La Correspondencia de Alicante, 3 de noviembre de 1897

 

EL MONUMENTO A MAUPASSANT

 

En el parque Monceau, en el delicioso rincón de París lleno de verdura y de flores, en donde los gorriones bajan a jugar con los niños, se levanta el busto de Maupassant.

El monumento que se ha inaugurado es del escultor Vernet y del arquitecto Duglane. Fue expuesto en el último Salón y obtuvo los sufragios de los inteligentes y de la muchedumbre. La figura principal es una parisiense descuidadamente tendida sobre un banco, con la cabeza apoyada en la mano derecha y tendiendo en la izquierda un libro cuya lectura ha interrumpido.

El autor se ha inspirado para la composición del monumento en la frase de Olivier Bertin, de la novela de Maupassant Fort comme la mort: «Pequeña, siéntate aquí y toma esta colección de versos y busca la página 336 donde encontrarás una pieza titulada ¡Pobres gentes! Absórbela como si bebieras el mejor de los vinos, suave, dulcemente, palabra por palabra, y déjate embriagar y déjate enternecer. Escucha lo que te diga tu corazón. Después cierra el volumen, levanta los ojos al cielo, piensa y sueña…»

Y la mujer del monumento a Maupassant, es esa, la que piensa y sueña dolorosamente, porque el corazón de una parisiense se abre cariñosamente a todas las miserias. No hay en el mundo mujer como esta, tan caritativa, ni que más profundamente se emocione por la lectura de una novela sincera y cruel, cual «Una vida»

En lo alto de una columna, adosada el banco se sienta la parisiense, está el busto del gran escritor, un busto que no evoca, dicen los que lo conocieron, su fisonomía vigorosa, sembrada de pliegues precoces, impresos por el desencanto de la vida, y puede que también por el presentimiento de un lamentable destino… La faz de mármol aparece menos tormentosa que lo era en el modelo viviente.

En la inauguración del monumento pronunciaron elocuentes discursos: Houssaye, presidente de la Sociedad de Gens de lettres; Puech, en representación del Consejo municipal, Roujon, director de Bellas Artes, por el gobierno, y Emilio Zola en nombre de los amigos del autor de Boule de suif.

 

Discurso de Zola

 

He aquí el discurso muy aplaudido del famoso autor de Germinal. Habla Zola:

«–Yo no soy más que un amigo, yo hablo sencillamente en nombre de los amigos de Maupassant, no de los amigos ignorados e innumerables que le valieron sus obras, sino de aquellos que lo fueron desde el primer instante, que lo conocieron, que le amaron, que le siguieron paso a paso en su camino de gloria.

» Muy cerca de aquí le encontré yo, por primera vez, hace ya más de un cuarto de siglo, en la casa de nuestro grande y buen amigo Flaubert, en la reducida habitación de la calle de Murillo cuyas ventanas daban a este alegre parque de Monceau. Con el recuerdo me represento la escena: me veo asomado a la ventana, junto a Maupassant, mirando los dos los verdes parterres del jardín, el salto de agua que brotaba del pórtico de las columnas. Al cabo de 25 años ¡oh, caprichos del destino! soy yo, su amigo, el que vengo  a saludar la inmortalidad grabada en mármol del entonces joven desconocido.

» Al encontrarnos por primera vez allá arriba, en el gabinete de trabajo de nuestro grande y buen amigo Flaubert, que se abrasaba en el fuego de la pasión por la literatura, Maupassant no era más que un estudiante apenas escapado de los bancos del colegio. Allí estaban Goncourt, Daudet, Tourguenef, sus hermanos mayores, y ante ellos aparecía tan modesto, tan ingenuamente niño, que ninguno descubría en él el hombre de brillante y rápida fortuna. Se le quería, se le idolatraba por su alegría ruidosa, por su salud a prueba de aventuras, por los encantos de la superior energía que emanaba de toda su persona. Era evidentemente el niño de la casa, a cuyo cariño se consagraban todos los corazones.

» Después vinieron los años del comienzo de su carrera literaria. Entonces Maupassant entabló otras amistades, haciendo su primera salida a la conquista del mundo en compañía de Huysmans, Céard, Hennique, Alexis, Mirbeau y Bourget y otros muchos. ¡Qué hermosa fiesta de juventud! ¡Y cómo resplandecían aquellos cerebros! ¡Y cuántos lazos de simpatía entonces nacidos quedaron para siempre sólidamente atados! Porque si la vida hizo más tarde su obra, si llevó a cada uno a su destino, es preciso decir altamente que Maupassant se conservó siempre un amigo fiel, y tuvo para sus antiguos hermanos de armas los brazos abiertos.

» Vino el éxito, estalló la celebridad como un rayo. Maupassant fue un hombre dichoso, si tal palabra puede aplicársele al que tuvo tan terrible fin. Y ahora que se admira su obra, ahora que se le ve inmortalizado a la sombra de estos árboles, yo me atrevo a pensar que su fin desastroso acrecienta su figura, la eleva a una altura trágica y soberana en la memoria de los hombres. Desde sus comienzos fue aclamado y los amigos de primera hora se convirtieron en legión. Conquistó los salones aristocráticos, después de haber conquistado los salones burgueses. Fue hacia él y le envolvió una verdadera ola de admiraciones, de ternezas, de entusiasmos. Y hasta después de la tumba bien lo veis, la gloria le acompaña y sus memoria se eterniza en este monumento, símbolo de la entrega que le había hecho de su alma la mujer moderna. ¡Y nosotros festejamos aquí su busto, cuanto tantos otros hermanos suyos mayores, los más ilustres, aguardan la hora de la justicia!

«Es que Maupassant representaba la salud, la fuerza misma de la raza.¡Ah! ¡Qué deleitosa satisfacción en glorificar al fin uno de los nuestros, un latino de cerebro límpido y sólido, un creador de hermosas frases, resplandecientes como el oro, puras como el diamante! Si una tan soberana aclamación resonó siempre a su paso, es porque todos reconocían en él un hermano, un nieto de los grandes escritores de nuestra Francia, un rayo del ardiente sol que fecunda nuestro suelo, madura nuestras viñas y nuestros trigos. Se le amaba porque era de la familia que se enorgullecía al ver en él encarnado el buen sentido, la lógica, el equilibrio, la fuerza y la claridad de la sangre francesa.

 »Querido Maupassant, nuestro Benjamín; al que tanto he amado, al que he visto crecer con la alegría de un hermano, aporto a tu entrada en la gloria los aplausos de todos los fieles amigos de otro tiempo. Si nuestro grande y buen amigo Flaubert pudiera desde allá arriba, desde su mesa de encarnizado trabajo asistir a vuestra glorificación, ¡cómo se hincharía de orgullo y de júbilo su corazón al presenciar el homenaje tributado al que él llamaba su hijo en literatura! Y su sombra está aquí, y con él y por mi voz, todos estamos al pie del busto del caro de Maupassant, admirándole, amándole, saludando su inmortalidad.»

  

 

Publicado en La Correspondencia de Alicante, el 3 de noviembre de 1897.

Digitalizado en el presente formato por José M. Ramos González, para:

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