Caras y caretas, 21 de septiembre de 1918

 

EL FRACASO

  

Harto convencida estaba Eulalia de que su amistad con Horacio había dejado de ser ya, el vínculo afectuoso de otros días para trocarse en un más intenso sentimiento. La situación moral de ambos era desde entonces insostenible, e inútiles los pretextos ingeniados para prolongarla.

Ante las insinuaciones vagas o discretas de Horacio, ella había penado con horror en la famosa atracción del abismo. Sentía Eulalia la extraña emoción de aquel acercamiento apenas sensible; pero que, sin embargo, estaba a punto de orientarlos en un mismo rumbo. Al meditar, contemplaba el contraste violento de las respectivas situaciones. Horacio no era libre y Eulalia, sí. El había cerrado ya su destino en el definitivo trazo de un límite; y ella, en cambio, tenía abierto ante sus esperanzas, todo el amplio horizonte de una vida con sus auroras rosadas y sus crepúsculos de fuego.

Ambos comprendían su caso psicológico; el peligro flotaba sobre la ilusión como una sombra, pero ¡ay! en el alma de los dos, la ilusión batía musicalmente sus alas.

Horacio la amaba ya resuelta e impetuosamente, y Eulalia...quizás lo amara también. Sobre él pesaba una ley opresora de su libertad; sobre ella gravitaba un prejuicio social más potente que la ley.

Los dos cabían envueltos en la ráfaga pasional viviendo allá en el infinito de los orbes irreales del amor, pero no en el impropicio imperio de las normas en que la vida sujeta a sus criaturas.

Filosofaba Horacio en su honda inquietud espiritual, planteándose los inacabables «por qué» que impiden la realización de los ideales y los resolvía triunfalmente. Se repite la vida y se repite el amor que es su fuerza creatriz. Cada mujer que nos conmueve y hace vibrar el cordaje de nuestra alma, provoca el brote de nuevas ilusiones en el corazón, como cada primavera flores en los jardines y cada noche astros en el cielo. El poeta lo ha dicho: «se renueva o se muere». Tal la lógica de acero con que se vencía a sí mismo. No obstante, volvía la duda; y al mirarse hacia dentro, encontrábase como contemplado por grandes ojos, fijos, inmutables, acusadores de los deberes que realmente se había creado en la vida. Mas, pronto se disipaba la inquietante sombra de su conciencia al destello vivísimo de la luz que reverberaba en su pasión y una vez reaparecía el florido panorama, patria natal de los que aman. Ante él, se le antojaba miserable el estrecho mundo que se habían creado para la propia pena eterna de los hombres. «¡Los pobres hombres», al decir de Maupassant!

El hombre, cuyo pensamiento sesgaba en audaces vuelos el infinito y se trazaba rutas más altas que las estrellas, ¿para qué había dado en la idiotez de construirse una jaula para su espontánea cautividad? Su caso era un ejemplo, pero se rebelaría. Frente a él, se alzaba atrayente, irresistible, una ilusión de mujer. Daría, pues, el salto del abismo. ¡Y resuelto, pregustó la felicidad, la gloria voluptuosa de un nuevo amor, la exaltación delirante de una pasión pecadora, desenvuelta en la penumbra de un misterio impenetrable!

–Sí. Eulalia era bella de cuerpo y alma; su espíritu solía recrearse en audaces incursiones por las intrincadas selvas de la filosofía... ¿Por qué entonces no había de permitirse la posesión del joyel de su belleza, gustada así, en la sombra, como el tesoro de un delito? ¡Y la sintió presa de su conquista! Ante ella, volcó un raudal de símiles y metáforas brillantes; citó viejos libros de amor en cuyas páginas tremaban las pasiones de héroes inmortales. Del fulgor verbal surgió todo un sistema constructivo de un amor radiante de egoísmo sublime. Paradojal y desorbitado, por momentos parecía orquestar una cascada de armonías y por momentos confundirse en un desorden de lirismo.

Ella le escuchaba de pie. Ante la exaltación de Horacio, tenía el encanto de una estatua triunfando en la serenidad impecable de su línea. Tras su última llamarada verbal, Horacio aguardó la respuesta. Dentro del agitado pecho aceleraba su ritmo en violencia el corazón. Eulalia, más pálida que siempre, hizo un gesto de dolor que puso mayor encanto en el óvalo admirable de su cara y un destello repentino aumentó el hechizo perverso de su mirada azul... Luego con voz desfalleciente sentenció:

–No, Horacio... ¡Imposible!

 

Horacio, clavado en el suelo, la vio alejarse mirando... a ninguna parte, y comprendió vencida la bella mentira de su ideal por una sencilla y brusca realidad de la vida. Y ante el ideal que huía de su lado para siempre, pensó con amargura en el estrago que desde ese instante iba a devorar silenciosamente su alma y se repitió con desaliento la melancólica expresión de Maupassant:

¡«Los hombres, los pobres hombres»!

 

ENRIQUE AGESTA

Dibujo de Petrone

 

Publicado en Caras y Caretas, 21 de septiembre de 1918

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

Digitalizado en el presente formato por J.M. Ramos para

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