El Día, 1 de marzo de 1919

 

EL OCASO DE MAUPASSANT

 

En el mes de junio de 1891, Guy de Maupassant había partido con rumbo a Divonne, acatando los consejos de su médico, que viera surgir en él, deteriorizadores y terribles, los primeros síntomas alarmantes del mal, que tras breve tiempo había de llevarle al manicomio y después a la tumba. Más, ya porque Divonne no fuera del agrado del gran novelista, o bien por que le obsesionase la idea de que los doctores encargados de curarle le perseguían, lo cierto del caso es que Maupassant, a los pocos días de permanencia en aquel lugar, emprendió viaje camino de Ginebra. Allí reunióse con el doctor Cazalis (literariamente conocido por el seudónimo de “Jean de Lahoz”), íntimo amigo suyo, en cuya compañía se dirigió a Champel, pequeño balneario situado en las montañas suizas, a poca distancia de Ginebra, en un lindo valle abrigado por colinas boscosas.

Cazalis le había dicho: –Está usted casi curado. Ahora, todo es cuestión de clima, de sequedad y de sol; luego, con las indispensables duchas quedará perfectamente.

Animado Maupassant por tales palabras, hijas más bien de la compasión que de la verdad, llegó al balneario, y en él se topó de buenas a primeras con un viejo amigo y camarada, el poeta Augusto Dorchain, quien, víctima de una neurastenia, también había ido en busca de salud al agreste pueblecito, saturado por el aire vivificador de las cimas, y al que bañan las aguas heladas del Arve.

El día mismo del arribo, el doctor Cazalis llamó aparte a Dorchain, y le dijo: – Le he traído para hacerle creer que tiene, como usted, un poco de neurastenia, y para que le diga que el tratamiento le ha aliviado mucho... ¡Ay! ¡Por desgracia, su mal no es el suyo, ciertamente! No tardaremos mucho en verlo.

Dorchain hubo de cumplir piadosamente su papel consolador; pero los síntomas de la locura que parecían en el amargo sensitivo de «Fuerte como la muerte», se multiplicaron entonces. El propio Dorchain, al que la suerte deparó presenciar los comienzos de la alienación tremenda, relató tiempo más tarde las primeras excentricidades de Maupassant.

El novelista se levantaba a media noche, e iba a llamar a los departamentos de las damas; relataba a oídos de cuantos tropezara en sus paseos por el balneario íntimas aventuras de amor; hablaba de cierto maravilloso paraguas, que le defendiera cierta vez de la agresión de tres «souteneurs» y de un perro rabioso; deleitábase describiendo los paraísos artificiales provocados por el éter, y mostraba en su mesa pomos de esencias, los que solían regalarle – según su frase habitual – con «sinfonías de aromas».

Los que le amaban habían perdido casi la esperanza. Era una gran pena ver al hombre que fue ejemplo de vigor y de fuerza en la literatura de su patria, que creó tantas almas y vidas, discurrir en plena juventud bajo el límpido cielo de los Alpes, roído lentamente por un mal que brotar de donde surgieron tantas obras maestras. ¡Qué distantes, qué lejanos se hallaban entonces los venturosos días en que naciera a la existencia literaria la espléndida figura de «Ivette», el casto lirio, que, con su virginidad, aromaba un ambiente de cieno!

Las alucinaciones perseguían a Guy. Trágico era el horror de sus noches, pasadas entre fantasmas; siniestro el miedo, que sacudía con estremecimientos epilépticos el flaco y exangüe cuerpo del artista.

Dorchain pensó: – No tiene remedio. Y para sus ojos y para los de «Jean de Lahoz», la figura del que al fin sería confinado en la «Maison Planché» (sic) fue como una sombra de locura y de muerte.

 

***

Una tarde, Dorchain se sintió feliz, pues la vaga ilusión de que su amigo querido se salvaría, convirtióse por unas horas en acariciadora certeza.

Había ido Maupassant a comer en compañía suya y de Cazalis, llevando consigo «El Angelus», el manuscrito de la última novela, que no concluyó, y que hará una quincena de años dio a conocer la «Revue des Deux Mondes». En «El Angelus» cifraba su autor la más dulce y bella esperanza. Era, al decir de él, su libro predilecto, su obra capital, aquella en que encontraría la gloria. Y por esto, en aquella tarde solemne ante el sol, que descendía sobre la nieve de las montañas, quiso comunicar a los dos amigos abnegados el más querido de sus sueños.

Al término de la comida, Maupassant contó detalladamente el asunto de su libro. Los capítulos de «El Angelus» brotaban de sus labios como brota la linfa de los torrentes, sin detenerse, claros, limpios, «con una lógica, una elocuencia y una emoción extraordinarias», a creer lo que afirma Dorchain.

Al final, lloró. Fue su llanto a manera de comentario doloroso del crepúsculo, que iba extinguiéndose. «Y nosotros lloramos también – dice Dorchain – viendo lo que aún quedaba de genio y tierna piedad en aquella alma, que nunca hubiera acabado de exteriorizarse, de fundirse en las demás...

En sus palabras y lágrimas, Maupassant tenía no sé qué de religioso que sobrepasaba el horror de la vida y el sombrío terror de la nada.

Días más tarde, Guy, mostrando con honda tristeza las cuartillas esparcidas de su manuscrito, dijo a Cazalis con desesperación:

– He aquí las cincuenta primeras páginas de mi novela. Hace un año que no puedo escribir ni un renglón más. Si dentro de tres meses el libro no está terminado, me mataré...

No pudo cumplir su promesa. La locura lo encerró en el dédalo tenebroso de sus galerías sin fin.

 

Juan de Dios GAZTELU

 

 

Publicado por El Día, 1 de marzo de 1919

Fuente y propiedad: Hemeroteca Nacional (BNE)

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