

“Conocía desde tiempo atrás al autor por sus obras cuando me consultó con respecto a ciertas turbaciones visuales que comenzaba a experimentar. Este mal, insignificante en apariencia, a causa de los desarreglos funcionales que lo acompañaban, hízome barruntar el fin lamentable que le guardaba al escritor.”

La enfermedad progresó lentamente, pero en forma implacable. Desde 1884, las alucinaciones fueron frecuentes en Maupassant, particularmente las del oído y la vista.

“¿Sabe usted – escribe el autor de El buen mozo, – que fijando largo rato la vista sobre mi propia imagen reflejado en un espejo, creo a veces perder la noción de mi existencia? En tales momentos todo se embrolla en mi espíritu y me alarma la contemplación de esta cabeza que no alcanzo a conocer. Me parece curioso ser lo que soy, es decir: alguien. Y siento que si este estado perdurara un minuto más, me volvería loco. Mi cerebro se iría quedando, poco a poco, sin ideas.”

Esta última sensación la encontraremos en todo momento bajo la pluma del desdichado escritor. en 1888, desde Etretat, escribíale a su madre: “En cuanto escribo diez líneas, ya no sé lo que hago y mi pensamiento huye como el agua por un colador.” Y en casa del doctor Blanche lamenta, sobre todo, los pinchazos de la jeringa con que los médicos le inyectan la morfina: “Estas gotitas me perforan el cerebro.” Que la causa decisiva de la locura hayan sido los caprichosos, incoherente s y crueles amores de determinada dama mundana de la aristocracia israelita es cosa de la cual, si bien aceptaron siempre, jamás hablaron escritores tan amigos de Maupassant como lo fue Lucien Descaves. Por más que lo lógico es pensar que tales amores diabólicos lo que hicieron sólo fue precipitar el fin trágico del gran novelista. Desde su juventud desde su infancia, Maupassant ya estaba predestinado.

El 17 de enero de 1892, pues, ingresó en la casa de salud de Passy. Hasta el mes de abril, el doctor Blanche, que le atendía, tuvo grandes esperanzas. Mas el 20 de abril una escena con su mucamo, el fiel François, alarmó al médico. La partida estaba perdida. Aquello equivalía casi a la catástrofe. Desde septiembre, raros fueron los instantes de lucidez. Octubre fue tremendo para el novelista enfermo; encerrado, no se atrevía a abandonar sus estancias. Jugaba al billar, y en una de aquellas tardes se produjo el episodio, aun misterioso, del acceso de enajenación mental en el curso del cual Maupassant intentó matar a un compañero de sanatorio a golpes con los tacos de billar.

En la primavera de 1893, prodújose una leve mejoría. Maupassant evocaba sus recuerdos de Etretat, sus andanzas náuticas y su viaje a Suiza realizado para romper con un compromiso matrimonial. Destellos de razón seguidos de crisis lamentables. Intervino la camisa de fuerza. En el parque, el desventurado escritor enterraba ramas secas, exclamando: “¡Plantemos! ¡Plantemos! ¡El año venidero tendremos muchos pequeños Maupassant!” Y Mauricio de Waleffe, que le fue a visitar le sorprendió  en tren de lamer los muros de su celda.

Aquello era el fin. Su agonía fue lenta y dolorosa. Seis semanas de sufrimiento y luego la agonía atroz entre convulsiones epilépticas que no llegaron a calmar las aplicaciones de ergotina. El 6 de julio de 1893 se produjo la muerte.

Hoy este hombre, víctima de un nefasto amor, reposa en el cementerio de Montmartre, bajo un macizo de crisantemos. Sobre una lápida modesta se lee:

Guy de Maupassant

Nada más. Y es bastante.

 

 

Publicado en Caras y Caretas 18 de septiembre de 1926. Buenos Aires. nº 1459

 

Fuente y origen: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant