La Correspondencia Gallega, 30 de octubre de 1897
GUY DE MAUPASSANT
Los últimos meses de su vida.
Guy de
Maupassant debió de ser glorificado el domingo en un monumento que la sociedad
de literatos le ha erigido en Paris como a uno de los mejores y más puros
escritores de nuestra época.
Guy de Maupassant, de quien se habrán hecho grandes elogios y de cuya muerte
sólo hay noticias confusas e inexactas, entró en la casa del doctor Blanche en
enero de 1892 y murió el 6 de julio de 1893, sin que en estos dieciocho meses de
reclusión absoluta deseara recibir a nadie ni fuese visitado más que por muy
contados amigos. Los únicos testigos de su enfermedad, aparte del doctor Meuriot
y del doctor Blanche, fueros dos enfermeros de la casa y un criado particular ,
al cual dejó en su testamento veinte mil francos.
Ahora bien: llamados estos testigos a declarar si habían hecho las
manifestaciones que la prensa les atribuía, han sostenido enérgicamente que
jamás han faltado al secreto profesional, revelando lo que veían. Lo mismo vino
a declarar, interrogado por la familia, el doctor Meuriot, que apenas se apartó
un instante del pobre enfermo.
Hoy que los años han pasado, tal vez no carezca de interés narrar brevemente,
pero con exactitud, lo que fueron los últimos meses de Maupassant en el
establecimiento del doctor Blanche, según el relato fiel de uno de los testigos.
Vamos a intentarlo.
Cuando el escritor fue llevado a la casa del doctor Blanche y confiado al doctor
Meuriot, su razón estaba ya completa e irremediablemente perdida. Ni la más
mínima esperanza había de curarle, y solamente fue conducido allí para que los
últimos meses de su vida animal transcurriesen en paz y al abrigo de algún
accidente.
En los primeros días de su permanencia en el asilo, artistas y literatos que se
decían amigos y camaradas suyos, se presentaron manifestando vivos deseos de
verle. Como el pobre enfermo se hallaba tranquilo, le fueron entregadas las
tarjetas, diciéndole: «sus amigos han quedado en volver. ¿Quiere usted
recibirlos?» Maupassant rechazó las tarjetas y murmuró moviendo la cabeza: «No
los conozco… no los conozco».
Cierto día el doctor Meuriot insistió a favor de uno que deseaba ver a
Maupassant y dijo a éste: «Es un periodista. ¿Quiere usted que pase?» Entonces
el enfermo miró colérico la tarjeta y exclamó varias veces: «¡Bel ami… Bel
ami!». Imposible fue sacarle otra cosa. Supónese que con esto quería dar a
entender que no podía sufrir a los periodistas y que su novela Bel ami era una
prueba.
Como no le era posible enlazar sus ideas, sólo decía cosas incoherentes. A
menudo exclamaba: «La estación de San Lázaro… los ingenieros de la estación de
San Lázaro». Al querer que se explicara más claramente se le oía repetir
cincuenta veces las mismas palabras sin poder conseguir de él otra cosa.
Solamente una vez, al verlo tomar una pluma y un pliego de papel se creyó que
iba a expresarse; pero no hizo más que trazar cinco o seis palabras
desconocidas, que carecían en absoluto de significación. A eso se redujo todo.
Al principio de su estancia en casa del doctor Blanche, no quería comer y
exclama: «Veneno, veneno..», creyendo que querían envenenarle.
En su pobre cerebro no había ninguna idea y si pensaba algo, era un disparate.
Por ejemplo, afirmaba que la vida le era imposible en aquel convento de
Genovefanos, donde le tenían enclaustrado y no cesaba de maldecir a los
Genovefanos, que le tiranizaban.
Sin embargo, su locura era tranquila y jamás se puso furioso. Solamente a las
horas de comer solía manifestar mal humor y muchas veces pegó con el tenedor a
sus guardias. Solía pasear por el parque tranquilamente y al parecer sin pensar
en nada, pero jamás se ocupó de ningún trabajo. No se cuidaba de la vida
exterior, ni recordaba donde y como había vivido.
En tan lamentable estado se encontraba cuando la Comedia Francesa representó la
pieza en dos actos que había escrito Maupassant con el título de la Paz de la
casa. Cuando se la enviaron impresa ni siquiera quiso abrirla. Habían ido en
aquella ocasión su cariñoso amigo el editor O … a visitarle llevándole un
ejemplar de la obra, Maupassant no pudo comprender que él era autor, y al pasar
maquinalmente las hojas, murmuraba: «No, no, no es mía». No hubo medio de
persuadirle de lo contrario, pues decía bruscamente: «No, yo no he hecho eso».
Maupassant tenía alguna fortuna y el año 1892, de la venta de sus obras cobró
por derechos de autor 30.000 francos. En el testamento hecho antes de su
tentativa de suicidio en Cannes, dejaba su fortuna a una linda sobrinita y una
pensión decorosa a sus padres. También había tenido presente a su fiel criado.
Mientras Maupassant permaneció en el asilo; ni su padre ni su madre le
visitaron: el padre estaba paralítico y la madre, que sentía por su hijo una
veneración sin límites, además de estar enferma, experimentaba un inmenso terror
desde la horrible crisis de Cannes.
La que veló en los últimos meses al pobre enfermo fue su tía madame de R…,
hermana de madame de Maupassant.
También había una mujer , una escritora a la que el pobre enfermo había querido,
deseosa de acercarse a él y consagrarle su cariño; pero le prohibieron con el
mayor rigor que llegara a verle. Llena de afecto, sin embargo, le envío
soberbios racimos de uvas que Maupassant se negó siempre a probar, diciendo:
«Son de cobre».
Su amiga no logró acercarse al pobre enfermo, que por su parte no se acordaba ya
de ella, ni de los días que habían pasado juntos. No recordaba nada.
Así transcurrieron los dieciocho meses en un estado de postración física y
aniquilamiento intelectual. Pero el infeliz sufría poco. Las convulsiones
terribles que acabaron con él solo duraron pocos días, y el 6 de julio llego la
muerte, después de horas espantosas que sería imposible describir.
La horrible pesadilla había terminado. El insigne escritor pasó a la gloria.
Publicado en La
Correspondencia Gallega. Sábado, 30 de octubre de 1897
Fuente y propiedad de: Xunta de Galicia. Consellería de Cultura. Prensa Galega
Digitalizado en el presente
formato por J.M. Ramos para
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